—Allí dentro no la espera el infierno, señora Durán —le respondí muy conmovido—, ni tampoco agujeros de ningún tipo. Sólo hay una estufa de leña y un techo para guarecerse de la lluvia; nada más. Acompáñeme, por favor; estaremos mejor y más seguros.
En cuanto me oyó hablar de aquellos absurdos agujeros negros que sólo se ocultaban en su cabeza —y que ella no me había mencionado en absoluto—, se decidió a formularme una última pregunta antes de entrar:
—Usted puede leer mis pensamientos, ¿verdad?
—Es una manera de decirlo; un poco retórica quizá, pero sí: mi córtex conector puede establecer contacto con usted. De hecho, puede establecer contacto con cualquier ser, a condición, naturalmente, de que no sea demasiado elemental y disponga de algo equivalente a lo que aquí llamáis sinapsis cortical.
Por fin entramos en el almacén de los jardineros y yo me ocupé de encender la estufa mientras ella continuaba reflexionando sobre el hecho «espantoso» de que algún otro pudiese «leer sus pensamientos».
Una vez que hubo prendido la leña, dejé las puertas de la estufa abiertas para facilitar la combustión e iluminar un poco la habitación. Con un gesto, invité a Gracia, que temblaba de frío, a sentarse justo delante y después puse una banqueta lo bastante sólida para mí al otro lado.
Durante un buen rato nos quedamos sentados en silencio, escuchando el crepitar de la leña y escrutándonos en la oscuridad relativa del fuego. La tromba de agua no aflojaba y los pensamientos de Gracia continuaban girando alrededor de la misma idea.
—¿Sabe por qué le resulta tan ofensivo que yo pueda conocer sus pensamientos sin restricciones? —le pregunté por fin.
—Naturalmente que lo sé —me respondió ella.
—En cambio, yo diría que no, que se equivoca. Usted está pensando en su intimidad, pero eso que llama intimidad, en el mejor de los casos, sólo es una forma de aislamiento. La intimidad no es nada, o casi nada: no tiene un valor sustantivo; no es más que un mecanismo de defensa. Sus objeciones no están relacionadas con la intimidad sino con la desigualdad. El verdadero motivo de su irritación reside en el hecho de que yo puedo hacerlo, pero usted no: usted es sorda.
—¿Sorda?
—Quiero decir que usted no puede oír mis pensamientos.
—Sí, tiene razón, no puedo, aunque se trata de una habilidad bastante monstruosa; me parece que prefiero no tenerla.
—¿Está segura? Piense en un mundo donde no fuera posible decir mentiras, donde los seres tuviesen que justificarse, entenderse, argüir o defender razones auténticas, devenidas verdaderos hechos. Imagine que, además, estos hechos, emociones, sensaciones, deseos... tuviesen un significado preciso, nada aleatorio, concreto e igual para todo el mundo... Que el dolor se pudiese comunicar con la precisión de una cifra...
—No puedo imaginármelo; no tengo tanta imaginación.
—Pues no es más que una cuestión de lenguaje; sencillamente nuestros respectivos idiomas determinan el orden moral de nuestros mundos: el lenguaje inmanente lleva necesariamente a vivir en la comunión y en la verdad, mientras que la oscuridad de las palabras, es decir, los lenguajes fonéticos, comportan vivir en el aislamiento entre mentiras y simulaciones.
Por fin empezó a darse un poco de cuenta de su error, pero la noción de intimidad había sido tan capital en su vida que se resistía encarnizadamente a restarle importancia.
—¿Cómo puede decir que la intimidad no es nada? ¡En su mundo ideal yo me sentiría totalmente desnuda!
—¿Y...?
—¿Le parece poco?
—No, no, ni mucho menos, pero me gustaría saber cuál es la parte de usted que no puede exponerse ante los demás. Dígamelo, por favor. ¿Qué parte es tan perversa, monstruosa o deforme que se ha de mantener oculta? ¿Qué le da tanta vergüenza de su cuerpo o de su espíritu? ¿Sus amores secretos, quizá?
—¡Claro que no!
—Bien. Entonces, ¿sus funciones fisiológicas...? ¿Sus sueños...? ¿Qué?
No tenía respuesta, pero se negaba a reconocerlo. Repasaba entre sus recuerdos de juventud algunos momentos de intimidad furtiva en los que había sido feliz y, de pronto, por alguna razón, se encontró viéndolos bajo una nueva luz.
—No se crea —dijo al cabo—,
yo
también
soy
muy partidaria de la verdad a ultranza.
—Y, sin embargo, encuentra obscena la comunicación inmanente; le asusta la visión de un mundo donde todo estuviera al aire, donde no hubiera, donde no pudiera haber de ninguna manera otra cosa que la verdad desnuda.
—Sí, lo confieso: me asusta.
—Insisto: no es más que una cuestión de lenguaje.
—Es posible, pero seguro que ese lenguaje no estará al alcance de cualquiera.
—No, en efecto, no lo está.
—Habrá que ser muy especial, supongo... ¿Algo así como un ángel, quizá? —me preguntó enigmática.
Y en ese preciso momento la lluvia amainó de golpe y Gracia me sonrió por primera vez.
En seguida noté que aquella misteriosa pregunta no era tan casual como parecía; en el interior de su extenuada sonrisa se escondía un cuerpo extraño: por algún motivo, más bien oscuro, necesitaba creer que yo era una señal del más allá.
Cada vez se hacía más evidente que la muerte de Gabriel había desencadenado algún tipo de proceso místico en Gracia; una noción casi infantil de Dios se nutría de su desesperación e iba creciendo dentro de su cabeza igual que un tumor.
Me pregunto por qué subestimé tanto la potencia extraordinaria de aquel anhelo.
No lo sé. No encuentro ninguna explicación. Puede que entonces aún no estuviera allí; quizá no pude percibirlo porque ni la misma Gracia era plenamente consciente de su alcance. Fuera como fuese, no me sirvió de nada ser un traductor experimentado: no me di cuenta de lo que pasaba hasta que fue demasiado tarde y ahora no puedo evitar sentirme culpable por haberle roto el corazón de esta manera tan estúpida, es decir, prácticamente sin darme cuenta.
En cualquier caso, ya no tiene remedio: ahora lo sabe todo y ha tenido que elegir entre la vida y la muerte sin trampas. Es su destino. Y también el mío. Pero durante nuestro primer encuentro yo no conocía aún la insidiosa naturaleza de mi enemigo y sólo trataba de responder a sus preguntas lo mejor posible:
—Explíqueme qué tengo yo que ver con su trabajo de traductor de español —me pidió Gracia.
—Verá: elegí esa lengua por su causa o, mejor dicho, por causa de su Sinfonía de los Valles.
—¿Conoce la Sinfonía de los Valles? —preguntó con incredulidad.
—Ya lo creo.
—No lo entiendo... Si no la conoce nadie. Pasó totalmente desapercibida, igual que las otras.
—Pero yo la oí por la radio hace muchos años. Aquel día éramos tres escuchando la emisión y los tres tuvimos el mismo espejismo: fue como ver de nuevo los valles vacíos y perdidos de nuestro mundo. Entonces pensé que aquella pieza era una forma primitiva de comunicación inmanente y me fascinó; todavía me fascina. La Sinfonía de los Valles es casi un milagro antropológico.
—Nosotros lo llamamos música.
—Nosotros también, Gracia, pero su música en particular es diferente: tiene una fuerza de evocación maravillosa.
—Todo el mundo dice que es anacrónica.
—Es posible: maravillosamente anacrónica, sí. En cualquier caso le estoy muy agradecido porque en aquella época necesitaba inspiración y su sinfonía fue providencial para mí: me dio fuerzas para aceptar la pérdida inexplicable de mi Maestro y me infundió esperanza para escoger un nuevo camino, es decir, una nueva lengua. Desde entonces soy traductor de español y trabajo solo.
—¿Y todo esto porque mi música le recordó los valles de su mundo...?
—Eso es.
—Cuénteme cómo eran.
—Me temo que no tenían nada que ver con los espacios gloriosos de su infancia, amiga mía. Nuestros valles eran estrechos y frágiles como puentes entre lagos profundísimos, mucho más profundos que el Baikal de la Tierra: lagunas abisales, bajo una lluvia casi continua, vacías de todo y oscuras como espacios sin atmósfera...
Lo encuentra siniestro, ¿verdad? Tiene razón; en los mundos antiguos la biodiversidad es insignificante; en el mío ya no había más que lagunas prácticamente muertas y unas matas esponjosas y enanas, de un verde intenso, que lo cubrían todo.
Pero a nosotros nos gustaba aquel paisaje inmóvil y silencioso: era nuestro hogar.
—¿Qué ocurrió?
—Fue destruido por una especie de cometa inmenso.
—¿Una especie de cometa...?
—Es una manera de decirlo para que me entienda; en realidad el Omnia es demasiado grande para ser considerado un cometa; más bien se trata de un destructor: su inmensa órbita puede sufrir alguna oscilación, pero en general delimita el confín de la zona muerta dentro de la Vía Láctea.
—¿El Omnia...? Nunca he oído hablar de él.
—No es extraño. La última vez que pasó cerca de aquí los seres humanos todavía no existían.
—Cuénteme lo que pasó.
—Por lo visto, mi pequeño planeta estaba mucho más cerca de ese confín de lo que todos creíamos, tanto que acabó siendo envestido por el Omnia y desapareció.
—¿Murió mucha gente?
—No, no, en absoluto. Pudimos evacuar a todo el mundo; recibimos mucha ayuda y los otros pueblos fueron muy hospitalarios con nosotros, pero nuestro planeta desapareció irremediablemente.
Mientras Gracia buscaba en mi rostro las señales emocionales de lo que le estaba explicando, de pronto dijo:
—Es extraño: sus ojos parecen en llamas.
—Es que en la oscuridad hacen un efecto como de espejo; es una cuestión de eficiencia: sirve para aprovechar mejor este poco de luz. Cerraré la puerta de la estufa y se apagarán —le respondí levantándome para hacerlo.
—No, no, por favor. No la cierre —me pidió—. Es hermoso el resplandor del fuego en sus ojos.
Ni se me había pasado por la cabeza la posibilidad de que me encontrara guapo y, no obstante, así era: contra toda lógica y a pesar de las enormes diferencias que había entre nosotros, Gracia reconocía en mi apariencia una forma posible de belleza viril.
La circunstancia de que yo fuera un ser asexual de momento no tenía ningún significado para ella, que me percibía como un macho a pesar de todo.
Casi inmediatamente después de aquella pequeña digresión sobre mis ojos, prosiguió:
—Lamento mucho la pérdida de su mundo pero, con franqueza, no creo que aquí les acojan demasiado bien. Les verán como a invasores, harán todo lo posible por ahuyentarles... Diría que, llegado el caso, puede ser peligroso...
—Sí, yo también lo diría, pero da igual porque no tenemos ninguna intención de quitarles su tierra; no somos conquistadores. Por desgracia, lo que pasa es mucho más grave que todo eso. Si le parece bien, se lo diré sin rodeos.
—Adelante.
—El Omnia viene hacia aquí.
—¿El Omnia...? ¿El mismo que acabó con su planeta?
—En efecto, el Omnia, el viejo barrendero: el destructor de mundos.
—¡Dios mío! ¿Está seguro?
—Sí.
Hubiera podido desconfiar de mí, o de nuestros cálculos, pero curiosamente ni se le ocurrió que pudiera tratarse de un error.
—¿Y qué se puede hacer para detenerlo? —me preguntó a continuación.
—Nada.
—¿Nada? Alguna cosa se podrá hacer...
—Me temo que no. El Omnia no es solamente una entidad: arrastra una innumerable cantidad de restos de planetas, de antiguas colisiones... Es demasiado grande: no se puede hacer nada; cuando menos, no sin desencadenar cambios que a medio plazo podrían ser más peligrosos aún para la vida en el Cosmos que el mismísimo Omnia. Por otra parte, en cierto sentido, el Omnia también es una fuente de vida en el Universo... En fin, sea como fuere, existe un acuerdo antiquísimo que garantiza su salvaguarda, de manera que lo cierto es que no se puede hacer nada contra él.
—¿Y cómo es posible que aquí no sepan nada de todo esto? Se tendría que ver llegar una cosa así, ¿no?
—Nosotros creemos que hay algunos que ya lo han visto, pero todavía no entienden bien de qué se trata. En cualquier caso, pronto se habrá vuelto totalmente visible.
—Pero ¿no será demasiado tarde para tratar de sacar a la gente que corra peligro?
Era evidente que Gracia no terminaba de entenderlo; se imaginaba que una ola gigantesca engulliría la Costa Este de los Estados Unidos o que Europa desaparecería de un solo golpe bajo una enorme piedra. Sin saber por qué, me encontré tuteándola:
—Verás: sé que es difícil de asimilar, pero no te estoy hablando de un simple cataclismo, sino del fin de todo.
—¿Del mundo entero?
—De una buena parte del Sistema Solar, Gracia. El Omnia lo embestirá y le causará gravísimos daños. Después los restos, los pocos fragmentos que no se hayan desintegrado del todo, serán absorbidos por la masa gravitatoria del Omnia y lo seguirán. De la Tierra no quedará nada de nada.
Por un momento Gracia quiso preguntarme qué sería de los seres humanos, pero al final no se atrevió y yo, en mi fuero interno, le agradecí fervientemente su prudencia. Sin embargo, la brutalidad desnuda y febril de aquella pregunta se quedó entre los dos, flotando en el aire como un secreto indecente, hasta que el silencio se volvió insoportable.
—Me parece que estamos a la par —le dije por fin—: tú no te atreves a preguntármelo y yo no me siento capaz de responderte.
—No sé qué decir... No puedo ni imaginarlo siquiera... Es como una pesadilla —
añadió—. Quizá nos despertaremos dentro de un rato, y yo estaré en mi cama y tú en tu nave, o allí donde sea que duermas, si es que duermes. Y nunca más volveremos a vernos, como no sea en sueños.
Gracia sentía el vértigo de quien mira directamente hacia el abismo y todo le resultaba irreal, más absurdo aún que aquella loca imagen surrealista de extraños que comparten la misma pesadilla.
—Escucha —me dijo después—: me temo que hay un error. No es a mí a quien debes dirigirte. Yo no soy nadie, ¿comprendes?, no puedo hacer nada, ni puedo ponerte en contacto con... —vaciló un instante—... con quien sea que deba saber todo esto. Yo sólo soy una infeliz que malvive de dar clases de piano a los niños: literalmente el último mono. No soy la persona indicada para recibir esta información.
—¿Con quién crees tú que debería hablar? ¿Con el presidente del gobierno? ¿Con el jefe del Estado Mayor? ¿Para qué, Gracia? Sigues sin comprenderlo: ¿qué sentido tendría hablar con tales sujetos, o con otros más poderosos aún, si en realidad no se puede hacer nada?