—A menudo el afecto, Walker —le dijo—, no tiene ningún motivo; es un bien gratuito y casual, lo mismo que la vida. Gracia es importante para él, como mis amigos yekuanas lo son para mí. Supongo que cuando me fui y le abandoné necesitaba alguien en quien poder depositar parte de aquel amor que le dolía tanto; por lo que se ve, él tampoco supo hacerlo a beneficio de inventario; y ahora es demasiado tarde, porque ya no puede soportar la idea de dejarla atrás y está sufriendo de lo lindo.
—Lo siento tanto... —musitó Walker—. ¿No habría algún modo de persuadirla...?
—¿Cuál?
—No sé... Quizá podríamos ir y explicarle con cuidado y claridad lo que le espera.
—¿A una mujer que tiene la nevera llena de insulina...? No serviría de nada —le contestó el Maestro—. Mira, yo sólo la conozco a través de vosotros dos, pero estoy casi seguro de que a Gracia Durán la vida le da muchísimo más miedo que la muerte; y eso es muy peligroso, Walker, mucho en realidad —concluyó el Maestro con un gesto desolado.
Yo tenía la misma sospecha que él; constantemente me preguntaba si seguiría viva. Quizá por ese motivo había ido demorando el momento de ir a verla por última vez para pedirle que viniera conmigo o para despedirme de ella. Me aterrorizaba pensar que llegaría a aquella azotea polvorienta y que no podría sentir su presencia porque ella ya no estaría allí: era como una pesadilla recurrente y cuanto más avanzaba el tiempo y más se aproximaba el momento en que tendríamos que partir, más miedo me infundía aquella última visita.
Además, ¿qué le diría si la encontraba? ¿Qué podía ofrecerle? ¿Mi amor...? ¡Qué tontería! Ella no quería mi amor, ni quería nada de mí. Y yo, por más que la quisiera y lo intentara, nunca podría devolverle su esperanza.
Una mañana el Maestro se me acercó con una preciosa pequeña de poco más de un año de edad dormida entre sus brazos. Sucintamente me pidió que comunicase con la Base y les advirtiese de que íbamos a utilizar la última plataforma de enlace, para que adoptaran la precaución de despejarla del todo. Se proponía visitar a Gracia en su casa de Barcelona, para lo cual, puesto que él no tenía baliza, era preciso que yo le acompañase.
Lo más asombroso de todo es que no parecía tener una idea clara de cómo proceder; pensaba ir allí y pedirle simplemente que se viniera con nosotros... Eso era todo. Y por lo visto pretendía ablandarla con aquella minúscula criatura que iba primorosamente pintada, que llevaba su bonito pelo oscuro y lacio cortado a la manera tradicional yekuana y que, como mucho, sería capaz de decir veinte o treinta medias palabras.
Confieso que me pareció una especie de chiste; sobre todo cuando me sugirió que pidiera un transporte para cuatro por si al final Gracia se decidía a acompañarnos.
El transporte llegó puntualmente y poco después, a las doce y cuarto de la noche, hora de Barcelona, descendíamos los tres en la azotea de la casa de Gracia. Nada más salir del transporte sentí su adorable proximidad y entonces, con una cierta amargura que se fundió con aquella tremenda alegría de saber que seguía viva, me di completa cuenta de hasta qué punto la había echado de menos.
La pequeña, que había viajado dormida para mayor seguridad —aunque el riesgo de contracturas musculares que es propio de este tipo de transporte sólo es significativo entre las personas mayores—, seguía plácidamente instalada entre los brazos del Maestro, que también se sentía muy aliviado de saber que Gracia no había muerto.
Por un momento, hasta tuve la impresión de que ese hecho le había proporcionado cierta inspiración, pero en seguida volví a sumirme en el desconcierto cuando, tras abrir la puerta del terrado, el Maestro me pidió que le aguardase allí. A la vista de mi tremenda decepción, me prometió que, si no conseguía convencerla de que viniera con nosotros, luego sería él quien me esperaría en la azotea todo el tiempo que hiciera falta mientras yo bajaba a despedirme de ella, de manera que accedí y, con enorme aprensión, le vi partir escaleras abajo.
Y, por más increíble que pueda resultar, lo que pasó aquella noche fue exactamente esto:
El Maestro bajó por la escalera y llamó a la puerta del sexto segunda, con la pequeña dormida en sus brazos. Gracia abrió la puerta y se lo quedó mirando fijamente sin decir nada; entonces él le preguntó:
—¿Sabe usted quién soy?
Y ella, con una mirada de absoluto estupor, y hasta de miedo, asintió con la cabeza.
—¿Puedo pasar? —le preguntó el Maestro.
Gracia vaciló durante un momento y luego se apartó; entonces el Maestro cruzó el umbral y, sin cerrar la puerta, en el propio recibidor, le preguntó:
—¿Ve usted a esta niña? —Gracia la miró sólo un instante—. ¿La ve? Pues necesita una profesora de música —continuó el Maestro—; tiene que partir de inmediato para un largo y peligroso viaje durante el que es muy posible que se muera sin haber tenido tiempo ni de aprender a hablar; pero si no muere, si tiene suerte y sobrevive, con toda seguridad necesitará una profesora de música.
Gracia le miró como si no entendiera lo que le decía y luego miró de nuevo a la niña que seguía durmiendo completamente ajena a la situación.
En ese preciso momento —doy fe de ello— Gracia tenía la cabeza totalmente vacía de todo lo que no fuera mantenerse lo más alejada posible del Maestro.
Entonces él, claro y terminante, haciendo caso omiso de su perplejidad, se limitó a decir:
—Recoja algo de ropa, lo más imprescindible; la espero aquí. —Y como sea que Gracia no se movía, añadió—: Dese prisa, por favor —y se la quedó mirando directamente a los ojos.
Gracia, muy turbada, retrocedió de inmediato hasta su cuarto y se sentó en la cama durante dos largos minutos, en el transcurso de los cuales todo fue posible.
Luego se levantó, se pasó la mano por el cabello, volvió a salir al pasillo y preguntó:
—¿Ropa de verano o de invierno?
Es curioso, ¿verdad? Eso fue todo: el Maestro le ofreció un empleo y ella sencillamente lo aceptó. Parece ser que era justamente lo que necesitaba: algo que hacer. Proceder de otro modo habría sido inútil: a Gracia el amor había dejado de interesarle en el mismo momento en que murió Gabriel; era de ese tipo de mujeres que aman una sola vez en la vida y que, después del amor, sólo obtienen un poco de alegría de la concreta impresión de sentirse verdaderamente útiles.
De manera que, gracias a la sabiduría del Maestro y a su profundo conocimiento del espíritu humano, al final pudimos partir aquella misma noche de regreso a nuestro edén; en sus brazos viajaba la niña, que no se había despertado ni un solo momento, y en los míos, un tanto adormecida a causa del somnífero que le pedimos que tomara y bastante tranquila después de todo, mi dulce y adorada Gracia.
Por último, un día como cualquier otro, a las cinco en punto de la tarde, llegó por fin el aviso de la Base de que podíamos abordarla cuando quisiéramos.
Todavía no habíamos conseguido decidir cómo llevaríamos a cabo el traslado del poblado y, para poder zanjar aquel asunto, era muy urgente examinar las naves que quedaban en la Base, por lo que nos aprestamos a subir sin demora.
La cuestión del traslado de la gente estaba resultando un tanto complicada; desde muchos puntos de vista, una nave parecía lo más aconsejable, pero ninguno de nosotros estaba seguro de ser capaz de pilotarla con un mínimo de solvencia, lo cual podía llegar a resultar decisivo caso de ser avistados o atacados por alguna de las defensas antiaéreas de la Tierra, incluidos ciertos aviones de combate muy temibles.
El transporte ordinario, por otra parte, ralentizaría considerablemente la maniobra porque nos obligaría a subir en grupos de cuatro, como máximo, pero en muchos sentidos sería más seguro, aun cuando, eventualmente, pudiera resultar doloroso para los más mayores.
Enfrascados en este peliagudo dilema, a duras penas fuimos conscientes de la emoción que nos embargaba, en especial al Maestro, que llevaba ausente más de cincuenta años, hasta el preciso momento en que estuvimos dentro del trasporte y empezó el ascenso.
Ambos nos preguntábamos qué efecto nos produciría aquella vieja Base que había sido como una patria diminuta, ahora que estaba completamente vacía. Justo un poco antes de penetrar en el último hangar comprendimos que nunca lo sabríamos, pero era demasiado tarde: la contaminación, gravísima, se había producido ya.
En efecto, la Base no estaba vacía en absoluto: todos sin excepción se encontraban allí; sólo faltaban los muertos. Por lo visto, aquel tiempo que habían solicitado en su comunicación no era el que necesitaban para irse, sino el que les hacía falta para volver. Y no nos lo habían dicho para protegernos: para impedir que a la postre nos negáramos a subir.
En aquel momento, mientras la totalidad de la Base permanecía desvanecida a causa de la contaminación, yo me sentía tan atrozmente culpable que me parecía que me iba a morir. Entonces el Maestro me abrazó y me dijo que no me apenara por nuestros compañeros ni tampoco por los muertos que vendrían; que guardara toda mi compasión para los que, desde el mismo instante en que la Tierra fuera destruida, tendrían que vivir para siempre con el peso de aquel genocidio en su conciencia.
Una vez que todo el mundo se hubo restablecido, los habitantes del poblado fueron trasladados a la Base sin problemas, en una nave mediana comandada por pilotos de primera.
Y yo diría que al final ha resultado que el Maestro tenía razón: no sólo no nos sentimos desdichados sino que, en cierto sentido, somos mucho más felices; la Base rebosa de vida por todos sus rincones; uno de los almacenes vacíos ha sido transformado en oratorio; otro en escuela de música; y muy al contrario de lo que hubiera cabido esperar, la convivencia es fácil y tranquila.
Ahora todos nuestros esfuerzos se centran en tratar de llegar a tiempo a una determinada latitud, más allá de la cual, hasta cierto punto, es razonable suponer que la explosión ya no nos destruirá sino que nos impulsará hacia adelante.
Sin embargo, el Maestro se muere de miedo; permanece horas y horas en el mirador escrutando el espacio. Todos en la Base perciben su angustia y le compadecen; hasta el pequeño yekuana que siempre le acompaña se ha dado cuenta de lo que pasa y de vez en cuando le coge de la mano y se la aprieta con fuerza. Ayer, con toda la convicción de sus nueve años, le dijo suavemente:
—No temas nada; Wanadi nos ayudará.
Y yo estuve totalmente de acuerdo con él: está en lo cierto; así es. No sé cómo se llama el Dios que nos ayuda, pero ya no tengo ninguna duda de que a su manera sigue aquí, con nosotros, observándonos fijamente desde algún otro mirador.
OLGA GUIRAO, (Barcelona, 1956) se licenció en derecho en la Universidad Central de esta misma ciudad. Su debut literario tuvo lugar con Mi querido Sebastián, novela con la que quedó finalista del Premio Herralde de 1992. Desde entonces ha publicado Adversarios Admirables (Anagrama, 1996), traducida al holandés y al danés, y Carta con diez años de retraso (Espasa, 2002); con todas ellas ha cosechado el elogio unánime de la crítica. La llamada supone su primera incursión en el campo de la ciencia ficción.
[1]
Cita del conocido monólogo de Hamlet, príncipe de Dinamarca, de William Shakespeare, con la que se alude a la muerte.
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[2]
Referencia a los últimos versos de
El cuervo,
de Edgar A. Poe, que concluye así, en la traducción de Editorial Aguilar, 1958:
«El cuervo, inmóvil, sigue aún posado /
sobre el pálido busto de Atenea, /
encima de la puerta de mi estancia; /
sus ojos son los de un demonio que sueña. /
La luz sobre él mi lámpara derrama /
proyectando su sombra por el suelo. /
Y mi alma fuera de esa flotante sombra, /
¡nunca más se alzará!»
En Barcelona, a 27 de marzo.
[3]
Vivienda propia de los piaroas y otras comunidades indígenas.
<<
[4]
Variante yekuana de chamán.
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[5]
Dios supremo en la mitología yekuana.
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[6]
Tipo de pan que se obtiene de la yuca venenosa.
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