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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Intriga

La llave del destino (25 page)

BOOK: La llave del destino
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Cueva de Ruac, 30000 AP

T
al había empezado a llamar al líquido rojo «Agua del Cielo».

Nadie podía decir que un hombre debía volar. Pero después de beber el Agua del Cielo nadie podía decir dónde acababa el hombre y empezaba el pájaro.

¿Cuántas veces había mirado a los pájaros en pleno vuelo y se había preguntado qué veían y qué sentían?

Ahora lo sabía.

El miedo dio paso rápidamente a la euforia y a una sensación de poder abrumador.

El poder de surcar el cielo gracias al viento, de alcanzar a ver grandes distancias, de sentir más intensamente, el poder de entender.

Al finalizar sus viajes siempre volvía al lugar donde habían empezado, junto a la hoguera. Estaba convencido de que había vivido aventuras extraordinarias, que abarcaban un gran margen de tiempo y una gran distancia, pero los suyos insistían en que su cuerpo no se había movido del sitio, a pesar de que había estado inquieto, no había parado de agitar brazos y piernas y no había dejado de murmurar cosas extrañas; pero por lo demás no se había movido del sitio. Y todo el mundo aprendió a enfrentarse a las secuelas, a una etapa de gran alteración que llamaban la Ira de Tal.

La preocupación y los nervios se habían extendido por el clan durante su primer viaje por los cielos. El destino de Tal quedó fijado por la muerte de su hermano. Su padre estaba cada día más débil y la existencia del clan del Bisonte dependía de su capacidad para estar a la altura de su cargo y liderarlos hacia el futuro.

Su insistencia en probar el líquido rojo se convirtió en un tema de agrio debate. Tal había argumentado que habían obligado a Gos a beber el líquido para mostrarle al clan el camino que debía tomar. Un plan imponente se estaba desplegando ante sus ojos. En primer lugar, el padre de Tal había enfermado y se encontraba muy débil por culpa del accidente que había sufrido. Luego el bisonte sagrado había matado a Nago. Entonces, Gos bebió el poderoso líquido que Tal había preparado para curar a Nago.

No eran hechos inconexos.

Tal sostenía que debía aprender de las enseñanzas del líquido para volar. Cuando su padre falleciera, se convertiría en el audaz jefe del clan.

Los ancianos le aconsejaban lo contrario. Si Tal moría, ¿qué sería del clan? El riesgo era demasiado grande. El mundo era un lugar peligroso. El pueblo de la Sombra merodeaba por los bosques.

Al final, el padre de Tal tomó la decisión, quizá la última. Físicamente se sentía muy débil, pero su mente aún era lo bastante fuerte.

Tal podía emprender su búsqueda.

La primera vez que Tal tomó Agua del Cielo, Uboas le dijo que ella se quedaría a su lado y despierta hasta que él volviera. Bien entrada la noche, le acarició el pelo, intentó responder a sus sonidos guturales y le tocó los labios secos con los dedos humedecidos en agua.

Cuando por fin recuperó el conocimiento, al rayar el alba, los de Uboas fueron los primeros ojos humanos que vio.

Estiró la mano para acariciarle la cara y ella le preguntó dónde había estado y qué había visto.

Y esto es lo que Tal le contó.

Sintió que su cuerpo se transformaba. En primer lugar sus manos se convirtieron en garras y luego se le estiró la cara hasta formar un pico. Después de aletear unas cuantas veces se alzó en el aire, sobrevoló la hoguera lentamente, observando a su propia gente, volando en círculos, acostumbrándose a ladear el cuerpo para girar. El silbido del viento y su forma de volar, tan natural y sin apenas esfuerzo, lo sumieron en un estado de euforia. ¿Era el primero del clan que experimentaba esas sensaciones, el primer hombre?

Vio a lo lejos unos caballos negros que pastaban en la sabana y voló hacia ellos, atraído por su elegancia y su fuerza. Se lanzó en picado sobre su lomo ancho y ondulado, y los hizo galopar y sudar. Voló entre ellos, a la altura de sus ojos, a la misma velocidad. Por supuesto que había visto caballos antes. Se había acercado con sigilo hasta ellos, les había clavado una lanza en el costado y derramado su sangre. Había comido su carne, había vestido su piel. Pero nunca los había visto de verdad. Al menos de aquel modo.

Tenían unos ojos castaños enormes y cristalinos como charcos en torno a piedras oscuras tras una tormenta. No había miedo en esos ojos, sino una fuerza vital poderosa como no la había visto jamás. Vio su propio reflejo en aquellos globos pardos: los hombros y los brazos de un hombre, la cabeza de un águila. Entonces vio más allá de su reflejo y atisbó el corazón del animal. Sintió su libertad y su abandono salvaje. Sintió su fuerza vital, su determinación por sobrevivir.

Sintió algo en las entrañas y bajó la mirada. Tenía una gran erección, estaba listo para aparearse. Jamás se había sentido tan vivo.

Arqueó el cuello y se alzó hacia el cielo, dejando a los caballos atrás. Sus ojos de águila repararon en algo. En el horizonte. Una masa oscura que se movía.

Se ladeó y surcó el aire, cruzó el río y se dirigió hacia la vasta llanura.

Bisontes.

Una inmensa manada, jamás había visto otra igual, que se movía como un todo y hacía tronar la tierra con la fuerza de su estampida. ¿Le dejarían introducirse entre ellos?

Agachó la cabeza y se lanzó en picado hasta casi rozar el suelo, siguiéndolos, intentando darles alcance. Grupas y colas hasta donde alcanzaba la vista. El estruendo de los cascos al galope se apoderó de sus oídos.

Entonces se abrieron.

Lo dejaron entrar.

Un bisonte a la derecha, un bisonte a la izquierda, agitó los brazos con ímpetu hasta que alcanzó a los animales que dirigían a la manada, dos machos enormes con la cabeza del tamaño de una roca y unos cuernos largos como el antebrazo de un hombre.

Mientras que los ojos del caballo reflejaban libertad y energía, los ojos negros del bisonte rebosaban sabiduría. Tal hablaba con ellos, no con palabras sino con un lenguaje más poderoso. Él era ellos, ellos eran él. Los bisontes le hablaban de sus antepasados y sus costumbres antiguas. Él les hablaba de su amor y su veneración. Les dijo que era Tal, del clan del Bisonte.

Los animales lo honraron dejándolo correr con ellos. A cambio, le exigieron que los honrara.

Después de que Tal le contara todo a Uboas se quedó dormido, pero cuando despertó al cabo de poco rezumaba un humor más lúgubre que la noche. Le gritó a Uboas que lo dejara solo. Se quitó las pieles. Chillaba, cegado por la furia, maldecía la noche, exigía que saliera el sol. Cuando el clan se despertó a causa de sus gritos y uno de sus primos se le acercó para calmarlo, atacó al joven e intentó estrangularlo antes de que los demás hombres lo separaran y lo sujetaran.

A Uboas la aterrorizó su mirada furibunda, pero a pesar de todo acudió a su lado y le frotó los hombros mientras Tal intentaba zafarse de los hombres que lo sujetaban con todas sus fuerzas.

Cuando por fin se aplacó la rabia y volvió a ser el de siempre, los hombres lo soltaron con cautela. Hablando entre sí, regresaron a sus pieles. Uboas se quedó a su lado, abrazada a su cuerpo, ya calmo, hasta el amanecer.

Después de esa primera experiencia, la mente de Tal se mostró más activa que nunca. Abordó su compromiso con el clan del Bisonte con una actividad desenfrenada. Su determinación se convirtió en una fuente de respeto reverencial e inspiración. Era casi como si estuviera encarnando el papel de jefe del clan ante los propios ojos de los demás miembros. La ira que había mostrado tras esa primera experiencia los había asustado, pero también sabían que un jefe debía ser temible. El mundo era peligroso y necesitaban a un guerrero.

Tal se convirtió en una fuente de actividad, más frenética incluso de lo habitual. Un día dirigió la montería y cazó un buen ejemplar de ciervo macho con una única lanza. Al día siguiente se fue solo a recolectar plantas. Al otro se dedicó a afilar lascas de sílex y enseñó a Uboas a cortar las hierbas y machacar las bayas; luego colocó el cuenco de piedra de su madre sobre las brasas de la hoguera hasta que el líquido rojo empezó a burbujear y se convirtió en Agua del Cielo.

Tal sentía una atracción especial por el lugar mágico que había descubierto cuando escaló los acantilados para estar en comunión con sus antepasados: la cueva de Tal. Uboas lo acompañó, para vigilarlo y que no se hiciera daño. En la entrada de la cueva, Tal encendió una hoguera y ambos se sentaron en silencio mientras la noche cubría el valle. Luego le pidió que lo dejara solo cuando empezara el arrebato de ira.

A continuación, emprendió el vuelo.

Ella permaneció a su lado para vigilarlo y más tarde tembló, cuando Tal fue presa del ataque de furia y se adentró en la negra cueva gritando para que sus antepasados se revelaran ante él.

A la mañana siguiente, Uboas le dio pedazos de tripa de ciervo, asada en la hoguera y llena de la hierba aplastada que había sido la última comida del animal. Tal le habló del vuelo y de las criaturas que había conocido como mitad hombre, mitad pájaro. Cuando hubo comido su parte, se levantó y caminó por la entrada de la cueva hasta que sus piernas volvieron a recuperar la fuerza y la robustez habituales.

La pálidas paredes de piedra de la cueva, en esa zona más exterior que iluminaba el sol de la mañana, lo cegaron. Tan solo unos pasos más adentro todo era oscuro. Pensó en su viaje. Había estado de nuevo con los bisontes. Y los caballos. Y el ciervo. Y los osos. Ante sus ojos, en las paredes de la cueva, vio las imágenes que habían visto sus ojos de águila, esos animales en todo su esplendor y toda su fuerza. Le exigían respeto. El bisonte le exigía su honor.

Se precipitó hacia la hoguera y cogió una rama que había ardido y tenía el extremo negro. Mientras Uboas lo observaba, regresó a la pared soleada y empezó a dibujar una línea larga y curva, a la altura de los ojos, en paralelo al suelo. La línea de carbón era delgada y poco consistente; el resultado no le pareció agradable a la vista, no era mejor que los contornos que había dibujado junto a la rodilla de su madre. Se lamentó en voz alta. En un arranque de inspiración, echó en el cuenco de piedra el Agua del Cielo que quedaba y añadió un trozo de grasa de ciervo. Cogió otra rama con el extremo muy quemado y removió la grasa hasta que formó una masa negra. Entonces trazó de nuevo la línea ondulada, y esta vez quedó negra y gruesa y se adhirió a la perfección a la superficie de la roca.

Trabajó en silencio durante casi toda la mañana, untando las ramas en la grasa y pintando a partes iguales con la mano y con el corazón. Cuando acabó, gruñó y le pidió a su compañera que acudiera junto a él.

Uboas dio un grito ahogado cuando lo vio todo. Un caballo perfecto, tan real y precioso como cualquier otra criatura viva. Corría a galope tendido, con la boca abierta inspirando aire y las orejas erguidas hacia delante. Tal le había dibujado una crin tupida que parecía tan real que Uboas estuvo a punto de acariciarla para sentir su tacto sedoso. Tenía un ojo ovalado que era muy cautivador, con un disco negro en el centro, un ojo penetrante que todo lo sabía. Era la forma inanimada más bella que había visto jamás.

Rompió a llorar.

Tal le preguntó qué le sucedía y ella se lo explicó. Estaba conmovida por la magnificencia de su obra, pero también sentía miedo.

¿De qué?

Del nuevo poder que poseía Tal. Era un hombre distinto del que había conocido. El Agua del Cielo lo había transformado en un mediador con el mundo de los espíritus y los antepasados, en un chamán. El viejo Tal había desaparecido, quizá para siempre. Ahora Uboas le tenía miedo. Y su verdadero temor estalló en un géiser de lágrimas. ¿Aún la querría como compañera? ¿Aún la amaría?

Tal le dio su respuesta. Sí.

Cuando el padre de Tal murió, no era más que un saco de huesos. Lo llevaron a un lugar sagrado, un tramo del río donde la hierba alta y los juncos se inclinaban hacia el agua, un lugar al que había acudido en varias ocasiones a lo largo de su vida para escuchar la voz del agua. Dejaron el cuerpo sobre la pendiente. Desde lo lejos, Tal miró hacia atrás una última vez. Parecía que el anciano descansaba. Si regresaba al cabo de un día solo encontraría huesos. Al cabo de tres, nada.

El ascenso de Tal se hizo efectivo de forma natural. No se celebró ninguna ceremonia, nadie tomó la palabra. No formaba parte de sus costumbres. Si algún miembro del clan albergaba dudas sobre la capacidad de Tal para dirigirlos, quizá habría habido algún cuchicheo, pero los ancianos que recordaban al abuelo de Tal, y la única alma marchita que recordaba al bisabuelo, estaban de acuerdo en que Tal sería un jefe fuerte. Sí, era joven pero era un sanador y un hombre capaz de volar y de entrar en contacto con el mundo natural y el reino de los antepasados. Y todos temían la Ira de Tal, ese momento en que se mostraba intratable y actuaba con una malevolencia violenta. Además, corría el rumor de que existía una cueva mágica en los acantilados que solo Tal y su nueva compañera, Uboas, habían visto.

Un día, Tal anunció que iban a subir hasta los acantilados para que vieran en qué había estado ocupado en los últimos tiempos. Aunque hacía buen tiempo, avanzaron con lentitud, ya que los miembros mayores del clan tenían que caminar con bastón y Uboas llevaba un bebé en su abultado vientre. Cuando llegaron, el sol se encontraba en lo más alto y los rayos se reflejaban en el río. Tal encendió una hoguera en la cornisa y prendió una antorcha embadurnada con grasa de oso para que ardiera lentamente y les proporcionara una buena llama.

Entró en la cueva y el resto del clan lo siguió.

La luz de la antorcha difuminó la transición de la luz a la oscuridad. Envueltos por el susurro del resplandor, su gente se quedó atónita. Una joven mujer chilló asustada porque creía que iba a ser aplastada por los caballos que tenía a la izquierda y los bisontes de la derecha. Un niño se mareó al ver un toro enorme que flotaba sobre su cabeza y se puso a dar saltos para asegurarse de que su madre veía lo mismo que él.

Tal había trabajado a destajo para preparar el lugar. Con la bendición de su padre, había tomado a Uboas como compañera y ambos habían adquirido una feliz rutina. Cuando él no estaba cazando o pescando o resolviendo disputas entre miembros del clan, preparaba Agua del Cielo y subía a la cueva con el brebaje. Bebía el líquido rojo y ácido, pasaba la noche perdido en su mundo de sueños y cuando regresaba junto a su compañera, con energías renovadas y viril, con la pelvis dolorida, yacía con Uboas en la piel de bisonte de su padre sobre el suelo de la cueva y la embestía con las caderas hasta que ambos quedaban exhaustos. Después de dormir, se enfurecía como un animal salvaje, hasta que se quedaba sin fuerzas y agotado tras el demoníaco esfuerzo.

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