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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Intriga

La llave del destino (26 page)

BOOK: La llave del destino
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Luego volvía a ser él mismo, purificado, y dibujaba.

Recordando uno de sus pasatiempos infantiles, en el que mezclaba pigmentos de rocas machacadas y arcillas, había realizado unas pinturas de una intensidad maravillosa que, mediante el método de prueba y error, había adaptado para que se adhirieran a las frías y húmedas paredes.

No bastaba con dibujar los perfiles de los animales como se había hecho en el pasado. Él los veía con colores vívidos y así era como quería reflejarlos. Elegía los lugares a la luz de las lámparas, que eran una invención nacida de su mente. Utilizó su destreza como escultor de roca para tallar una lámpara de piedra caliza poco profunda en forma de cazo, donde ponía pedazos de grasa de oso mezclados con ramitas de enebro; cuando les prendía fuego creaban una llama amarilla que ardía lentamente y que Uboas sostenía para que él pudiera trabajar.

Tal también tenía en cuenta la topografía de la pared. Si un bulto le recordaba la grupa de un caballo, dibujaba una grupa. Si una hendidura le recordaba el ojo de una criatura, ahí ponía el ojo. Y siempre le gustaba ver el efecto que causaba la luz de la lámpara en la superficie de la roca. Le encantaba la sensación de movimiento que podía conseguir con el juego de las luces y las sombras.

Dibujaba los perfiles de los animales con grasa y carbón o un poco de manganeso, pero su deseo de reflejar los verdaderos colores de los animales lo llevaba a concebir formas de aplicar ocres y arcillas en las paredes de modo que cubrieran las superficies de manera realista. Cuando no lograba producir el efecto que buscaba al difuminar los pigmentos con las manos, concebía una solución radical basada en su convencimiento de que, a través de sus visiones, su misión consistía en infundir vida a las paredes de la cueva.

Infundir.

La primera vez que lo intentó, Uboas trató de detenerlo: creía que se había vuelto loco. En un cuenco de piedra, Tal mezcló ocres y arcilla y añadió agua y saliva para crear una especie de lodo líquido que posteriormente se llevó a la boca. Mascó la masa, haciéndola pasar de una mejilla a otra y, cuando tuvo la consistencia adecuada, frunció los labios, se situó a poca distancia de la pared y escupió el fango en una lluvia de gotas, utilizando la mano a modo de plantilla para que la pintura se ajustara a su contorno. Cuando quería dar textura y cuerpo a la piel del animal, tuvo la inspiración de escupir la pintura a través de un agujero realizado en el cuero para hacer puntos. Era un trabajo lento y meticuloso, pero se sentía feliz incluso cuando Uboas se reía de su lengua roja o de sus labios negros.

Los miembros del clan susurraban y murmuraban mientras Tal les mostraba una pintura tras otra, una pared tras otra. Los animales tenían la vitalidad y el color de los animales que todos conocían tan bien. Los caballos eran negros y moteados; los bisontes, teñidos de tonos negros, rojos y marrones; el toro gigante, negro como la noche.

Tal sostenía la lámpara con la mano izquierda, se llevó la derecha al corazón con orgullo y anunció que aquello solo era el principio de un largo viaje para el clan del Bisonte. La cueva era muy grande, tan larga que resultaba inconcebible para ellos, y más oscura y fría que cualquier otro lugar del mundo. Les dijo que era un regalo de los antepasados y del mundo de los espíritus para él, y como jefe del clan era un regalo que les hacía a ellos, para que lo convirtieran en su lugar sagrado. Tenía la intención de seguir pintando los animales importantes mientras pudiera respirar. Y quería enseñar a los jóvenes. A partir de entonces, su paso a la edad adulta tendría lugar en la cueva. Los chicos beberían Agua del Cielo para vagar libremente entre las criaturas de la tierra y aprender de ellas. Tal les enseñaría a pintar lo que vieran. Aquel sería el lugar más sagrado del mundo y solo pertenecería al clan del Bisonte.

Los ancianos asintieron en un gesto de aprobación y los demás se mostraron conformes. Sin duda, amaban al padre de Tal, pero su hijo era un líder como no habían tenido en la larga historia del clan.

Tal y Uboas fueron los últimos en salir. Cuando Tal estaba a punto de apagar la lámpara con un puñado de tierra, Uboas metió la mano en la escarcela que colgaba de su cinturón de pelo de caballo y sacó algo con los dedos. Se lo dio a Tal. Era un pequeño bisonte tallado en marfil, en un colmillo del bisonte que había matado a su hermano. Tal acercó la lámpara para examinar la estatuilla. Puso su gran mano sobre la cabeza de Uboas y la dejó reposar en un gesto de ternura hasta que ella se echó a reír y le dijo que los mayores podían caer al vacío si no los ayudaban.

Los miembros del clan se fueron repartiendo por la cornisa a la espera de que saliera Tal. El nuevo líder parpadeó por culpa de la deslumbrante luz del sol y esperó un instante a recuperar la vista. De repente el chico, Gos, empezó a señalar hacia el valle, más allá del río. Tal vio unas formas en movimiento, pequeñas como hormigas, pero de dos patas. Una tribu avanzaba por la sabana acechando a una manada de ciervos que, al parecer, no eran conscientes de su presencia.

Las diminutas figuras debieron de ver o percibir algo, porque uno de ellos apuntó con la lanza hacia los acantilados. Por lo que pudo ver Tal, toda la tribu, alrededor de unos diez hombres, empezaron a señalar con las lanzas y a saltar como pulgas. Aunque se encontraban demasiado lejos para oírlos, debían de gritar, porque los ciervos huyeron rápidamente, y ellos también echaron a correr hacia el bosque verde.

Uno de los miembros más jóvenes del clan del Bisonte, un cazador exaltado, el mejor lanzador de jabalina después de Tal, empezó a proferir el grito de guerra. Los ciervos pertenecían al clan. Debían expulsar a los intrusos de una vez por todas.

Tal asintió aunque les dijo que estaban demasiado lejos para emprender alguna acción; pero en el fondo se alegraba. Era un día de compromiso espiritual. Ya tendrían tiempo para preocuparse del pueblo de la Sombra.

Pasaron muchos años.

Cuando no tenía que cazar, sanar o ayudar a su clan, Tal se iba a la cueva, a volar y pintar. Y dos veces al año, antes de la caza del bisonte, reunía a los chicos que habían alcanzado la edad adulta. Ahí, en el resplandor amarillo de las lámparas de enebro, el clan se reunía en la sala de la Caza del Bisonte, el mítico mural de Tal que abarcaba dos paredes, en el que un ser medio hombre y medio pájaro sobresalía con el pico abierto entre una manada de bisontes al galope, y el animal elegido era derribado con una jabalina, destripado. Los chicos cantaban una oración en honor de los antepasados. Les suplicaban con sus voces dulces y agudas que atendieran sus deseos, y el clan, asumiendo el papel de los ancestros, respondía con voces graves y lejanas.

A continuación Tal ofrecía un trago de Agua del Cielo a los chicos, y el clan los vigilaba cantando hasta que eran capaces de tenerse en pie y seguir a Tal, en una especie de trance, que los conducía a los confines más profundos de la cueva, más allá de leones, osos y ciervos, todos magníficos y de colores brillantes, y de un mamut lanudo. Los chicos miraban con asombro y por el fuego de sus ojos Tal sabía que estaban volando junto con las criaturas, lo suficientemente cerca para sentir el calor de los cuerpos, para fundirse con sus almas. La cueva desaparecía, las paredes desaparecían, los chicos las atravesaban como un hombre que cruza una pared de agua que conduce a un lugar al otro lado de la cascada. Y luego, cuando sus visiones se convertían en ira, proferían aullidos, unos a otros, y se peleaban durante un rato, pero los ancianos siempre evitaban que se lastimaran.

Uboas dio a luz a dos bebés, ambos niños, y luego, a pesar de los deseos de Tal de engendrar una numerosa prole, se quedó estéril. Por más que apelaron a sus ancestros, el vientre de Uboas no volvió a ser fértil. Sin embargo, ambos hijos lograron sobrevivir a la infancia y crecieron fuertes y sanos. No hubo mayores momentos de orgullo en la vida de Tal que cuando inició a sus hijos en la edad adulta y los llevó a la cueva por primera vez. El mayor de ellos, Mem, era sin lugar a dudas su favorito, y le transmitió sus enseñanzas del mismo modo que una mujer se desvive por saciar a un recién nacido con su leche. El chico se convirtió en chamán, en el siguiente jefe del clan.

Mem aprendía con rapidez y demostró estar a la altura de su padre como pintor. Trabajaron juntos, codo con codo, pintando bellas criaturas con la boca. Día a día, mes a mes, padre e hijo fueron construyendo plataformas con ramas y enredaderas, y se subieron a ellas para alcanzar las paredes más altas y los techos, una sala tras otra.

Un día, al principio de su período de aprendizaje, el chico cometió un error. Estaba escupiendo un ocre rojo contra su mano estirada, utilizando el ángulo entre el pulgar y la muñeca para trazar la suave curva de la pata posterior de un ciervo. Se distrajo un instante por culpa de la inestabilidad de la plataforma vegetal y, en lugar de escupir la pintura contra la pared, la mayor parte acabó en el dorso de la mano y la tiñó de un rojo anaranjado. Cuando apartó la mano de la pared quedó un estarcido perfecto de la palma y los dedos separados. El chico se estremeció, esperando la reprimenda de su padre, pero en lugar de eso Tal se mostró encantado. Creyó que la mano estarcida era maravillosa y se apresuró a probar la técnica él mismo.

La primera mano se convirtió en dos y con el paso del tiempo la cueva se llenó de manos estarcidas, felices marcas de humanidad y del orgullo de un padre hacia su hijo.

Muchos años más tarde, después de que Tal hubiera descubierto los cristales de malaquita y aprendiera a molerlos para convertirlos en pigmento verde, Mem y su hermano acompañaron a su padre hasta la última sala. Recorrieron un túnel estrecho y natural a rastras, y entraron en la parte de la cueva que Tal había reservado desde hacía mucho tiempo para convertirla en su santuario, el más sagrado de los lugares, donde pintarían las imágenes de las plantas que les permitían volar y conectar con el mundo de los espíritus.

Y entre las plantas, Tal pintó al hombre pájaro a tamaño natural; su espíritu volador, su otro yo.

Capítulo 24

Martes

L
uc llamó a Sara una, dos y tres veces, y luego lo intentó de nuevo aproximadamente cada hora. Le saturó el móvil de mensajes. Consiguió el número de su casa de Londres gracias al servicio de información telefónica y probó suerte también con el fijo. La llamó al despacho. Cuando se cansó de dejar mensajes, empezó a colgar al oír el «bip».

Había vuelto a su piso de Burdeos, un pequeño apartamento de soltero en un gran edificio, a pocos minutos del campus. Estaba luchando contra un mar agitado de emociones turbias, y a duras penas lograba mantener la cabeza sobre el agua.

Ira. Frustración. Pena. Anhelo.

Luc no era el tipo de hombre al que le gustaba recrearse en sus sentimientos, pero no podía evitarlo. Era como si le golpearan en la cabeza, como si estuvieran golpeándole en el estómago, como si lo obligaran a golpear los muebles, a gritar sobre una almohada, a reprimir la necesidad de llorar.

No respondió a ninguna llamada. Si no reconocía el número, dejaba que el teléfono sonara. Los periodistas, incluido Gérard Girot de
Le Monde
, no paraban de llamarlo, pero el ministerio le había impedido realizar declaraciones; el encargado de hablar con la prensa era Marc Abenheim.

¿Con quién podía hablar si no era con Sara?

Habría llamado a Hugo, pero estaba muerto.

Habría quedado con Jeremy y Pierre para tomar una cerveza, pero estaban muertos.

No tenía ninguna mujer a la que recurrir. Todas sus relaciones habían finalizado.

El cabrón de su padre estaba muerto.

Su madre se encontraba en otro mundo, tanto en sentido geográfico como neurológico, ya que sufría las primeras acometidas del Alzheimer; ¿de qué serviría angustiarla? Además, quizá tendría la mala suerte de que se pusiera al teléfono el dermatólogo.

Eso significaba que Sara era la única opción. ¿Por qué no cogía el teléfono ni respondía a los mensajes de texto ni de correo electrónico? La había dejado en el infierno del hospital de Nuffield, presa del pánico, sin ser consciente de sus necesidades. «Ha habido una emergencia», y se fue. En sus mensajes aludió a la crisis. Se había publicado todo en los periódicos. Estaba convencido de que otros miembros del equipo se habrían puesto en contacto con ella. Tenía que saberlo.

¿Dónde estaba?

No le gustaba beber solo, pero a lo largo de la tarde dio buena cuenta de una botella de ron haitiano que había sobrado de una fiesta. Con la mente enturbiada por el alcohol, llegó a la siguiente conclusión: Sara no quería saber nada más de él. No era solo que no le hiciera caso, era algo más tajante y definitivo. El puente se había quemado y solo quedaban los cimientos. A Sara siempre le sucedían desgracias cuando él andaba cerca. Le había hecho daño una vez. Seguramente a ella le dolía que la hubiera dejado tirada en Cambridge. Era un tipo tóxico. Los coches se precipitaban hacia él. Sus allegados morían. La próxima vez que volviera a tener noticias de ella sería mediante un mensaje de correo electrónico con un informe adjunto sobre sus descubrimientos respecto al polen de Ruac, firmado con un: «Saludos, Sara». O quizá ni tan siquiera eso. Tal vez Abenheim ya se había puesto en contacto con ella y le había dicho que a partir de ese momento solo se comunicara con él. Quizá le había prohibido hablar con Luc.

Abenheim podía irse al infierno. La de Ruac era su cueva.

Se dio un baño y mientras estaba en el agua intentó no cerrar los ojos porque siempre que lo hacía veía los cuerpos tirados en la oficina, o el cadáver de Hugo, aplastado en el coche, o el de Zvi, destrozado junto a la orilla del río. Cerró las manos con fuerza y se dio cuenta de que la derecha había mejorado, estaba menos roja y no le dolía tanto. No le importaba demasiado, pero había seguido tomando las pastillas que le había recetado la doctora asiática. El teléfono sonó unas cuantas veces. No contestó.

Envuelto en una toalla, escuchó su propia voz en los mensajes. Uno era de Gérard Girot de nuevo, que le pedía una declaración urgente. El siguiente era del padre de Pierre, que llamaba desde París.

Capítulo 25

Miércoles

L
uc solo tenía un traje, y por suerte era oscuro, adecuado para los funerales.

Tuvo que asistir a dos funerales de forma consecutiva: al de Jeremy en Manchester y al de Pierre en París.

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