“La llave maestra”, susurra Felipe II en su lecho de muerte, aferrándose a un fragmento de pergamino cubierto de misteriosas inscripciones. El pergamino esconde un secreto que se remonta al origen de los tiempos, y el fragmento ha sido descubierto por Raimundo Randa, un singular agente de la temible red de espías del rey. Pero sólo es uno de los doce que componen el mensaje completo. ¿Quién posee los otros once? ¿Qué enigma encierran esos signos incomprensibles? Randa intentará responder a tales preguntas, en una apasionante odisea entre cristianos, judíos y musulmanes.
Cinco siglos después, el inquietante pergamino vuelve a estar en el centro de la historia del mundo. Quien se enfrenta ahora al misterio es un joven criptógrafo, David Calderón, experto en lenguas y claves. El reto desborda todo lo previsible, pues ha de vérselas con un código sin precedentes. Y también él tendrá que desafiar los poderosos intereses de quienes se oponen a que la llave maestra gire, finalmente, en su cerradura, y nos entregue su secreto: la herencia de Babel, el lenguaje del que procede el Universo.
La llave maestra es una novela fascinante en la que Agustín Sánchez Vidal, con gran habilidad narrativa, funde su formidable conocimiento de la historia y las más avanzadas teorías de la información: las que nos hablan de un código único y universal a partir del cual se origina el Todo. Una novela que marcará época en la forma de abordar la ciencia y la historia desde la ficción.
Agustín Sánchez Vidal
La llave maestra
ePUB v1.0
Morlan01.09.12
Título original:
La llave maestra
Agustín Sánchez Vidal, 2005
Editor original: Morlan (v1.0)
ePub base v2.0
Para Ana y sus hermanas,
Cristina y Pilar
Para Carlos Saura
E
l comisario John Bielefeld se sobresaltó al oír su teléfono móvil. Lo vio brillar en la oscuridad, y cuando logró encontrar el interruptor de la luz comprendió que no estaba en su cama, sino en algún hotel. En España. En la ciudad de Antigua. Mientras respondía con voz somnolienta, le asaltaron las ráfagas del viaje desde Nueva York.
Todavía se sobresaltó más al reconocer a su interlocutor, el arzobispo Luigi Presti. Inconfundible, con sus silbantes eses arrastrándose entre dientes:
—Disculpe por despertarle tan temprano, señor Bielefeld, pero tiene que venir enseguida.
El comisario se apretó las sienes con la mano izquierda y recorrió las profundas arrugas de su frente, intentando reaccionar. Una llamada de Presti sólo podía significar problemas graves. Recibía el eufemístico tratamiento oficial de nuncio apostólico con incarichi speciali. Pero todo el mundo lo conocía como «el espía del Papa». El jefe de la policía secreta del Vaticano.
—¿Qué sucede? —acertó a articular.
—Escuche.
Apretó el teléfono contra el pabellón de la oreja, intentando discernir aquellos sonidos que le llegaban en oleadas de interferencias. Y tan escalofriantes que parecían proceder de una terrible agonía.
—¡Dios mío! ¿Desde dónde me llama, monseñor?
—Desde la Plaza Mayor.
—¿Qué es lo que está pasando? ¿De dónde salen esos ruidos?
—De la propia plaza.
—Está bien —aceptó resignado—. Voy para allá.
—Espere un momento. Necesito que me haga un favor. Pase antes por el convento de los Milagros y recoja a Sara Toledano. No venga sin ella.
Así que ése era el verdadero objeto de la llamada. Más problemas. El arzobispo interpretó su silencio como una reticencia. Y añadió con aquel deje de violencia contenida, tan suyo:
—¿Pero es que no se da cuenta, comisario? Está sucediendo exactamente lo que Sara predijo, lo que anda investigando en ese proceso inquisitorial del archivo del convento. ¿Cómo se llama ese individuo del siglo XVI…?
—Raimundo Randa… De acuerdo. Pasaré por el convento, la recogeré, y nos reuniremos con usted en la Plaza Mayor.
—No tarden.
El comisario John Bielefeld miró el reloj mientras trataba de espabilarse. Eran las cinco y media de la madrugada.
Le bastó una breve ducha para reconciliarse con su corpulenta envergadura. A medida que se aproximaba al espejo y se despejaba el vaho, éste le devolvió su rostro de rotundos trazos, nariz aplastada de boxeador, la piel curtida y terrosa, los azules ojos mal dormidos al fondo de unas amplias bolsas. Suspiró, preguntándose qué hacía él tan lejos de casa y tan cerca de un nuevo embrollo.
Recogió sus acreditaciones y salió al pasillo. Mientras esperaba el ascensor se lo pensó mejor, regresó a la habitación, abrió el armario y pulsó la combinación de la pequeña caja fuerte. Apartó los tres sobres numerados que había en su interior, con el nombre de cada destinatario escrito con la picuda e inconfundible letra de Sara Toledano. Y cogió la pistola.
«Tal como vienen las cosas —pensó—, más vale andarse con cuidado».
Cuando salió al vestíbulo del hotel, todo parecía tranquilo. Apretó el paso para no dar explicaciones al agente español que servía de enlace con la delegación americana. Una vez en el patio, rechazó también el concurso del chofer de guardia, que esperaba con un reluciente Mercedes negro. Le pidió las llaves y se dispuso a conducirlo él mismo.
Trataba de evitar testigos incómodos. Los preparativos para las futuras conversaciones de paz entre palestinos e israelíes que iban a celebrarse en Antigua tenían en vilo a toda la ciudad. Sara Toledano sólo parecía una pieza más de aquel complicado engranaje, una simple asesora del presidente de Estados Unidos. Lo bastante importante, sin embargo, como para encomendarle a él su protección. Así es como había tenido que dejar su tranquilo destino en Nueva Jersey. No podía negarse. Su mujer era una vieja amiga de Sara, quien había sugerido su nombre en estos expeditivos términos:
—Si he de soportar a alguien, que sepa al menos con quién me juego los cuartos. Quiero una persona de mi confianza, no un guardaespaldas, un escolta u otros gorilas en la niebla. Todo claro y a la luz del día. Además, John habla bien el español y es católico. Sabrá estar en su sitio. Era un encargo muy bien pagado. Y no carecía de compensaciones. En aquellos últimos días había tenido la oportunidad de conocer mejor a tan singular mujer. Admiraba su integridad y coraje frente a aquella cuadrilla de burócratas de colmillo retorcido enviados por la Casa Blanca para ir planeando la estrategia de su presidente.
A medida que se acercaba a la catedral, sus sospechas no tardaron en confirmarse. Le habían asegurado que siempre había expectación en la ciudad cuando se celebraba la procesión del Corpus Christi. Pero aquel año se estaba superando todo lo conocido. Mucho tenía que ver en ello el Papa, quien iba a presidir el acto, en un gesto que carecía de precedentes. Era un secreto a voces que las medidas de seguridad se estaban reforzando severamente por las amenazas recibidas.
A Bielefeld le parecía que sus jefes guardaban de momento las distancias, como meros observadores: los norteamericanos no querían comprometerse antes de tiempo. Por eso sorprendía la actitud de Sara Toledano. Cualquier otra persona se habría mantenido a la expectativa. Ella, no. Era de las pocas con iniciativa e ideas claras. Parecía guiada por un plan bien meditado. Y eso no gustaba a todo el mundo. En realidad, no le gustaba a nadie.
Redujo la velocidad al aproximarse al convento de los Milagros. Gracias a sus credenciales pudo acceder, sin bajarse del coche, hasta el paseo peatonal flanqueado por escuetos cipreses. Aparcó junto a ellos y se encaminó hacia el pórtico, iluminado por un farolón.
Ni siquiera le dio tiempo a pulsar la campanilla de la portería. Ya le estaban esperando. Al otro lado de la cancela, salió a su encuentro la madre superiora, Teresa de la Cruz. La recordaba dicharachera, muy lejos de la retraída suspicacia que ahora asomaba a sus ojos. Se la veía inquieta. Peor aún: atemorizada. Parecía más achaparrada, como si hubiera encogido.
—Buenos días, madre, vengo a recoger a Sara Toledano.
—Lo sé… Me ha telefoneado monseñor Presti… —la monja balbuceaba buscando las palabras—. El problema es que ha desaparecido. La noticia le cayó como un mazazo.
—¿Está segura?
—La he buscado por todos lados: en su celda, en el archivo… —al observar la desolada expresión del comisario creyó conveniente aclarar—. Durante estos últimos días se quedaba toda la noche revisando los legajos. Según ella, no podía dormir, y estaba investigando algo muy importante.
—Ese proceso inquisitorial, supongo.
—Me temo que sí. Venga por aquí.
La superiora le condujo hasta la celda donde se alojaba Sara. Un dormitorio espacioso, que aún olía a pintura reciente y a apresurados arreglos para hospedar a una visitante recomendada. Bielefeld examinó el lugar con un rápido vistazo y reparó en el ordenador portátil que había sobre la mesa, junto a algunas carpetas, cuidadosamente ordenadas. Entre ellas destacaba una en la que podía leerse con grandes letras rojas: «Proceso a RAIMUNDO RANDA».
—Madre Teresa, ¿echa usted algo de menos? ¿Nota algo raro?
—Creo que todo está como solía.
—¿Cuándo vio a Sara por última vez?
Ayer por la mañana. Luego ya no vino a comer. Algo normal cuando tenía cosas que hacer por la ciudad —aclaró—. Pero es que tampoco vino a cenar. Y eso no había sucedido nunca.
—Si hubiese salido, me habría avisado —dijo Bielefeld, añadiendo para su coleto: «A no ser que llevara algún secreto entre manos». Luego preguntó, en voz alta—: ¿Es posible entrar y salir sin el control de la hermana portera?
—Por la iglesia, durante la misa de la mañana. Se abre al público.
—¿Y ha dejado algo, una nota, algún papel…?
La monja negó con la cabeza. Ambos guardaron silencio hasta alcanzar la puerta del convento. Una vez allí, el comisario preguntó:
—¿Quién más lo sabe?
—Sólo usted. Aunque tendré que decírselo ahora mismo a monseñor Presti.
—No lo comente con nadie más —se despidió.
Todos los accesos a la Plaza Mayor estaban interceptados por excepcionales medidas de seguridad. Cuando logró acceder al recinto se sorprendió al comprobar que habían cesado los angustiosos ruidos escuchados a través del teléfono. A lo lejos, por entre el tablado de la ceremonia y la tribuna de invitados, pudo ver al arzobispo Luigi Presti, que despedía a las autoridades. El alcalde y el delegado del Ministerio del Interior se retiraban dejando tras ellos un pequeño retén de funcionarios, entre los que alcanzó a reconocer al inspector Gutiérrez.
Le temía. Era un hombrecillo premioso y ceniciento, al que sus conocidos solían dejar con la palabra en la boca, por su inveterada costumbre de intentar explicar hasta los más nimios detalles. Todo en él infligía cansancio: su atribulada calva y adormilados párpados, sobre unos ojillos desenfocados, los labios exangües y anémicos, sólo interrumpidos por un menesteroso bigote, a juego con sus esfumados rasgos. Rezó por que no se lo hubieran endosado, convirtiéndolo en su interlocutor.
Como si le adivinase el pensamiento, el inspector vino hasta él acompañado de un elegante anciano de barba blanca, que corregía su leve cojera apoyándose en un bastón. Se lo presentó: