La llave maestra (8 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

BOOK: La llave maestra
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—¿Se encuentra bien? —se interesó Bielefeld.

Asintió lentamente, moviendo la cabeza de un modo mecánico. Le costó reaccionar, e intentó ganar tiempo palpando aquel soporte entre las yemas de los dedos, tanteando su textura de finísima piel.

—Ahora comprendo por qué Sara me aseguró que había hecho un descubrimiento extraordinario —cabeceó al fin, sin ocultar su preocupación.

—Eso me dijo a mí también —confirmó el comisario.

David apartó a un lado los fragmentos del pergamino y se dispuso a leer la carta.

A medida que lo fue haciendo, no pudo evitar que la emoción le secara la boca y empañara los ojos. Bielefeld escrutaba su rostro, y a través de las reacciones del joven empezó a sopesar la gravedad de la situación. Como se había temido, a las implicaciones políticas —ya de por sí bastante oscuras— estaban a punto de añadirse las complicaciones personales y familiares.

Al finalizar la lectura David parecía anonadado. Pero se esforzó por mantener la calma. Dejó los dos folios a un lado, y volvió a examinar los cuatro fragmentos triangulares del pergamino. Pareció ensayar distintas combinaciones, intentando encajarlos. Al cabo de un rato, desistió de su empeño.

—¿Y bien? —le apremió el comisario.

Sin contestar a su pregunta, David se levantó y comenzó a pasear de arriba abajo por el amplio despacho. Salió de la zona iluminada por el leve resol de la ventana para avanzar hacia el fondo, perdiéndose en la penumbra y en un mar de dudas.

John Bielefeld era consciente de los esfuerzos del joven por controlar sus sentimientos y durante varios minutos respetó su silencio. Al fin, no pudo más, y volvió a la carga:

—¿Me va a contar lo que sucede, o no?

David se acercó a la mesa y le tendió la carta. El comisario dudó un momento, antes de inmiscuirse en algo tan privado. Sin embargo, cuando él insistió, sacó unas gafas de su cartera, se las caló y comenzó a recorrer aquellos tensos renglones, que sólo la férrea disciplina de Sara parecía capaz de ordenar en circunstancias tan dramáticas para ella:

Querido David,

No intentéis encontrarme. Será inútil. Para cuando leas estas líneas es posible que ya me haya reunido con tu padre. Sé lo que me aguarda, pero pienso llegar hasta el final. Debo hacerlo. No puedo esperar más tiempo. No puedo seguir con estas dudas que me impiden conciliar el sueño. Y después de entregar toda una vida a mi familia quiero disponer libremente de lo poco que me queda y cumplir aquello que siempre se me negó.

Nunca lo hemos hablado, pero tú sabes cómo pienso. Lo he leído muchas veces en tu mirada. ¿Ves esa fotografía que hay encima de la mesa? Lo que pasó en Antigua nos arruinó la vida a todos los que estamos ahí. No debéis dejar que os suceda lo mismo a vosotros, a Raquel y a ti.

Aunque todo empezó mucho antes, con ese Programa AC-110. Tu padre descubrió algo trascendental, sólo que no podía divulgarlo por el contrato de confidencialidad de por vida que tenía con la Agencia de Seguridad Nacional. Durante muchos años, también yo he tenido que guardar este secreto. Porque no acababa de creérmelo y porque temía sus consecuencias. Ahora sé que Pedro estaba en lo cierto. Además, ahora todo me da igual. Me queda poco tiempo y soy consciente de que la vida seguirá sin mí. Ya lo he aceptado. Sólo me preocupáis vosotros, lo que pueda pasaros, y no quiero que se repita la historia que nos impusieron a tu padre y a mí. Tenéis todo el derecho a libraros de esa amenaza.

No es algo que se pueda explicar en dos palabras. Lo entenderás si examinas en tu ordenador el CD que te adjunto. Le estoy enviando otra copia de ese disco a mi hija, a través del comisario John Bielefeld. Te mando también cuatro fragmentos de pergamino. Seguramente ocultan una clave y, en ese caso, sólo tú la podrás descifrar. Por los papeles que he consultado en el archivo, y por otra serie de indicios, deduzco que son muy importantes y están relacionados con otro fragmento que hay en la Fundación, el que lleva por detrás la inscripción ETEMENANKI-La llave maestra.

Conozco su valor histórico, y sé que lo que voy a pedirte es ilegal, pero llévatelo. Coge también el archivador azul que hay en un cajón de mi mesa, en el que pone: «Notas para el libro DE BABEL AL TEMPLO. Lenguaje, religión, mito y símbolo en los orígenes de la conciencia». Diga lo que diga Anthony Carter, el gerente, en ningún caso dejes ahí esos documentos.

Debes hacerte con los otros tres gajos del pergamino que le fueron requisados a mi padre por la Agencia de Seguridad Nacional Cuando te hayas reunido con mi hija Raquel, habéis de ir allí, a la Agencia, pedírselos a James Minspert y traerlos con vosotros a Antigua. Es muy importante: nada podréis hacer sin ellos. Insisto: nada.

Lo digo porque sé lo que te costará dar ese paso, volver a la Agencia, hablar con Minspert, y soy consciente de lo peligroso que es ese individuo. A ti no necesito prevenirte de ello. Sólo te pido que intentes hacérselo entender a mi hija. Conozco tu terquedad y me hago cargo de que todavía te resultará más embarazoso ir allí junto con Raquel. Pero de nada valdrá si no vais juntos, como le repito a ella en otra carta parecida a ésta, que le entregará Bielefeld.

También sé los problemas que has tenido con mi hija en el pasado y lo que pensáis el uno del otro. Vuestros enfrentamientos han sido para mí algo muy duro de sobrellevar y no pretendo hurgar en esa herida.

Lo que sucede es que sólo ella dispone de un acceso legal a esos documentos; y sólo tú podrás autentificarlos. Os necesitáis el uno al otro. El comisario os allanará el camino: tiene autoridad para ello, pues ya me encargué yo de que la tuviera cuando acepté asesorar al presidente. Nunca hubo una oportunidad como ésta, ni volverá a haberla.

Te prevengo: la historia en la que vais a veros envueltos os resultará muy ardua en todos los sentidos y sobre todo, difícil de creer. La incredulidad —vuestra y, sobre todo, ajena— será el principal obstáculo que habréis de vencer para seguir adelante. Iréis de sorpresa en sorpresa, como me ha sucedido a mí, y como le sucedió a tu padre. Si después de meter en el ordenador el CD que te adjunto, aún sigues dudando de mi salud mental, permanece atento a los sucesos de la Plaza Mayor. Espero que, tras ello, esa gente se lo tome en serio. Deberás hablar con el arquitecto Juan Antonio Ramírez de Maliaño. Es el padrino de Raquel y la quiere como a una hija. Preguntadle por La lluvia de los viernes. El entenderá. Fue la última conversación que mantuvimos, durante nuestra visita a El Escorial.

No lo olvides y ten presente lo que hemos hablado tantas veces, y lo que han supuesto estos días de trabajo. Aunque haya sido a distancia, hemos formado un buen equipo, ¿no te parece?.

Con todo mi afecto,

Sara

P. S. En cuanto a la fotografía que hay encima de la mesa, me gustaría que la conservaras tú. Así lo habría querido tu padre.

Bielefeld dobló la carta y se quitó las gafas lentamente. El silencio era tan absoluto que sólo se oía el leve crujido del parqué en las idas y venidas de David. El comisario seguía preguntándose por el extraño comportamiento de Sara. Sobre todo, que le hubiera encomendado visitar a David Calderón antes que a su propia hija, Raquel. Pero el orden de los sobres no dejaba lugar a dudas. Estaba claro que si no conseguía convencer a David para que le acompañase, de poco le valdría entrevistarse con Raquel. Y sin el acuerdo de ambos sería inútil ir a la Agencia de Seguridad Nacional para entregar el tercer sobre a James Minspert.

—Desde luego, me ha endosado una buena papeleta —rezongó. Calderón debió de adivinar su perplejidad, al decirle:

—Supongo que no habrá entendido nada, comisario.

—Poca cosa, la verdad.

—Quizá se aclaren algunas dudas en ese CD que Sara nos envía. ¿Dónde está?

—¿No esta ahí dentro? —eso es todo lo que me dio para usted.

David lo examinó de nuevo y hubo de concluir:

—Como no esté en la carta que le manda a su hija Raquel…

—Dígame —prosiguió Bielefeld— ¿a qué se refiere Sara cuando habla de reunirse con el padre de usted?

—También él desapareció en Antigua. Nunca se ha querido reconocer oficialmente, pero todos sospechamos que logró entrar en sus catacumbas, y ya no consiguió salir.

—¿Por dónde entró?

—No se sabe.

—¿Y no contó a nadie sus planes?

—Para entonces estaba ya muy trastornado. Se pasaba días enteros sin despegar los labios. Y cuando hablaba lo hacía de un modo ininteligible. Ahora, Sara ha debido de descubrir algo y ha creído que podría averiguar lo que sucedió.

—¿Piensa usted que Sara ha entrado ahí abajo?

—Tampoco lo sé. Ya ve que ella no acaba de concretarlo.

—¿Y no le parece extraño?

—Es algo intencionado. Evidentemente, no quiere que la sigamos. Sabe muy bien el peligro que correríamos.

—Entonces, ¿para que les envía estas cartas?

—Para que investiguemos algo que ella no ha podido averiguar. Y entonces, y sólo entonces, tomemos una decisión. Que quizá sea entrar ahí abajo, o quizá evitarlo a toda costa.

El comisario no salía de su asombro. David fue recuperando el dominio de sí mismo mientras esperaba a que su interlocutor terminara de releer la carta.

—En mi vida había visto nada igual —concluyó Bielefeld tras devolverle los folios.

—Es imposible que se haga cargo sin conocer los antecedentes de los Toledano. ¿Qué sabe usted de Sara y su familia?

—Poca cosa. Sara es más bien amiga de mi mujer. Y para estas cuestiones es muy reservada.

—Por fuerza. Es una larguísima historia… Si la conociera, entendería por qué me parece inútil que yo vaya a ver a Raquel Toledano, y menos aún a James Minspert en la Agencia de Seguridad Nacional.

—¿Me está usted diciendo que se niega a colaborar, a pesar de cómo se lo pide Sara en su carta? ¿Se da cuenta del peligro que debe estar corriendo ella?

—Claro que quiero colaborar, comisario. ¿Por quién me ha tornado? Pero yo no conseguiré nada de ellos. No sólo eso, sino que mi presencia será contraproducente.

—Me lo tendrá que explicar muy bien para que se lo acepte.

—Éste no es el mejor momento para contarle algo tan enrevesado.

—Pues no creo que tengamos otro. He de entregar a Raquel ToIedano este segundo sobre que llevo en la cartera. No me iré de aquí sin usted. Y tampoco quiero dar pasos en falso. O sea que trate de resumir y póngame en antecedentes. Nos queda algo más de una hora antes de que vuelva ese gerente.

David fue hasta su silla y se sentó frente al comisario. Miró la fotografía que había encima de la mesa y tamborileó con los dedos sobre la madera veteada de roble, sin poder reprimir su agobio:

—Raquel Toledano… ¡Uf…! Es difícil pisar terreno firme con esa chica… Creo que será inútil ir a verla.

—Por favor… No empecemos. Recuerde lo que le dice Sara en su carta. Y que el tiempo apremia.

—De acuerdo. Intentaré resumirle la historia de la familia, a ver si así se convence de que mi presencia será inútil.

—¿Me permite…? —Bielefeld señaló la foto—. Está tomada en la Plaza Mayor de Antigua, pero ¿cuánto hace de esto?

—Treinta y tantos años, más o menos. Yo aún no había nacido.

—Así que éste es el padre de usted. Se le parece mucho. Ésta es Sara. Muy guapa. Y Abraham Toledano es el del centro, ¿verdad? Creo que fue un hombre muy influyente.

—Le verá mejor aquí —y señaló un cuadro en la pared lateral—. En realidad se llamaba Abraham Salomón Ezequiel Toledano. Nacido en Jerusalén, primogénito de una familia sefardí de Bagdad, muy cultivada y acaudalada, con ramificaciones en Damasco. Habían hecho mucho dinero con las caravanas que unían esas dos ciudades. Abraham no sigue el oficio de comerciante en joyas, como era tradición en el primogénito. Se convierte en el intelectual de la tribu, y gran políglota. Publica su primer libro sobre Oriente Próximo a los dieciocho años.

—¡Qué precocidad!

—Eso no es más que el comienzo. Luego refuerza su conocimiento de las lenguas semíticas estudiando en Alemania, donde ejerce de profesor después de la Gran Guerra. A finales de los años veinte se traslada a España, obtiene una cátedra especial en Madrid y se especializa en el encuentro de las culturas árabe, cristiana y judía en la ciudad de Antigua, de donde habían sido expulsados sus antepasados siglos antes. Se compra un viejo palacio allí, junto a la Casa de la Estanca. Pero no pierde los vínculos con Oriente Próximo. Ni con Alemania: se había hecho muy amigo de Albert Einstein, y en 1935 propone al Gobierno de la República española que cree una cátedra especial para acogerlo, cuando su teoría de la relatividad le ha convertido en una celebridad mundial y tiene que huir de los nazis.

—¿Cuándo viene a Estados Unidos?

Abraham Toledano no se estableció en Nueva York hasta después de la Guerra Civil española, en la que participó contra los fascistas. Creo que fue entonces cuando empezó a cambiar su actitud. O quizá después del Holocausto. O quizá fue la bomba atómica, porque algunos de los participantes en el Proyecto Manhattan eran amigos suyos. O su boda con Peggy. O lo que fue pasando con su hija Sara al ir creciendo. No sabría decirle. El caso es que cambió.

—¿Cuándo creó esta Fundación?

—Este edificio en el que nos encontramos lo construyó en los años cincuenta, después de heredar la enorme fortuna de la familia. Fue una buena inversión, un terreno en pleno campo, con sus praderas, bosques y lago, pero a cincuenta millas de Nueva York. Supongo que lo hizo por razones fiscales y porque empezaron a agobiarle las cosas que había ido comprando. Era un gran coleccionista, especializado en documentos de Oriente Próximo. Las lenguas de esos lugares no tenían secretos para él y llegó a reunir más de tres mil quinientos manuscritos. Verdaderas rarezas.

—Entre ellas, esos fragmentos de pergamino de los que habla Sara en su carta…

—¿Los que le requisó la Agencia de Seguridad Nacional? No exactamente. Esos fragmentos de pergamino y toda una serie de documentos los encuentra en el año 1944. Durante ese verano, cuando se ve que está cerca el fin de la Segunda Guerra Mundial, el Alto Estado Mayor crea en Washington, con todo sigilo, un comité para capturar el máximo de material criptográfico alemán: máquinas de cifrar, analistas, códigos… Es una carrera contrarreloj, porque los rusos están haciendo lo mismo, empezando por la otra punta del país. De ese modo, el servicio de criptografía americano se hace con un material muy valioso, que a partir de los años cincuenta termina en manos del heredero de ese servicio, la actual Agencia de Seguridad Nacional. Lo que allí se consigue es un material tan secreto que todavía no se ha desclasificado.

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