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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

La llave maestra (37 page)

BOOK: La llave maestra
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—Esto es lo que realmente buscaba Sara Toledano —dijo Lazo.

—¿Esta foto la hizo Sara?

—No. Es mía.

—¿Se la enseñó a ella?

—No. Es de hace unas semanas, y a Sara apenas si la he visto últimamente. Ella llevaba su vida.

—¿Y por qué supone entonces que era eso lo que buscaba? ¿Qué tiene de particular lo que se ve en esa foto?

—Había un profundo tajo que me impedía el paso y no pude acercarme lo suficiente para examinar esas murallas de piedra, pero no creo que bajen de los cinco metros de grosor. Está claro que quien lo hizo trataba de proteger algo muy valioso.

—Quizá sus propias vidas —replicó David—. Una edificación de ese calibre tiene que responder a un terror de su mismo tamaño.

—Lo que yo le digo: eso es un tesoro —afirmó violento, golpeando la foto con el dedo índice.

—¿Cómo está tan seguro, si no pudo entrar ahí?

—Porque es el Palacio de los Reyes. Me he pasado media vida buscándolo.

David intentó llevarle la corriente, convencido de que a través de aquel hombre quizá pudiera escuchar alguna de las averiguaciones de Sara.

—Dígame, ¿dónde está ese Palacio de los Reyes?

—Debajo de la Plaza Mayor.

—Pero por ahí no se puede entrar.

—La gente dice que hay un auténtico laberinto de pasadizos, kilómetros y kilómetros, y que tiene otros accesos, incluso fuera de la ciudad.

—Ya. ¿Y por dónde ha entrado usted?

—Eso, como comprenderá, no se lo voy a decir —rió Lazo, malicioso—. Pero sé que es lo mismo que buscaba Sara. Y el padre de ella. Y también el padre de usted.

—¿Mi padre? ¿Cómo lo sabe?

—Porque fui yo quien le guió cuando desapareció ahí abajo. Aquello era nuevo para él, la primera confirmación directa de que Pedro había entrado, efectivamente, en los subterráneos. Intentó no acusar el golpe en exceso, para no espantar las confidencias que le estaba haciendo.

—¿Por qué no ha dicho nada a nadie?

—Me lo prohibió Gutiérrez. Y ese hombre no bromea. Ahora ha venido otro extranjero que quiere saberlo, pero ya, ya…

«Me temo que ya sé quién es ese extranjero», pensó David. Sacó su cámara y le enseñó la fotografía de aquel individuo chupado que había logrado captar a la puerta del hospital.

—¿Lo conoce? —preguntó a Lazo.

Movió la cabeza, para negar. Pero, por el temor de sus diminutos ojos, el criptógrafo notó que le estaba mintiendo. A su vez, aquel hombre debió de advertir el recelo en su mirada, porque quiso cambiar de tema, revolviendo las fotos hasta encontrar varias que le alargó. Todas odas ellas hechas en los subterráneos.

—Mire esto —dijo señalándole una.

Parecía una torre. Pero tumbada por tierra, dentro de una cueva, seguramente. Presentaba unas inscripciones que se extendían por buena parte de ella. Había fotos de detalle, tomadas con teleobjetivo.

—¿Qué broma es ésta, Lazo?

—Obsérvelas y me dirá…

David no cedía en su escepticismo, y ya se disponía a devolverle las fotos, cuando vio una que le recordó algo:

—Un momento…

Los trazos de una de las inscripciones coincidían con los fragmentos del pergamino, entre ellos el enviado por Sara Toledano. No sólo eso: estaban ensamblados en forma de cruz, como el gráfico que el doctor Vergara les había mostrado en la unidad del sueño donde había atendido a Raquel. No podía ser un fraude intencionado, porque nadie sino ellos contaban con todas aquellas piezas. Pero eso no era todo. Lazo dejó a un lado las fotografías y le enseñó a continuación unos pliegos de papel milimetrado, preguntándole:

—¿Y esto? ¿Qué me dice de esto?

Nuevo asombro por parte de David. Los pliegos eran como los que se habían llevado de la Agencia. El Programa AC-110.

—¿De dónde los ha sacado?

—Me los dio su padre antes de entrar ahí abajo. Se pasó años y años con estos cuadraditos.

—¿Siguió haciéndolos aquí, en Antigua?

—Días y noches enteras en blanco. Como si se hubiera vuelto loco… Me dijo que los echara al fuego. Pero en vez de encender con ellos la calefacción, los he guardado. Yo lo guardo todo.

A David le bastó un simple vistazo para darse cuenta de la importancia de aquellos papeles. De modo que controló sus emociones para preguntar, del modo más neutro y displicente de que fue capaz:

—¿Me los podría prestar?

Gabriel Lazo se encogió de hombros y asintió.

David no quiso arriesgarse a un cambio de opinión. Recogió los pliegos milimetrados y se despidió de él. Lo que acababa de ver le inquietaba mucho más que los documentos sustraídos en la Agencia.

Lo dibujado por su padre se expandía desde el centro, hasta formar algo así como el diagrama de un cerebro. Y sus circunvalaciones eran sorprendentemente parecidas a las del propio laberinto que afloraba en los gajos del pergamino.

EL ARTIFICIO

R
uth, ¿has conseguido recuperar el telar de tu madre?

—El banquero que lo retiene reclama una suma de la que no disponemos.

—Es del todo necesario que rescates ese telar para nuestros planes. Sólo servirá ése, y no otro. Pide el dinero en préstamo.

—Nadie nos da crédito desde hace mucho tiempo. ¿Quién nos iba a avalar?

—Juan de Herrera. ¿No aparece por ningún lado?

—La hija de Juanelo Turriano espera su llegada hoy, para hacer el inventario de los papeles de su padre y conseguir una pensión del rey. Pero ya os dije que fue él quien os denunció.

—Y yo te contesté que no me creo una infamia así de Herrera. Tienes que hablar con él. Recuerda que sólo nos quedan cinco días.

—Es suficiente. Seguid contándome lo que sucedió tras regresar a Antigua, huyendo de los agentes del administrador Askenazi que ya os buscaban por los mercados de Jerusalén.

—Tú eras muy niña cuando llegamos aquí.

—No tan niña, padre —le contradice Ruth—. Me acuerdo cuando nos llevasteis a mi madre y a mí a casa de don Manuel Calderón. Y de la cara que puso Rafael cuando te vio llegar en nuestra compañía. No le gustó nada tener que compartirte con nosotras.

—Es cierto. Y eso que había crecido lo suyo.

—Quien lo pasó peor fue mi madre, a pesar del cariño y empeño de Manuel Calderón y su esposa doña Blanca, que nos apadrinaron a ella y a mí en el bautismo, y a vosotros en vuestra boda. Todo lo aceptó mi madre por vuestro amor, aunque nunca os dijo nada. Pero yo la vi llorar muchas veces, cuando volvía del mercado entre las miradas y murmuraciones de las vecinas. Se sentía desgarrada por dentro, y sólo su alegría natural y buena disposición conseguían que pareciese lo contrario.

—Lo hicimos, sobre todo, por ti, hija. No queríamos que crecieras en el temor de las continuas persecuciones.

—Entonces, ¿por qué nos dejaste y te marchaste al poco tiempo? —todavía hay reproche en sus palabras cuando se lo pregunta.

—Ahora lo verás —insiste Raimundo—. Tenía que protegeros de Artal de Mendoza, buscar un modo de ganarnos la vida y hacernos perdonar el estigma de los renegados, allegándonos al favor real, que es de donde procede todo amparo. No podíamos ser una carga perpetua para los Calderón. Era una oportunidad para empezar de nuevo. Y se presentó del modo más inesperado.

Las cosas habían cambiado mucho en esos años que había estado fuera. Nada parecía estar en su sitio después de la muerte del emperador Carlos V. Juanelo no era ya relojero, sino ingeniero, aunque las dos cosas vienen a ser lo mismo. Herrera no era arcabucero, sino arquitecto. Antigua ya no era la capital, sino Madrid. Y, como siempre, yo no sabía dónde estaba mi sitio.

Me puso al tanto de estas noticias don Manuel Calderón. A mi vez, le previne sobre los secretos que podía ocultar la Casa de la Estanca, contándole las partes menos enigmáticas de la historia de Azarquiel, los esfuerzos de aquel hombrecillo que tres siglos antes había viajado desde Fez hasta Antigua para que el rabino Samuel Toledano le ayudara a descifrar el viejo pergamino, la compra de las casas mejor situadas de la ciudad, su enriquecimiento, su muerte y la expulsión de aquellas viviendas de toda la colonia judía, con el reparto del pergamino entre las doce tribus y las señales dejadas en las casas colindantes.

Calderón escuchó con toda cortesía, aunque no pareció muy convencido de aquella relación de los hechos:

—¿Y decís que esta Casa de la Estanca es la única en pie de las que usó Azarquiel para excavar en los subterráneos? —preguntó escéptico—. Yo bien la conozco, y no me consta que desde ella haya otra bajada que no sea la del agua. Pero no es practicable para humanos.

Le insté a revisar juntos sus bodegas en busca de señales que coincidieran con algunos de los trazos presentes en los once gajos del pergamino que obraban en mi poder. Nada hallamos, ni indicio de comunicación viable con el subsuelo. Y me acordé entonces de lo que me había advertido Moisés Toledano antes de entregármelos en Tiberíades: «Necesitaréis tener los doce gajos, sin que falte uno solo, saber cómo se ordenan y encajan entre sí y, finalmente, descifrarlos. De lo contrario, se pueden tener esas señales delante de los ojos y no reconocerlas».

—Lo que más me inquieta —añadió Calderón— es que desde hace meses están rodeando la Casa de la Estanca de zanjas y obras de toda especie.

—¿Qué obras son ésas? —le pregunté.

—Es por el Artificio que hace Juanelo Turriano, para subir el agua desde el río hasta el pozo de esta casa —me respondió don Manuel—. He intentado hablar con él, pero me recela. Vos que le conocéis mejor, ¿por qué no vais a verle?

Decidí visitarle. Herrera y él ya me habían hablado del Artificio la última vez que los encontré, algunos años antes, en el hogar de los Calderón. Pero nunca pensé que pasaran adelante. Ahora, según me contó don Manuel, todo el mundo hablaba de aquel ingenio. Ardí en deseos de verlo.

Salvé la muralla de Antigua por la puerta de los Doce Cantos y me topé con la abrupta cuesta que baja hacia el río. En mi descenso, observé la gran actividad y concurso de gentes que se ocupaban en la construcción del Artificio. Era éste una estrecha y peregrina construcción, que trepaba en zigzag por la quebrada, uniendo el tajo del río con la cota más alta de la ciudad, donde se encontraban el Alcázar y la Casa de la Estanca.

Pronto empezaron a estorbarme el paso las mulas, cargadas con tablones o piezas de latón, y los andamios de los albañiles que repasaban la imponente mole del acueducto, para salvar el primer desnivel. Aún me impresionó más la fábrica del Artificio en sí, las dos formidables ruedas que hendían el agua con sus paletas, trasladaban el movimiento de rotación a los árboles de leva, los cucharones de cobre y el ingenio todo, elevando el líquido sin pausa, evitando la excesiva vibración de los robustos ejes y no alzando, en fin, más ruido del necesario.

Entonces entendí mejor el extraño diseño de los edificios escalonados que trepaban desde la ribera hasta el Alcázar. Acogían en su interior un ingenioso sistema de cazos bien concertados entre sí.

Cardano está pensando en una máquina combinatoria de propósitos más generales —le expliqué—. La clave principal se introduciría mediante unas cartulinas perforadas. Al parecer.

Éstos tomaban el agua de una gran noria y la iban subiendo de uno a otro, cediéndola al inmediatamente superior, hasta llegar a lo más alto.

Alcancé a ver a Juanelo en una barca dentro del río, navegando a lo largo del azud. Su perfil de ogro torpón, más encorvado y apesadumbrado, se inclinaba para comprobar la canalización del agua hacia el estrechamiento que aumentaba la potencia del artefacto. No me reconoció cuando me llegué a la orilla y le tendí la mano para ayudarle a desembarcar.

—Pronto os habéis olvidado de aquel correo que un buen día en Yuste os llevó noticias de vuestro amigo Cardano —bromeé.

—¡Raimundo, qué alegría! ¿Cómo estáis?

—Todavía vivo, que no es poco. ¿Y vos?

—Con muchas achaques y fatigas, pero con esperanzas de mejorar de estado.

—Sé que os trasladasteis a Madrid y que no os probaron aquellos aires.

—No soy hombre para sobrellevar intrigas. La corte no es para mí —resopló Juanelo—. Prefiero trabajar, e incluso ir a galeras. ¿Quién os lo ha contado?

—Don Manuel Calderón.

Ah, sí, el intendente de la Casa de la Estanca.

—Dice que no le gustaría morirse sin ver acabado vuestro artificio.

—Se va haciendo fábrica, ya lo veis. Pero aún queda mucha faena. Señalé el edificio que trepaba en zigzag por la ladera y le pregunté:

—¿Por qué da tantas vueltas y traveses?

—No puede ir a tiro derecho. Es gran pendiente ésta, más de dos mil setecientos pies castellanos. Ha de salvar ángulos y rincones en los que hay mucha dificultad para concatenar los arcaduces de cobre.

Así se obraba el milagro, sin otra fuerza motriz que el agua: el propio río subiéndose a sí mismo hasta el punto más alto de la ciudad. Nada parecido se había hecho en el mundo. Antes de concluir, las obras del Artificio ya eran más visitadas por los extranjeros que la catedral. Y tanto hablaban de ellas al regresar a sus países, que eran seguidas con expectación en media Europa.

—Juanelo, no se ha podido hacer esto sin grandes consideraciones de cálculo y proporción —dije admirado.

—Todo es aritmética, como algunos dicen que lo es Dios.

Y el rostro de Turriano se alegró con una sonrisa, aquel orgullo infantil, despojado de vanidad, que le iluminaba la faz cuando uno se percataba del ingenio que alcanzaba alguna de sus invenciones. Se lavó las manos en un cubo de agua, y mientras se las secaba con un paño, me dijo:

—¿Tenéis hambre? Vamos a casa a comer. Hay preparadas unas perdices escabechadas que entrarán más que bien con un vinillo que tengo guardado para estas ocasiones.

—Me esperan en casa de don Manuel.

—Enviaremos a un muchacho con el recado de que os excusen. Vivía el ingeniero en un lugar húmedo y frío, cercano a la plaza del Carmen, una casa de excelente hechura, pero de tan humildísimos ajuares que llamaba la atención en hombre de su calidad. Aunque nada me dijo él, supe luego que las perdices se las había regalado un oficial de las obras que anduvo de caza, asistiendo a unos nobles en una batida. Y fue tanta la volatería que se bajó, que hasta para él hubo.

Salió una gata negra, que se restregó contra las piernas del relojero e ingeniero. Se agachó Juanelo y la cogió con sus grandes manos, alzándola delicadamente. Me la mostró, mientras la acariciaba.

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