La llave maestra (43 page)

Read La llave maestra Online

Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

BOOK: La llave maestra
8.69Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Mi madre hizo eso? —rió Raquel.

—Le costó lo suyo cobrarse la pieza, no creas. Falló la primera vez. Y también la segunda. Pero a la tercera vuelta, le logró alcanzar. Cuando terminó la música, Pedro se quedó en medio de la plaza como un pasmarote, y yo tuve que advertirle de la banderita que llevaba en la espalda. A Abraham y a Peggy Toledano, que estaban con su hija, no les hizo tanta gracia, porque era como reconocer en público que había algo entre los dos jóvenes. Y eso era casi como un incesto entre hermanos que se han criado juntos.

—Por eso, en la foto, no se les ve precisamente felices.

—Claro. Temían que Sara se quedase con Pedro en Antigua. Por otro lado, era la primera vez que la veían centrada, apasionada por algo… Fue entonces cuando a ella la mandaron a estudiar a Chicago. El, por el contrario, se quedó aquí y empezó a hacer cosas raras. Muchos creían que había perdido la cabeza. Y, al final, el Centro de Estudios Sefardíes no salió como se esperaba.

David se preguntó de nuevo cuál había sido la naturaleza exacta de la relación entre su padre y Sara Toledano. Qué había sucedido para que todo se alzara contra ellos. Iba a insistir con nuevas preguntas cuando llegó Marina con el siguiente plato. El arquitecto aprovechó para cambiar de tema:

—Son anchoas con melón, que tanto te gustan —anunció a la joven.

—Marina, me tiene que dar la receta —dijo Raquel—. ¿Qué lleva este melón? ¿Oporto?

—No, señorita, está macerado en hinojo con ojén, cortándolo con el zumo de medio limón.

—¿Y dónde encuentro yo ojén en Nueva York?

—¿Tú ya tienes tiempo de cocinar, con la vida que llevas? —dudó el arquitecto.

Algo me enseñó mi madre. Pero eso fue hace mucho tiempo. Tampoco ella ha llevado una vida muy hogareña últimamente… ¿Qué razones podía tener para desenterrar esa vieja historia familiar?

—Supongo que le entró prisa. Decía que le quedaba poco tiempo. —¿Crees que ella ha entrado en los subterráneos?

—En cuanto haya tenido la menor ocasión.

—Pero ¿por dónde?

—No lo sé. No me lo contaba todo.

—¿Y qué me dices de la Plaza Mayor? Tú estabas allí cuando se abrió ese agujero el día del Corpus.

—Lo del Papa, ¿verdad? Es todo muy extraño. Claro que eso que os dice Sara a vosotros en las cartas ya me lo dio a entender a mí.

—O sea que tú piensas que es ella la que está tras ese farfullo tan raro.

—Imposible no es.

—¿Cómo podía hacerlo, desde ahí abajo?

—La Plaza Mayor tiene un sistema acústico inspirado en el que se usaba en los teatros romanos. Hay una serie de orificios y de vanos que actúan como amplificadores. Están incrustados en su estructura, distribuidos a intervalos regulares, afinados con una técnica muy precisa. Esos resonadores se comunican con los subterráneos. Y alguien que esté allí abajo puede utilizarlos y convertir la plaza en un gigantesco megáfono. ¿Conocéis a Víctor Tavera, el ruidero?

—Estuvimos con él ayer.

—Tavera os lo podría explicar mejor que yo. Lleva años grabando y estudiando los extraños sonidos que emite la Plaza Mayor. Supongo que será por las dilataciones y contracciones de la piedra, pero la verdad es que algunos resultan estremecedores. Dicen que también sucede cuando una gran multitud sufre a la vez un choque emocional muy fuerte y eso impregna, de algún modo, el lugar. Desde luego, emociones fuertes no le han faltado a esa plaza. Entre las comedias, las ejecuciones, las corridas de toros, los autos sacramentales, los autos de fe y los congresos eucarísticos…

—¿Pero existen esos subterráneos?

—Existen, te lo aseguro. Otra cuestión es que nadie haya conseguido recorrer más allá de unos cientos de metros. Enseguida surge algún obstáculo que te corta el paso: un derrumbe, un muro, un callejón sin salida…

—¿Hasta dónde puede haber llegado mi madre?

—Depende de por dónde haya entrado.

A juzgar por las cartas que nos envió a David y a mí, parecía seguir una pista segura.

—¿Qué clase de pista? Quiero decir que dónde la ha obtenido.

—En el archivo del convento de los Milagros.

—Probablemente. Desde hace muchos años Sara andaba como loca detrás de los documentos de ese pleito… —Se limpió los labios con la servilleta y preguntó—. ¿Habéis terminado? Vamos a pasar a la carne. Raquel, ¿te importaría avisar a Marina y abrir la botella de tinto que hay en la cocina?

Cuando la muchacha hubo abandonado la habitación, Juan de Maliaño bajó la voz para dirigirse a David:

—Perdone la curiosidad, ¿por qué está usted metido en todo este jaleo?

Al criptógrafo le sorprendió la cuestión, planteada así, tan a quemarropa. Pero no dudó en contestar:

—Sara me llamó para tener a alguien de confianza en la Fundación, alguien que la pudiera ayudar con lo que iba descubriendo. No sé si es eso lo que me preguntaba.

—Bueno… —vaciló el arquitecto—. Se lo diré con franqueza, antes de que vuelva Raquel. Es que me extraña que le haya colocado a la par que su hija. Sara la adora, aunque hayan estado distanciadas y no siempre lo exteriorice.

—He trabajado antes para Sara Toledano… —y David calló al ver que volvía Raquel.

Marina retiró los platos y regresó con un costillar de lechal. El anfitrión dio a probar el vino a David y tras obtener su aprobación, se dispuso a trinchar el cordero.

David señaló frente a él, y preguntó al arquitecto:

—Ese retrato que tiene sobre la chimenea, ¿es una foto o una radiografía?

—En cierto modo, las dos cosas —aseguró el arquitecto—. ¿De veras no reconoce ese rostro?

—Se parece mucho a Sara. Sin embargo, es un hombre, ¿no?

—En esa fotografía está el rostro de Sara, efectivamente —admitió el arquitecto—. Y también el de Abraham. Y el de todos los Toledano que pudo encontrar. Sólo faltas tú, niña. Tu abuelo la llamaba una fotografía «genealógica».

—Ya, pero ¿cómo la obtuvo?

—Se coge el álbum familiar, se encuadran los rostros en un formato similar, para que puedan superponerse, y se proyectan sobre una misma placa, dando a la imagen una exposición rápida, según el número de fotografías. Por ejemplo, si se tienen veinte, se les da la veinteava parte de exposición. De ese modo, los rasgos individuales del rostro que aparecen una sola vez prácticamente pasan desapercibidos. Pero los rasgos de familia que se repiten se van acumulando, corroborando los anteriores. A veces, rasgos que desaparecen en una generación vuelven al cabo de la siguiente, como un Guadiana. Por eso, al final, es como una radiografía genealógica.

Tras el sorbete de mandarina, que apuraron en silencio, Juan de Maliaño les anunció:

—Tomaremos el café en la terraza.

Mientras Raquel y su padrino se sentaban en los butacones de médula, David fue a buscar la bolsa con los documentos.

—Es simpático ese muchacho… y guapo, ¿verdad? —dijo Maliaño como quien no quiere la cosa, al quedarse a solas con la joven—. Bueno… —replicó ella con fingido desdén—. Es muy cabezota.

—¡Mira quién fue a hablar! ¡Ay Raquelilla! Conmigo no tienes que disimular. David no te deja indiferente. No hay más que ver cómo te estás ruborizando. Te estás poniendo más colorada que el vestido que llevas… Y no digas que has elegido ese modelo tan atrevido para venir a verme a mí —rió el anciano.

Al ver acercarse a David, la joven hizo un gesto de advertencia al arquitecto para que cambiase de tema, y sacando un cigarrillo le preguntó:

—¿Te importa que fume?

El arquitecto se levantó y volvió con un cenicero. Esperó a que Marina dejara el servicio de café, y se dispuso a escuchar las palabras de David, quien había extendido sobre la mesa los pliegos de papel milimetrado.

—Señor Maliaño, antes ha hablado de mi padre. Y ha dicho que pareció perder la cabeza. ¿Se refiere a la época en la que no paraba de trabajar en esto?

El anciano sacó unas gafas del bolsillo de su camisa y examinó con detenimiento los pliegos milimetrados.

—Sí. Pero hay algo más que debe tener en cuenta para entender lo que pueda haberle sucedido a Sara. Últimamente, ella y yo hemos descubierto algo parecido en unos planos de Juan de Herrera.

—¿Unos planos del siglo XV? —se sorprendió David.

Maliaño asintió, y tomó un sorbo de café, antes de añadir, muy despacio, como quien intenta ordenar sus ideas:

—Y no es una simple coincidencia. Esas formas recuerdan a las plantillas de los alarifes… Los patrones que usaban los albañiles moriscos o mudéjares. Por lo que me dijo Sara, también aparecen en el proceso que estaba investigando en el archivo del convento de los Milagros.

—En su carta, ella me dice que le pregunte a usted por La lluvia de los viernes. Y creo que también a Raquel.

—Justamente. Estuvimos hablando de eso la última vez que nos vimos, durante nuestra visita a El Escorial. La lluvia de los viernes es algo que sucede también en el siglo XVI, en la época de ese tal Raimundo Randa. Es una denuncia que hace un particular contra una cuadrilla de albañiles que dejan de trabajar, por sistema, los viernes, porque dicen que llueve. Esto hace entrar en sospechas a las autoridades. Los investigan y resulta que todos ellos están emparentados. Lo que les lleva a pensar que son criptomoriscos, que no trabajan el viernes para guardar el día de fiesta musulmán. Los detienen e interrogan, registran sus casas y descubren que todos ellos tienen unos gajos de pergamino. Sara me los enseñó, y creo que son los que le ha enviado a usted.

—Aquí están —y David los extendió sobre la mesa.

—Al parecer, en el proceso, al ser preguntados por el significado de los trazos que aparecen en esos pergaminos, los albañiles dijeron que se trataba de plantillas para sus decoraciones con el ladrillo. —¿Eso es verosímil?

—Desde luego. Si el juez llamó a un experto para que confirmase sus palabras o las desmintiese, las habría confirmado.

David puso también sobre la mesa la rejilla y el esquema de la máquina criptográfica de Girolamo Cardano y añadió:

—Esto se lo envió a Raquel. ¿Podrían haberlo empleado para hacer esas plantillas?

—Es posible. Ahora bien, sólo estoy seguro de lo que me ha contado Sara. Sé que ella siguió estudiando el pleito y encontró que el juez instructor del proceso examinó los libros de fábrica de los edificios en los que habían trabajado los alarifes encarcelados. A partir de la lista de edificios de Antigua establecida por el juez, ella me consultó para que yo los identificara, indicándole cuáles se conservaban y cuáles habían desaparecido o habían sido modificados.

—Quiere decir que Sara buscaba en la decoración en ladrillo de esos edificios los mismos trazos que en los gajos del pergamino.

—Ésa fue mi impresión.

—Lo cual convertiría este pergamino en un mapa. Que quizá nos diga lo que interesaba a Sara, o dónde está, o al menos por dónde ha entrado ahí abajo, a los subterráneos. Si es que ha entrado… ¿Qué edificios eran ésos?

—Le hablo sólo de los que han llegado hasta nosotros. Los que más llamaron la atención de los jueces en el siglo XV fueron el cimborrio que cubre el crucero de la catedral, el ábside de la iglesia del convento de los Milagros, la torre mayor del Alcázar y la Casa de la Estanca. En todos esos edificios habían trabajado los albañiles moriscos, y se sospechaba que hubieran dejado mensajes ocultos.

—¿Qué tipo de mensajes?

—Alabanzas a Alá, textos del Corán, plegarias y cosas así. No sería la primera vez, y con esas decoraciones geométricas no es difícil hacerlo de modo disimulado.

—¿Y aún se conservan?

—Se conservan los del cimborrio, aunque ahora están cubiertos por un aislante que se puso durante la última restauración, para evitar goteras. Los del lateral de la iglesia del convento de los Milagros sufrieron mucho durante la Guerra Civil. Los de la torre del Alcázar están medio destrozados por un reloj que pusieron en el siglo XVIII…

—¿Y la Casa de la Estanca?

—Aunque todo el mundo usa el nombre indistintamente, habría que distinguir entre la casa propiamente dicha y el palacio que la abraza con sus dos alas traseras. La casa tiene decoraciones geométricas en ladrillo, muy afectadas por la humedad. Y en cuanto al palacio, es mucho más reciente, del siglo XVI. Lo hizo uno de mis antepasados. —Ante la sorpresa de David, añadió—: Los Maliaño siempre hemos sido arquitectos en esta ciudad desde hace más de cuatrocientos años. Y seguramente desde antes, por el legado que yo he recibido.

—Pero la que llama Casa de la Estanca propiamente dicha es un edificio miserable. No entiendo por qué aparece en esa lista de monumentos importantes a que usted se refiere. Ni por asomo tiene el rango de la catedral, ni del convento de los Milagros, ni del Alcázar.

—También cumple su papel, no se crea. Quizá por su importancia para las conducciones de agua de la ciudad. Era un distribuidor ya en la época romana, cuando Antigua contaba con un acueducto, que más tarde se cayó. En el siglo XVI se intentó revitalizar la casa para ese fin cuando Juanelo Turriano construyó un mecanismo elevador del agua del río, su famoso Artificio. Por eso, cuando poco después mi antepasado construyó el palacio que la rodea, una de las condiciones fue respetar la Estanca y todas las conducciones que había debajo, un juego de sifones, alcantarillas y otros conductos. En esa parte no se podía excavar. Sólo en los alrededores.

—O sea que es un edificio con grandes probabilidades de no caer bajo la piqueta.

—Sin duda, porque es un señalizador que sirve para acotar la zona que debe ser respetada. Ésa pudo ser la razón por la que lo eligieron los albañiles moriscos para esas decoraciones, si lo que buscaban eran edificios que perdurasen. Y hay algo más que comparten todos esos lugares en los que intervinieron los alarifes procesados. Venid aquí y lo veréis.

Fue hasta la barandilla que daba sobre la ciudad y señaló en dirección a la Plaza Mayor:

—La catedral está al oeste. Enfrente, cruzando la Plaza Mayor hacia el este, está la torre del Alcázar. Al sur, la iglesia del convento de los Milagros, y si se cruza la plaza hacia el norte nos encontramos la Casa de la Estanca. Si se unen, forman una cruz, y sus dos brazos se encontrarían en medio de la Plaza Mayor. Donde está el agujero. Raquel señaló a la gente que pululaba alrededor del boquete. —¿Qué están haciendo?

—Son las brigadas municipales. Retiran los adoquines.

—Siempre la plaza —añadió Raquel.

Other books

Damsel Under Stress by Shanna Swendson
The Rock Star in Seat by Jill Kargman
Edge of Eternity by Ken Follett
Jack by Amanda Anderson
Wild Card by Lisa Shearin
A Bad Boy for Christmas by Kelly Hunter
John Galsworthy#The Forsyte Saga by John Galsworthy#The Forsyte Saga