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Authors: Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia Ficción, #Histórico

La locura de Dios (50 page)

BOOK: La locura de Dios
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Roger me envió una moneda rodando sobre la mesa. La atrapé y la acerqué a la luz de las velas. Era una moneda desconocida para mí, parecida a los ducados venecianos.

—¿Qué es? —pregunté a Roger.

El Capitán hizo una mueca burlona y dijo:

—Andrónico los llama
vintilions
; los hizo acuñar específicamente para nosotros. Pretendía que su valor era de ocho dineros barceloneses, pero en realidad no llega a los tres dineros. ¡Y con esa moneda devaluada pretendía saldar tan sólo una mínima parte de su deuda! ¡Bonita operación! —exclamó Roger, dando un sonoro golpe a la mesa—. Lo peor fue que consiguió engañarnos como a estúpidos; aceptamos la moneda e intentamos ponerla en circulación. Pero los mismos griegos rehusaron aceptarla…

Y así empezaron muchos de los conflictos con la población nativa, comprendí. Donde fallaba la capacidad adquisitiva de esa moneda falseada por Andrónico, los almogávares, tal y como era su costumbre, reforzarían su valor real con el acero de sus armas. Imaginé las muertes y sufrimientos que esto debió de provocar entre los pacíficos comerciantes griegos; de repente aquellos latinos habían dejado de ser sus defensores para convertirse en sus verdugos.

Pregunté qué había sucedido a continuación, y Berenguer de Rocafort tomó la palabra, y dijo:

—Andrónico mandó a su esbirro, ese gordinflón de Marulli, que pretendía ser el buen camarada de armas de Roger desde Artaki, y que quería entrevistarse con el Capitán para convencerle de que viajara con él hasta Constantinopla. Para asegurarse de que yo le apoyaría en sus pretensiones, me hizo llegar previamente un valioso presente. —Rocafort soltó una seca risotada, y dijo—: Yo intercepté su galera antes de que entrara en los Dardanelos, y le devolví los treinta vasos de oro y plata con los que había pretendido sobornarme. Luego recogí todas las insignias y honores concedidos por el Imperio; el bonete de megaduque, el sello y el bastón de mando, y los arrojé delante de él para que fueran tragados por las aguas del Bósforo. Ése fue mi escupitajo de catalán a la faz innoble de ese griego.

Doña Irene se revolvió en su asiento, y dijo que, mientras Rocafort realizaba esas exhibiciones de dudosa utilidad, ella se había preocupado de mantener abierta la línea de comunicación con Andrónico. Canavurio, su ministro, había llevado las negociaciones; de Constantinopla a Gallípoli y de Gallípoli a Constantinopla.

Canavurio carraspeó, y empezó a hablar con una voz potente y bien templada.

—La situación es la siguiente, protosebasto —dijo el griego dirigiéndose a mí—; la postura de xor Andrónico es implorante; no tiene dinero para liquidar las soldadas de los almogávares, aunque no puede menos que reconocer la razón que les asiste. La del César es exigente; las tropas necesitan cobrar, aunque bien es cierto que no ignora la precaria situación de la hacienda del Imperio. Es decir, se distribuye la razón, se hacen concesiones morales que, si bien no cuentan gran cosa a la hora de liquidar, deja a ambas partes un asidero dialéctico, un punto en el que apoyarse para la negociación. El Emperador tiene ahora una nueva propuesta… A falta de una satisfacción material —siguió diciendo el ministro mientras desenrollaba un pergamino marcado con el sello imperial—, apunta una satisfacción honrosa, un lavado del honor almogávar. Que él no pueda pagar en buena plata, no quiere decir que no quiera hacerlo en, a su juicio, mejor especie —leyó—: «en concesiones señoriales en las provincias de Asia, como feudo a los ricoshombres y caballeros catalanes y aragoneses. Con la obligación por vuestra parte de que siempre que seáis llamados y requeridos por él o por sus sucesores, acudáis a servirle a su costa, y que el Emperador no estuviese obligado a dar, después de la conclusión de este trato, sueldo alguno a la gente de guerra; sólo había de socorreros cada año con treinta mil escudos y veinte mil modios de trigo».

Cuando terminó de leer, enrolló con cuidado el documento, y me lo pasó.

—Y en ésas estábamos en el momento en que llegasteis —concluyó Roger.

—¡Basura griega! —escupió Berenguer de Rocafort—. Los hombres ya están hartos de las mentiras y las falsas promesas de Andrónico. No aceptarán más tratos.

—Creí que era el Capitán Roger de Flor quien tenía que aceptarlo o no —dijo doña Irene con tono irónico—. ¿Estaba equivocada?

Dejé a un lado el pergamino, sin intentar leerlo.

—Nada de esto tiene ya ninguna importancia, Roger —dije—; porque encontramos lo que fuimos a buscar en Oriente…

—¿Qué quieres decir? —preguntó Rocafort—. ¿El Reino del Preste Juan?

A continuación hice un minucioso relato de todo lo que nos había sucedido desde que emprendimos nuestro viaje hacia Oriente. Cuando terminé, tiempo después, la noche era ya muy avanzada, y en los rostros de Rocafort e Irene se dibujaba el asombro y algo de escepticismo. Pero no en el de Roger, que sonreía con satisfacción.

—Ciertamente es un historia difícil de creer —dijo Berenguer de Rocafort rascándose la piel bajo la barba.

—Pues es la verdad —dije, y le ordené a Sausi que les mostrara algunas de las maravillas que habíamos traído con nosotros. Las asombrosas heliografías de Apeiron fueron pasando de mano en mano por todos los comensales, y después Guzmán y Guillem hicieron en el patio una demostración del temible poder de los
pyreions
.

—Nunca hubiera dudado de tu palabra —me dijo Roger más tarde, de nuevo en el salón—, pero no alcanzo a imaginar lo que esto va a suponer a partir de ahora para todos nosotros.

Berenguer de Rocafort entrecerró los ojos, y dijo:

—Para empezar deberías intentar recuperar la fe de tus hombres; que están cansados, hartos de no recibir las pagas y faltos de moral por la lejanía de su tierra.

Vi cómo estas palabras afectaban a Roger, que pensaba que la fidelidad de sus almogávares era algo que no tendría que cuestionarse nunca.

—Ha sido un día demasiado largo —dijo poniéndose en pie—. Mañana me ocuparé de esos asuntos. Ahora necesito un descanso.

Mientras abandonaba el salón, su mirada se cruzó con la mía; y creí descubrir en ella una especie de indiferencia que me asustó. Roger estaba ciertamente cansado por el curso que habían tomado los acontecimientos. Y la huida de su esposa a Constantinopla le hacía contemplarlo todo con un peligroso distanciamiento emocional.

Pensé que en esos momentos su actitud podría resultar fatal. Como así resultó ser.

5

Roger de Flor era de esos hombres que frente a la adversidad, se enardecen y se tensan, como un resorte forzado a su máxima elasticidad. Roger de Flor no se volvía jamás de espaldas a las dificultades, y al día siguiente despachó correos a todas las capitanías convocando a reunión a los jefes de su disperso ejército almogávar.

De Cícico a Metellín, de los aledaños de Andrinopolis, los almocadenes de las pequeñas guarniciones almogávares, desparramados por la piel del Imperio, acudieron al escuchar la consigna de que su Capitán convocaba una reunión extraordinaria.

Y Roger de Flor compareció ante los jefes del ejército catalán con el obligado gran atuendo de quien es Primer Adalid: fino sayo recamado de oro, bien trenzada cota de malla, bonete con broches de pedrería de gran dignatario del Imperio, y espada del mejor temple genovés. Su presencia en el patio de armas del castillo del gobernador de Gallípoli, en medio de sus caballeros almogávares, fue saludada con estridente entusiasmo, mientras flameaba en lo alto de las almenas la señera de Aragón.

—¡Oídme, almogávares! —gritó Roger, alzando los brazos para pedir silencio.

—No sabemos si habrá paciencia para escucharte —dijo uno de los almocadenes, con expresión hosca—, cuando tanto tenemos que decirte.

—Me oiréis porque yo os lo ordeno. ¿O hay alguno que no quiera escucharme? —preguntó Roger con arrogancia. Desafiándoles con su figura altiva y su mirada de domador. Ése era su jefe. Si alguno lo había olvidado, lo recordó en aquel preciso instante—. Los hombres como vosotros y como yo no heredamos imperios; los hacemos —siguió diciendo Roger—. Las diferencias con el emperador Andrónico carecen de importancia cuando lo que os traigo vale más que muchos Imperios…

—¿Y las pagas que nos deben…? —dijo otro almocadén con tono sarcástico—. ¿Le hacemos el honor a Andrónico de no cobrarlas?

—Son insuficientes para comprar nuestras victorias —replicó Roger.

—Pues yo me conformo con eso —incidió otro.

—El Emperador ofrece una provincia de Asia a cada uno de nosotros, como pago —dijo Roger—. Cobraremos todos en plata, en honores y en dignidad. Las compañías almogávares, dueñas de Asia Menor, harán del Imperio de los Paleólogo un reino feudatario. Aquí, en Gallípoli, está brotando un semillero de nuevas alcurnias aragonesas. Pero antes debemos cumplir una última misión en Oriente. Por el Imperio, y por nosotros mismos. Debo anunciaros que hemos triunfado, y que, tal y como vuestros camaradas que han conseguido regresar de este peligroso viaje os confirmarán, hemos encontrado el reino del Preste Juan, y las riquezas y el poder que encierra…

Roger le hizo una señal a Sausi Crisanislao que había permanecido en silencio tras él, y el búlgaro avanzó unos pasos hacia los almocadenes, y enarboló un
pyreion
cargado y listo para ser disparado. Los almogávares miraron el artilugio sin comprender, y Sausi se lo llevó al hombro, apuntó, e hizo fuego.

La bala destrozó un gran jarrón a espaldas de los almocadenes, y éstos retrocedieron sorprendidos y desorientados por el estampido.

—Esto es sólo una de las muchas maravillas que encontraremos en esa ciudad perdida en el lejano Oriente —exclamó entonces Roger, triunfante—. El camino es largo, y lleno de peligros, pero nosotros somos los mejores guerreros del mundo y triunfaremos una vez más. Salvaremos la ciudad y regresaremos cargados de riquezas, a tomar posesión de nuestros feudos en el Imperio.

—¿Y quién velará para que los griegos no nos traicionen nuevamente? —preguntó Berenguer de Rocafort desde la primera fila de almocadenes—. ¿Para que no se sirvan una vez más de nuestra sangre y nuestro esfuerzo, y luego nos dejen sin nada?

—Yo me ocuparé de eso —dijo Roger—. Viajaré a Constantinopla en persona, y obtendré de Andrónico Paleólogo un compromiso tan firme como el acero.

Días después, Roger ordenó a su almirante Fernando de Ahonés que preparara cuatro galeras para trasladarle, junto a doña Irene, a mí mismo, y a una escolta de ciento cincuenta de sus fieles almogávares capitaneados por Sausi Crisanislao, hasta Constantinopla. Pero antes de partir, recibimos una misiva de Miguel Paleólogo.

El co-regente invitaba a Roger y a su séquito a que le visitaran en su palacio de Andrinópolis, donde pretendía agasajarles con una comida íntima. Un alto honor viniendo del príncipe del Imperio que Roger no podía rechazar sin quedar en entredicho.

Pero doña Irene quedó aterrorizada por esta invitación. Intentó, sin conseguirlo, disuadir a Roger de que acudiera. Después, al no lograr que Roger siguiera sus consejos, cometió el error de pedir la colaboración de los almocadenes de la Compañía —Berenguer de Entenza, Rocafort, Ahonés y Galcerán— para convencerle.

Pero era precisamente ante ellos donde Roger no podía dar pruebas de la menor debilidad. Y el veintidós de abril del año de nuestro Señor de mil trescientos cinco, llegamos a la ciudad fortaleza de Miguel Paleólogo. Era miércoles de la segunda semana de la Pascua que llaman de Santo Tomás cuando el jefe de la Gran Compañía Catalana, hacía, contra viento y marea, una visita de cumplido al heredero del Imperio.

Miguel Paleólogo recibió a Roger de Flor con toda la protocolaria solemnidad de un jefe de estado a otro. Para recibirlo, Andrinópolis se vistió con sus más ricas galas y los griegos esgrimieron sus más agradables sonrisas. En los viejos torreones de la ciudad, flameaba la insignia barrada de Aragón, y la pequeña corte palaciega de Andrinópolis se prodigó en reverencias respetuosas hacia el extemplario.

Las ceremonias oficiales se sucedían una tras otra con la maestría nacida de una experiencia milenaria. Ni una nota discordante ni un gesto sospechoso. Miré a Roger y vi que estaba encantado de su decisión de haber venido; de no haber escuchado las obsesivas advertencias de su suegra. ¿Qué hubiera pensado Miguel Paleólogo de un César del Imperio que no se atreviese a venir a su guarida?

En un momento dado, entre un acto y otro, se acercó a mí y me susurró:

—Quizá todo pueda enderezarse, viejo, y los griegos estén dispuestos a venir con nosotros al rescate de Apeiron. Una expedición conjunta tendría menos riesgos, y los beneficios, al final, nos alcanzarán a todos por igual. Quizá debería mostrarle a Miguel algunas de las nuevas armas que habéis traído de Apeiron…

Yo dudé, algo desorientado por el entusiasmo de Roger, y le dije:

—Creo que sería mejor esperar a que lleguemos a Constantinopla, y entonces hablarle de los resultados de nuestra expedición cuando estemos reunidos con Andrónico y sus ministros.

—Es posible —admitió Roger—. En cualquier caso, conforme se vayan desarrollando los acontecimientos, iré decidiendo qué hacer.

Me volví entonces hacia doña Irene. Estaba rígida en su silla, y miraba nerviosa a un lado y a otro en duro contraste con la tranquila actitud de Roger. Todo aquel plácido agasajo y el oropel que nos rodeaba, no parecía calmarla en lo más mínimo.

Pero ella es griega
—pensé—,
y sabe cómo actúan sus compatriotas
.

Y este pensamiento me llenó de desasosiego.

6

Roger recibió la máxima dignidad concedida jamás a un capitán mercenario: sentarse con Miguel Paleólogo y su esposa a la suntuosa mesa de palacio, en un magnífico sillón cubierto de ricas lacas, y cargado de adornos de oro, frente a una mesa exquisitamente servida, donde desfilaron los mejores vinos de Grecia y las viandas más cuidadosamente cocinadas.

La conversación con Miguel Paleólogo era agradable, pero doña Irene no estaba pendiente de ella. Su mirada permanecía fija en una puerta del salón que había permanecido cerrada desde nuestra llegada. Camareros y sirvientes hacían uso de otras dos puertas, pero aquélla no se había abierto.

Me pregunté si esto tendría algún significado.

Miré a Sausi, que permanecía en pie a un lado del salón, supervisando el trasiego de platos y fuentes, y esto me tranquilizó; el enorme y bravo búlgaro que me había salvado la vida en tantas ocasiones… ¿qué mal podía suceder estando él presente?

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