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Authors: Máximo Gorki

La madre (21 page)

BOOK: La madre
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—¡Mitri —temblaba una voz de mujer—, ten mucho cuidado!

—¡Déjame en paz!

Se escuchó la voz de Sizov, grave, persuasiva:

—¡No, no hay que dejar solos a los jóvenes! Su audacia es más sensata que nuestra prudencia. ¿Quiénes lo han hecho todo en la historia del kopek del pantano? ¡Ellos! No debemos olvidarlo. Los han encarcelado por algo de lo que todos hemos obtenido provecho.

El sombrío mugido de la sirena ahogó el rumor de las conversaciones. Un estremecimiento recorrió la muchedumbre, los que estaban sentados se levantaron, en un momento todo quedó inmóvil, en una espera tensa, y muchos rostros palidecieron.

—¡Camaradas!

Era la voz de Paul, sonora y firme. Una seca niebla veló los ojos de la madre, y, recuperando de un solo golpe todas sus energías, se colocó al lado de su hijo. Todos se volvieron hacia Paul, rodeándolo como limaduras de hierro atraídas por un imán. La madre miraba a su hijo y sólo veía sus ojos, orgullosos, audaces, ardientes…

—¡Camaradas! Nosotros, que hemos decidido declarar abiertamente quiénes somos, levantamos hoy nuestra bandera, la bandera de la razón, de la verdad, de la libertad.

Un asta larga y blanca apareció en el aire, se inclinó, desapareció entre la multitud y, un instante después, se irguió desplegando, como un pájaro escarlata, la ancha bandera del pueblo trabajador.

Paul levantó el brazo. El asta vaciló. Decenas de manos asieron la madera lisa y blanca, y entre estas manos estaba la de la madre.

—¡Viva el pueblo trabajador! —gritó.

Centenares de voces le respondieron en un eco sonoro.

—¡Viva el partido obrero socialdemócrata! ¡Nuestro partido, camaradas, nuestra Patria espiritual!

La multitud hervía; quienes comprendían el significado del estandarte se abrieron camino hasta él. Mazine, Samoilov, los dos Goussev, se situaron al lado de Paul. Nicolás Vessovchikov, la cabeza baja, ordenaba a la gente. Otros que la madre no conocía, jóvenes de mirada inflamada, iban rechazando la masa.

—¡Vivan los obreros de todos los países! —gritó Paul.

Y con una fuerza y alegría crecientes, mil voces le respondieron, cuyo eco sacudía el alma.

La madre tomó la mano de Nicolás y la de algún otro, las lágrimas la ahogaban sin llorar, y le temblaban las piernas. Dijo balbuceante:

—Hijos míos…

Una amplia sonrisa se esparció por el picado rostro de Nicolás, miraba a la bandera y gritaba algo que no se entendía, tendiendo la mano hacia ella. De pronto, esta mano se bajó, cogió por el cuello a la madre, la besó y se echó a reír.

—¡Camaradas! —comenzó el Pequeño Ruso, cubriendo, con su voz dulce y cantarina, el ruido de la multitud—. Nuestra procesión marcha en nombre de un nuevo Dios: el dios de la luz y la libertad. Nuestro objetivo está aún lejos, y la corona de espinas muy cerca. Los que no creen en la fuerza de la verdad, los que no tienen el valor de defenderla hasta la muerte, los que no tienen confianza en sí mismos y temen el sufrimiento, deben marcharse. Llamamos a los que creen en la victoria; quienes no tengan fe en nuestro anhelo, que no nos sigan. Solamente les espera la desgracia. ¡Formad las filas, camaradas! ¡Viva la fiesta de los hombre libres! ¡Viva el Primero de Mayo!

La muchedumbre se hizo más compacta. Paul agitó la bandera, que se desplegó flotando, estallando bajo el sol en una amplia sonrisa roja.

—Arriba los pobres del mundo… —entonó Théo Mazine con voz fuerte.

Decenas de voces continuaron, en una ola suave y poderosa:

—En pie los esclavos sin pan…

Con una sonrisa ardiente en los labios, la madre caminaba detrás de Mazine, y por encima de las cabezas veía a su hijo y a la bandera. A su alrededor danzaban caras alegres, ojos de todos los colores… Su hijo y Andrés iban al frente. Oía sus voces; la de Andrés, dulce y velada, se mezclaba amistosamente con la de Paul, llena y más baja:

—Agrupémonos todos — en la lucha final…

Y todo el mundo corría gritando al encuentro del estandarte rojo, se mezclaba a la multitud y seguía con ella, y los gritos se apagaban entre el sonido del canto, aquel cántico que en casa se entonaba más bajo que cualquier otro y que en la calle corría como un río igual y sin meandros, de una potencia terrible, parecía la voz de la audacia, que si llamaba a los hombres a seguir el largo camino que conduce al futuro, también hablaba lealmente de las pesadas Pruebas que en dicho camino les aguardaban. En su enorme llama serena se fundían las sombrías escorias del pasado, la dura cadena de los sentimientos rutinarios, y el maldito temor de lo nuevo se reducía a cenizas.

Un desconocido, a la vez atemorizado y alegre, se balanceaba al ritmo del cántico, al lado de la madre, y una voz temblorosa de sollozos, le interpeló:

—Mitri, ¿a dónde vas?

Pelagia respondió sin detenerse:

—Déjelo ir y no se inquiete. Yo también llevo mi miedo en primera fila. ¡El que lleva la bandera es mi hija!

—¡Bandidos!, ¿dónde váis? ¡Hay soldados ahí abajo!

Y, cogiendo súbitamente con su mano huesuda el brazo de Pelagia, la mujer, alta y flaca, exclamó:

—¡Cómo cantan…! Y Mitri también.

—No se inquiete —susurró la madre—. Es una cosa santa… Diga que no existiría Cristo„ si las gentes no muriesen por su amor.

Este pensamiento había nacido bruscamente en su espíritu, y la había sorprendido por su verdad, clara y sencilla. Miró el rostro de la mujer que le apretaba el brazo, y repicó con sonrisa atónita:


¡No habría Cristo, si las gentes no muriesen por amor de Nuestro Señor!

Sizov apareció a su lado. Se quitó el gorro y lo agitó al ritmo del canto:

—Van derechos, ¿eh, madre? ¡Han inventado un himno…, y qué himno, madrecita! No tienen miedo de nada… Pero mi hijo está en la sepultura…

El corazón de la madre latió más fuerte y se detuvo un instante. La rechazaron a un lado y se encontró acorralada contra una valla; mientras la espesa ola humana pasaba ante ella, vio cuán numerosa era la muchedumbre, y esto la alegró.

—Arriba los pobres del mundo…

Hubiérase dicho que un clarín gigantesco cantaba en el aire, reanimando a los hombres, despertando en unos la combatividad, en otros una confusa satisfacción, el presentimiento de algo grande y nuevo, una curiosidad ardiente: aquí hacía nacer una turbadora esperanza, allí liberaba el áspero torrente de la ira acumulada en el curso de los años.

Todos miraban hacia adelante, al lugar donde se balanceaba y flotaba la bandera roja.

—¡Ya están en marcha! —aulló una voz entusiasmada—. ¡Bravo, muchachos!

Y el hombre, experimentando sin duda un sentimiento demasiado grande para expresarlo en palabras corrientes, se puso a jurar con energía. Pero también el odio, el odio sombrío y ciego del esclavo silbaba como una serpiente, se retorcía en términos rabiosos, alarmado por la luz que lo delataba.

—¡Herejes! —gritó alguien con voz cascada, agitando desde una ventana su puño amenazador. Y un murmullo penetrante, obsesivo, hirió los oídos de la madre:

—¿Contra el Emperador? ¿Contra Su Majestad el Zar? ¿Revolución…?

Rápidas figuras pasaban a su lado, hombres y mujeres saltaban, corrían; la multitud semejaba una oscura lava arrastrada por el cántico, cuyos acentos poderosos parecían derribar y trastornar todo a su paso. La madre miraba a lo lejos el estandarte rojo, no veía a su hijo, pero tenía la visión de su rostro bronceado y de su mirada ardiendo en la devoradora llama de la fe.

Se encontraba ahora en las últimas filas, entre gentes que caminaban sin apresurarse, que miraban hacia adelante con la indiferencia y la fría curiosidad del espectador, para el cual el desenlace de la obra no tiene secretos; marchaban diciéndose a media voz, con seguridad:

—Hay una compañía junto a la escuela y otra en la fábrica.

—Ha venido el gobernador…

—¿Es verdad?

—Lo he visto con mis propios ojos.

Alguien profirió unos pintorescos juramentos, y dijo:

—De todos modos, empiezan a tenernos miedo. Si han venido tropas, y el gobernador…

—Queridos, hijos míos… —estas palabras latían en el pecho de la madre.

Pero los que estaban en torno a ella eran seres fríos y sin vida. Apresuró el paso para alejarse de estos compañeros casuales, y no le costó gran trabajo superar su marcha lenta y perezosa.

De pronto, la cabeza del cortejo pareció tropezar con un obstáculo. El largo cuerpo vaciló sin detenerse, y un inquieto rumor lo recorrió. La canción se estremeció también; luego, continuó más fuerte, más de prisa. Y de nuevo, la densa ola de sonidos disminuyó, se deslizó hacia atrás. Las voces callaron una tras otra, las exclamaciones brotaron, aquí y allá, para devolver al coro la misma plenitud, para empujarlo hacia adelante:

—Arriba, los pobres del mundo…

—En pie, los esclavos sin pan…

Pero ya no había en esta llamada la misma unidad llena de viril seguridad, y se sentía el estremecimiento de la ansiedad.

La madre no veía nada, no sabía qué pasaba en la primera fila. Separando a la masa, se abría rápidamente un camino. Las gentes confluían hacia ella, las cabezas se inclinaban, las cejas se fruncían, algunos sonreían embarazosamente, otros silbaban burlones. Ella examinaba angustiada los rostros, sus ojos preguntaban, suplicaban, llamaban…

La voz de Paul resonó:

—¡Camaradas! Los soldados son gente como nosotros. No nos atacarán. ¿Por qué habrían de hacerlo? ¿Porque llevamos a todos la verdad? Ellos también necesitan esta verdad. No la comprenden todavía, pero se acerca el tiempo en que se levantarán también a nuestro lado, para marchar, no bajo las banderas del pillaje y el asesinato, sino bajo nuestro estandarte, ¡el de la libertad! Y para que comprendan antes nuestra verdad, debemos seguir adelante. ¡Adelante, camaradas! ¡Siempre adelante!

La voz de Paul era firme, y sus palabras sonaban, en el aire, limpias y claras, pero la multitud se disolvía. Unos tras otros, se iban, quién hacia la derecha, quién hacia la izquierda, camino de sus casas, deslizándose a lo largo de los muros. El cortejo tenía ahora la forma de una cuña de la que Paul era la punta, y sobre su cabeza llameaba, roja, la bandera del pueblo obrero. La muchedumbre parecía un pájaro negro que, desplegando ampliamente sus alas, se mantenía al acecho, pronto a alzarse y volar, y Paul era el pico.

XXVIII

Al extremo de la calle, cerrando el acceso a la plaza, la madre vio un muro gris de hombres sin rostro, uniformes. Sobre el hombro de cada uno de ellos, la hoja fina y acerada de la bayoneta lanzaba un frío destello. Y desde este muro silencioso, inmóvil, parecía soplar, sobre los obreros, un viento helado que penetraba hasta el corazón de la madre.

Se hundió entre la masa para alcanzar a los que ella conocía; estaban delante, junto a la bandera, y se confundían, con los desconocidos como para apoyarse en ellos. Se encontró oprimida contra un hombretón sin barba, era tuerto y volvió bruscamente la cabeza para mirarla:

—¿Qué haces aquí? ¿Quién eres? —preguntó él.

—La madre de Paul Vlassov —respondió ella.

Sentía que le temblaban las piernas y el labio inferior descendió involuntariamente.

—¡Ah! —dijo el tuerto.

—¡Camaradas! —volvía a decir Paul—, la vida entera está ante nosotros…, no tenemos otro camino.

Se siguió un silencio expectante. La bandera se alzó, se balanceó, flotó calmosamente sobre las cabezas y llegó sin tropiezo hasta la muralla de soldados. La madre se estremeció, cerró los ojos y lanzó un gemido. Paul, Andrés, Samoilov y Mazine se destacaron de la multitud.

La clara voz de Théo Mazine vibró lenta:


Agrupémonos todos…
—entonó.


… en la lucha final…
—respondieron como un eco dos voces bajas, sordas, como dos pesados suspiros. Las gentes volvieron a ponerse en marcha, hiriendo cadenciosamente el suelo. Y un nuevo canto se elevó, con acento arrebatador y resuelto:


Y se alcen los pueblos con valor…
—moduló la voz fuerte y límpida de Théo.


… en la Internacional…
—concluyeron en coro los camaradas.

—¡Ah, ah!—gritó alguien malignamente—, ¡empezáis a cantar el oficio de difuntos, hijos de puta!

—¡Matadlo! —resonó una exclamación de rabia.

La madre oprimió su pecho con ambas manos; miró en torno y vio que la multitud que llenaba la calle, antes una masa compacta, Permanecía quieta e indecisa; de ella se destacaron los hombres con la bandera. Solamente unas decenas de personas los siguieron; a cada paso había alguno que saltaba a un lado, como si el pavimento estuviese incandescente y abrasase las suelas.


Y la injusticia caerá…
—profetizó el canto en los labios de Théo.


… y el pueblo se levantará…
—le respondió un coro de voces fuertes, seguras y amenazadoras.

Pero a través de la armonía del himno, resonaron unas palabras frías:

—¡Preparados!

Y un grito brutal:

—¡Bayonetas, cierren!

Las bayonetas describieron una curva en el aire, bajaron y se tendieron en dirección a la bandera, burlonas, irónicas.

—¡Adelante!

—¡Ya están andando! —dijo el tuerto y, hundiendo las manos en los bolsillos, se alejó a grandes zancadas.

Fijos los ojos, la madre miraba.

La ola gris de los soldados se alzó, y extendiéndose en todo el ancho de la calle, vino hacia adelante con un movimiento regular de autómata, proyectando ante sí la red perforada de los centelleantes dientes de acero. A grandes pasos, la madre se aproximó a su hijo; vio a Andrés dar también un paso para colocarse ante él y protegerlo con su largo cuerpo.

—¡A mi lado, camarada! —gritó Paul, en tono rudo.

Andrés cantaba, las manos cruzadas a la espalda, erguida la cabeza. Paul lo empujó por un hombro y exclamó de nuevo: —¡A mi lado! ¡No tienes derecho! ¡La bandera debe ir delante!

—Dispersaos —gritó un alfeñique de oficial, con voz aguda, agitando el sable desnudo.

Caminaba levantando mucho los pies, sin doblar las rodillas, hiriendo el suelo de modo provocador. A la madre le dio en los ojos el brillo de sus botas.

A su lado, un poco más atrás, caminaba pesadamente un hombre bien afeitado, de alta estatura y espeso bigote gris; vestía un largo abrigo gris forrado en rojo, y unas franjas amarillas ornaban sus pantalones. Como el Pequeño Ruso, cruzaba las manos a la espalda y, levantando las espesas cejas grises, miraba a Paul.

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