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Authors: Máximo Gorki

La madre (37 page)

BOOK: La madre
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Su voz corría igual, encontraba sin dificultad las palabras, y, como perlas de vidrio multicolores, las enhebraba segura sobre el sólido hilo de su deseo de purificar su corazón de la sangre y el fango de aquella jornada. Veía que los campesinos parecían haber echado raíces en el sitio donde su relato los había encontrado, que no se movían, que la miraban gravemente; oía la entrecortada respiración de la mujer sentada a su lado, y todo aquello fortalecía su fe en lo que decía y prometía.

—Todos los que arrastran una existencia penosa, los aplastados por la miseria, los privados de todo derecho, sometidos a los ricos y a sus lacayos, toda la gente del pueblo debe ir al encuentro de los hombres que por ellos sufren en las prisiones, que van a la tortura y a la muerte. Estos nos muestran, sin interés personal, dónde está el camino de la felicidad para todos. Dicen sinceramente que es un camino duro, que no arrastrarán a nadie a la fuerza, pero cuando uno se alista en sus filas ya no los abandona, porque ve que tienen razón, que su camino es el bueno y que no hay otro.

Era dulce para la madre ver realizado, por fin, su deseo. Ahora era ella quien hablaba de la verdad a las gentes.

—El pueblo puede avanzar con semejantes amigos, no se dejarán detener por monadas, no se detendrán hasta que hayan vencido a todos los mentirosos, los malvados y los avaros; no se cruzarán de brazos en tanto que el pueblo no haya formado una sola alma, hasta que no diga a una sola voz «soy el dueño, y yo haré leyes iguales para todos…».

Calló fatigada, miró a sus compañeros. Tenía la tranquila certeza de que sus palabras no se desvanecerían sin dejar huella. Los campesinos la miraban fijamente y parecían esperar que continuase. Peter había cruzado los brazos, pestañeaba, una sonrisa temblaba sobre sus pecosas mejillas. Stefan, un codo sobre la mesa, inclinaba hacia adelante todos su cuerpo, el cuello tenso como si aún escuchase; una sombra sobre su rostro le hacía parecer más sereno. Sentada junto a la madre, Tatiana, los codos en las rodillas, miraba la punta de sus pies.

—Sí, así es exactamente —murmuró Peter, y se sentó en el banco, moviendo la cabeza.

Stefan se irguió lentamente, miró a su mujer y abrió los brazos como si quisiera estrechar algo en ellos.

—Si hay que ponerse a tal obra —comenzó en voz baja y pensativa—, habrá que entregarse de todo corazón….!

Peter intervino tímidamente:

—Sí…, sin mirar atrás.

—Es una gran empresa —continuó Stefan. —¡Para todo el mundo! —completó Peter.

XVIII

Apoyada en la pared, la cabeza echada hacia atrás, la madre escuchaba sus reflexiones. Tatiana se levantó, miró en torno y volvió a sentarse. Sus ojos verdes brillaban con un seco destello, y lanzaba ojeadas de descontento y desprecio a los dos hombres.

—Se ve que ha tenido usted muchas penas —dijo de pronto a la madre.

—¡Que si las he tenido!

—Usted habla bien, y sus palabras convencen. Uno se dice: ¡Señor, si pudiéramos ver, aunque sólo fuese por una rendija, gente así y vida así! ¿Cómo vivimos? Como animales. Mire, yo sé leer y escribir, he leído libros, pienso mucho, y de noche, a veces, tengo ideas que no me dejan dormir. ¿Y de qué sirve? Si no pensase… Me hago mala sangre para nada, y si pienso tampoco sirve de nada.

Su mirada era irónica, y algunos momentos se detenía, cortando súbitamente el hilo de sus frases como una hebra entre los dientes. Los campesinos callaban. El viento acariciaba los vidrios de la ventana, bramaba en la bardana del techo, mugía sordamente en la chimenea. Un perro aullaba. De cuando en cuando unas gotas de lluvia golpeaban de través los cristales. La llama de la lámpara tembló, palideció, pero inmediatamente volvió a brillar viva e igual.

—He oído lo que usted decía, que los hombres deben vivir para algo. Y me hizo gracia ver que yo ya sabía todo eso. Pero antes de usted, no lo había escuchado nunca, y jamás tuve semejantes pensamientos.

—Hay que cenar, Tatiana, y luego apagar la lámpara —dijo Stefan con voz monótona y lenta—. La gente se dará cuenta de que hay luz hasta muy tarde en casa de los Tchoumakov. Para nosotros no tiene importancia, pero para la visitante quizá no sea muy bueno…

Tatiana se levantó y comenzó a trajinar en el horno.

—Sí —dijo Peter en voz baja y sonriendo—. Ahora, compadre, hay que estar en guardia. Cuando el periódico vuelva a aparecer…

—No hablo por mí. Incluso, si me detienen, no será una gran desgracia.

Su mujer se acercó.

—Despeja la mesa.

El se levantó, se hizo a un lado, y mirándola poner los cubiertos, dijo con una sonrisa:

—Cinco kopeks pieza son el precio por cada uno de nosotros…, y eso cuando se reúnen cien.

De pronto, la madre sintió piedad por él, cada vez le agradaba más. Después de haber hablado se sentía aliviada, aligerada del innoble peso de aquel día. Estaba satisfecha de sí misma y quería ser buena para todos.

—No es justo lo que dices, patrón —exclamó—. Un hombre no está obligado a aceptar el precio que le ponen los que no buscan en él sino su sangre. Debes saber lo que vales, no para tus enemigos, sino para tus amigos.

—¿Qué amigos? —dijo el campesino—. Los amigos duran hasta que hay un hueso que disputarse.

—Pero, sin embargo, el pueblo tiene amigos.

—Los tiene, pero no aquí —replicó Stefan, pensativo.

—Bien, pues hay que hacérselos aquí.

Stefan meditaba.

—Sí…, es lo que hace falta.

—Sentaos a la mesa —invitó Tatiana.

Durante la cena, Peter, a quien las frases de la madre habían abatido y desconcertado, según la apariencia, comenzó de nuevo a hablar vivamente:

—Para que no le echen el ojo encima, como suele decirse, será mejor que salga de aquí temprano. Vaya a tomar un coche en el relevo siguiente, pero no en el de la aldea.

—¿Por qué? Yo la llevaré —dijo Stefan.

—Ni pensarlo. Si ocurre algo te preguntarán: «¿ha dormido en tu casa?» «Sí» «¿Dónde ha ido?» «La he acompañado yo.» «Ah, ¿con que la has acompañado?» «¡A la cárcel!» ¿Te das cuenta? ¿Tienes mucha prisa de ir a la cárcel? ¿Para qué? Hay tiempo, el día llegará y el Zar morirá, como dice el refrán. Pero si dices simplemente: «Ha dormido aquí, ha alquilado un coche y se ha ido», no te harán nada. Hay mucha gente que pasa la noche en casa de Peter o de Paul. Nuestra aldea es muy frecuentada.

—¿Dónde has aprendido a tener miedo, Peter? —preguntó Tatiana con ironía.

—Hay que saber de todo, comadre —contestó él, golpeándose la rodilla—. Saber tener miedo y saber tener valor. ¿Te acuerdas de cómo maltrató el jefe del distrito a Vaganov, a causa de ese periódico? Ahora Vaganov no coge un libro en la mano ni por todo el dinero del mundo. Creedme, soy muy listo, inventando jugarretas, todos lo saben. Los libritos y las hojas los repartiré debidamente y en buena forma. La gente de aquí, por supuesto, es perezosa y no tiene instrucción, pero de todos modos, las cosas que pasan ahora les dan en las costillas, y ningún hombre puede negarse a restregarse los ojos y preguntarse qué quiere decir todo esto. Entonces, el librito les contesta sencillamente: toma, mira lo que esto quiere decir, piensa y comprende. Hay veces en que el analfabeto comprende mejor que el hombre culto, sobre todo si éste come bien. ¡Conozco el país, y veo muchas cosas!, así que, lo repito, se puede ir tirando, pero hace falta cerebro y habilidad para que no le pesquen a uno a las primeras de cambio. Las autoridades huelen las novedades. Los aldeanos están reacios, sonríen poco y sin dulzura, y quieren prescindir de las autoridades. El otro día, en Smoliakovo, que es una aldeíta de aquí cerca, vinieron a cobrar los impuestos, pero los campesinos se alborotaron y cogieron las horquillas. El comisario les dijo enérgicamente: «¡Ah, hijos de zorra! Así que os volvéis contra el Zar…» Había allí un mujik que se llama Spivakine que le contestó: «¡A la mierda vosotros y vuestro Zar! ¿Qué especie de Zar es ése que nos arranca del cuerpo nuestra última camisa?» ¡Así estamos, madrecita! Claro que a Spivakine le agarraron y está preso, pero lo que dijo quedó, lo repiten hasta los niños, ¡grita, está vivo!

No comía y hablaba, hablaba en un rápido susurro. Sus astutos ojos negros brillaban vivaces, y exponía exuberantemente ante la madre sus innumerables observaciones sobre la vida del campo, como si estuviese vaciando un saco de calderilla.

Por dos veces, Stefan le dijo: —Pero come…

Cogía un trozo de pan, una cuchara, y se deshacía nuevamente en palabras, como un jilguero joven en trinos. Por fin, terminada la cena, saltó sobre sus pies y declaró:

—Bueno, es hora de marcharme.

De pie ante la madre, sacudió la mano de ésta.

—¡Adiós! Puede que no volvamos a vernos. Tengo que decirle que todo me pareció muy bien. Fue bueno conocerla y escucharla. ¿Hay algo más en su maleta, aparte los libros y los periódicos? ¿Un pañuelo de lana? Perfectamente, un pañuelo de lana, acuérdate, Stefan. En seguida traigo la maleta. Vamos, Stefan. ¡Adiós, que le vaya bien!

Cuando salieron, se oyó el arañar de las cucarachas, el juego del viento sobre el tejado y su ronquido en la chimenea. El monótono batir de la finó lluvia en la ventana. Tatiana preparó un catre para Pelagia con unos abrigos que echó sobre el banco.

—¡Es un muchacho despierto! —observó la madre.

—Una campanilla, que suena y no se oye de lejos.

—¿Y su marido?

—Es buen hombre, no bebe, nos llevamos bien… Sólo que es débil de carácter.

Se irguió, y después de un breve silencio, dijo:

—¿Qué hay que hacer ahora? ¡Sublevar al pueblo! ¡Desde luego! Todo el mundo lo piensa…, solamente que cada uno lo piensa en su rincón. Y hay que decirlo bien alto, y que alguien se decida a ser el primero.

Se sentó en el banco y preguntó de golpe:

—¿Usted dice que hay hasta señoritas que se ocupan de eso, que van a leer para los obreros…, y no les repugna, no tienen miedo?

Y tras haber escuchado atentamente la respuesta de la madre, lanzó un profundo suspiro y continuó, bajando la cabeza:

—Una vez, en un libro, leí estas palabras: «la vida no tiene sentido». ¡Esto sí que lo comprendí pronto! Conozco la vida. Se piensan cosas, pero sin unirlas unas a otras, van como ovejas sin pastor, sin nadie que las reúna… Entonces, esta vida no tiene sentido. Si pudiera dejarla sin mirar atrás…, es muy triste, cuando llega a comprenderse algo.

La madre veía esta tristeza reflejada en la seca luz de los ojos verdes, en el flaco rostro, la oía en la voz. Quiso consolarla, mostrarle afecto…

—Pero usted, querida mía, comprende lo que hay que hacer…

Tatiana la interrumpió con dulzura:

—Hay que saberlo… Acuéstese, tiene lista la cama.

Fue hacia la estufa y se mantuvo allí, silenciosa, derecha, el aire severo y concentrado. La madre se acostó sin desnudarse; sentía en los huesos una dolorosa fatiga, y gimió suavemente. Tatiana sopló la lámpara y cuando la densa oscuridad cubrió la cabaña, su voz baja y monótona se oyó de nuevo, como si quisiera borrar alguna cosa en el liso manto de las aplastantes tinieblas:

—Usted no reza. Yo también creo que no hay Dios…, ni milagros.

La madre se revolvió inquieta en la yacija. Por la ventana parecía mirarla la insondable oscuridad, y en el silencio trepaba insistente un roce, un arañar apenas perceptible. Temerosamente, casi en un murmullo, dijo:

—En cuanto a Dios, no lo sé, pero en Cristo sí creo…, y en sus palabras: «Ama a tu prójimo como a ti mismo…» ¡Sí, creo! Tatiana callaba. En la sombra, la madre percibía el vago contorno de su silueta erguida, gris sobre el fondo negro de la estufa. Pelagia, angustiada, cerró los ojos.

De pronto, sonó una voz helada:

—No puedo perdonar la muerte de mis hijos, ni a Dios ni a los hombres, ¡nunca!

Pelagia, conmovida, se levantó, comprendiendo la profundidad del dolor que dictaba aquellas palabras:

—Es joven, puede aún tener hijos —díjole afectuosamente.

—¡No!, estoy agotada, y el médico dice que no concebiré nunca más…

Un ratón corrió sobre el suelo. Un crujido seco y sonoro rompió la inmovilidad del silencio, como un relámpago invisible.

De nuevo se oyeron distintamente los roces y rebote de la lluvia sobre la bardana del techo, que parecía desflorada por dedos menudos y tímidos. Sobre el suelo caían melancólicamente las gotas de agua, ritmando el lento curso de la noche de otoño.

En medio de un pesado sopor, la madre oyó sordos pasos en la calle, en la entrada. La puerta se abrió con precaución y una voz ahogada llamó:

—Tatiana, ¿estás acostada?

—No.

—¿Ella está durmiendo?

—Seguramente.

Una llama brotó, vaciló y se ahogó en la oscuridad. El campesino se acercó al lecho de la madre y subió más la pelliza de carnero que abrigaban sus piernas. Esta atención emocionó a Pelagia, que sonrió con los ojos cerrados. Stefan se desnudó en silencio y trepó a su litera. Todos los ruidos cesaron.

Prestando oído atento a las oscilaciones perezosas del somnoliento silencio, la madre permanecía inmóvil; ante ella, en las tinieblas, se dibujaba el rostro ensangrentado de Rybine.

De la litera le llegó un murmullo.

—Ya ves, mira qué gente se ocupa de esto… Ya mayores, que han tenido mil desgracias, que han trabajado y ahora tendrían que descansar, y míralos… Y tú, Stefan, que eres joven, que tienes tan buen sentido…

La espesa voz del campesino, respondió:

—Uno no debe meterse en un asunto así, sin haberlo pensado.

—Ya he oído eso más veces.

Los sonidos murieron y luego se dejaron oír de nuevo. Stefan murmuró:

—Lo que hay que hacer es lo siguiente: primero hablar con cada uno, aparte… Mira, Alexis Makov es un muchacho espabilado, instruido, que no quiere a las autoridades… Chorine también es un hombre sensato. Y Kaniazer es honrado y valeroso. Luego, ya veremos. Hay que conocer un poco a la gente de quien ella habla. Yo voy a coger el hacha y llegarme hasta la ciudad, como si fuese a ganarme unos céntimos cortando leña. Hay que tomar precauciones. Ella dice la verdad: el valor de un hombre es asunto suyo. Fíjate en ese aldeano, Rybine: no cederá ni al mismo Dios; ha aguantado el golpe con los pies plantados en la tierra. ¿Y Nikita, eh? Le dio vergüenza…, estuvo formidable.

—Pegan a un hombre delante de vosotros y os quedáis con el pico cerrado…

—¡Espera un poco! Di más bien: a Dios gracias no le pegamos nosotros sino aquel hombre, vale más así…

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