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Authors: Máximo Gorki

La madre (39 page)

BOOK: La madre
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—Los gendarmes no vienen —dijo Nicolás, interrumpiéndose bruscamente.

La madre lo miró y dijo desdeñosamente:

—Bueno, que se vayan al diablo.

—Desde luego. Pero es hora de que se acueste, Nilovna, debe estar terriblemente cansada. Tiene una resistencia increíble, hay que reconocerlo. ¡Cuántas emociones e inquietudes soporta usted sin esfuerzo! Lo único, es que el pelo le encanece rápidamente. Vaya a descansar, ande.

XX

Despertaron a la madre unos violentos golpes que sonaban en la puerta de la cocina. Llamaban de modo seguido, con paciente obstinación. La oscuridad y el silencio reinaban aún, y aquel modo de llamar era inquietante. La madre se vistió apresuradamente, corrió a la cocina y preguntó sin abrir:

—¿Quién es?

—Yo —contestó una voz desconocida.

—¿Quién?

—Abra —rogó una voz baja y suplicante.

La madre descorrió el cerrojo y abrió. Entró Ignace.

—¡No me equivocaba! —dijo aliviado.

Estaba cubierto de barro hasta la cintura, su rostro era gris, tenía profundas ojeras y bajo el gorro, sus rizados cabellos escapaban en desorden.

—Ha habido una desgracia —murmuró, cerrando la puerta.

—Ya lo sé.

El la miró atónito:

—¿Cómo lo ha sabido? Ella le hizo un breve relato de lo que había visto.

—¿Y han cogido a los otros dos? ¿A tus camaradas?

—No estaban allí. Habían ido a pasar la revisión. Detuvieron a cinco, contando al padrecito Michel.

Resopló, y dijo sonriendo:

—Y yo me quedé. Seguro que me buscan.

—Pero, ¿cómo has escapado?

La puerta de la habitación se entreabrió suavemente.

—¿Yo? —dijo Ignace, sentándose en un banco y mirando en torno—. Un minuto antes que los gendarmes, vino el guarda forestal, que llegó corriendo y llamó a la ventana: «Cuidado, muchachos, vienen a prenderos… »

Se echó a reír dulcemente y se enjugó la cara con el faldón de su guardapolvo.

—Bien, pues el padrecito Michel no perdió la serenidad y me dijo en seguida: «¡Ignace, vete a la ciudad, rápido! ¿Te acuerdas de la señora mayor?» Y diciendo esto garrapateó una cartita. «Toma, vete». Me escondí a cuatro patas detrás de los matorrales y los oí llegar. ¡Unos cuantos! Salían de todas partes, los malditos. Una red alrededor de nuestro taller. Me eché a un lado y pasaron sin verme. Después, me levanté, y anda que anda. Dos noches y un día así, sin pararme.

Se veía que se sentía satisfecho de sí mismo; una sonrisa iluminaba sus oscuros ojos, y sus gruesos labios rojos temblaban.

—Voy a hacerte té ahora mismo —dijo vivamente la madre, dirigiéndose al samovar.

—Ahora le doy la cartita.

Levantó trabajosamente una pierna, vacilando y quejándose, y puso el pie en el banco.

Nicolás apareció en el dintel:

—Buenos días, camarada —dijo pestañeando—. Permítame, le ayudaré.

E inclinándose se puso a desliar hábilmente las enlodadas bandas de lienzo.

—Bueno… —dijo suavemente el muchacho, sosteniendo su pierna, y miró a la madre, asombrado.

Esta no percibió aquella mirada.

—Hay que friccionarle los pies con alcohol.

—Por supuesto —respondió Nicolás.

Ignace resoplaba, confuso.

Nicolás encontró el billete, lo alisó y, acercando a los ojos el Papel gris arrugado leyó:

—«No abandones la causa; dile a la gran dama que no la olvide tampoco y que sigan escribiendo sobre nosotros, si hacen el favor. Adiós. Rybine. »

Lentamente, Nicolás dejó caer la mano que sostenía la nota y dijo a media voz:

—Es magnífico…

Ignace los miraba, removiendo los sucios dedos de su pie descalzo. La madre, ocultando su rostro húmedo de llanto, se acercó a él con una palangana con agua, se sentó en el suelo y tendió la mano hacia aquella pierna, pero él la escondió rápidamente bajo el banco, asustado:

—¿Qué quiere hacer?

—Dame tu pie.

—Traeré el alcohol —dijo Nicolás.

El joven disimuló aún más el pie bajo el asiento, y masculló:

—¡Bueno! No estoy en el hospital, caramba…

Entonces, la madre se puso a deshacer las tiras de lienzo de la otra pierna.

Ignace volvió a resollar ruidosamente, y con un torpe movimiento del cuello, bajó sobre ella los ojos, estirando cómicamente los labios.

—¿Sabes? —dijo Pelagia con un temblor en la voz—, han pegado a Michel Rybine…

—¡No! —replicó él aterrado.

—Sí. Ya lo habían molido a golpes cuando lo llevaron a Nikolskoie, y allí, el brigadier y el comisario volvieron a empezar, en la cara, y a puntapiés… Estaba cubierto de sangre.

—Sí, lo hacen muy bien —dijo el muchacho, frunciendo las cejas y con los hombros estremecidos—. Les temo como al diablo. Y los campesinos, ¿no le pegaron?

—Uno solo, porque el comisario se lo ordenó. Pero los demás no hicieron nada, e incluso se interpusieron. «No hay que pegarle», decían…

—Sí, los aldeanos empiezan a comprender dónde están quienes los defienden, y por qué.

—Algunos tienen sentido común.

—¿Y dónde no hay gentes con sentido común? Claro que las hay… Por todas partes, pero es difícil encontrarlos.

Nicolás trajo una botella de alcohol, puso carbón en el samovar, y salió. Ignace lo siguió con mirada curiosa y preguntó muy bajo a la madre:

—El dueño, ¿es médico?

—En nuestra causa no hay dueños; sólo hay camaradas.

—No puedo creerlo —dijo él con sonrisa perpleja e incrédula

—¿El qué?

—Bueno, pues todo. En un sitio le dan a uno de palos y en otro le lavan los pies: y en el medio, ¿qué hay?

Se abrió la puerta y Nicolás apareció en el umbral:

—En el medio está la gente que lame las manos de los que pegan y chupan la sangre de sus víctimas, esto es lo que hay en medio.

Ignace lo miró con respeto y dijo, tras una breve pausa:

—Es la verdad.

Levantóse, apoyándose con fuerza tanto sobre un pie como sobre el otro, y dijo:

—Están como nuevos otra vez. Gracias.

Fueron a tomar el té en el comedor, e Ignace contó muy serio:

—Yo era el repartidor del periódico, soy muy buen andarín.

—¿Lo lee mucha gente? —preguntó Nicolás.

—Todos los que saben leer, y hasta los ricos. Claro que a éstos no se los damos nosotros. Pero comprenden que los campesinos lavarán con su sangre la tierra de los nobles y los poderosos, lo que quiere decir que se la repartirán para que no haya patrones ni obreros, por supuesto. ¡Para qué luchar, si no es por esto!

Parecía enfadarse, y miraba a Nicolás con aire desconfiado e interrogante. Este sonreía en silencio.

—Y si hoy se combate en el mundo entero, y se vence, quiero saber si todo volverá a empezar, ¡que uno sea rico y otro pobre… no, gracias! La riqueza es como la arena, nunca se queda en su sitio; correrá de nuevo por todas partes. ¡De qué serviría nada, entonces!

—No te incomodes —dijo bromeando la madre.

Nicolás dijo pensativo:

—¿Cómo podría hacerse para dar a conocer cuanto antes el escrito sobre la detención de Rybine?

Las orejas de Ignace se enderezaron:

—¿Hay un escrito?

—Sí.

—Démelo; yo lo llevaré —propuso Ignace, frotándose las manos.

La madre rió dulcemente, sin mirarlo:

—¿No has dicho que estás cansado, y que tienes miedo?

Ignace pasó su ancha mano por los rizados cabellos y respondió en tono grave y tranquilo:

—Una cosa es el miedo y otra nuestros asuntos. ¿Por qué se burla? ¡Tiene gracia…!

—Hijo… —exclamó ella involuntariamente, dejándose llevar por el júbilo que la dominaba. El sonrió avergonzado:

—¡Vaya, ahora soy un niño!

Nicolás, que le examinaba con sus ojos parpadeantes y benévolos, dijo:

—No volverá usted allí.

—¿Entonces? ¿Donde iré? —preguntó Ignace inquieto.

—Irá otro en su lugar; usted le explicará detalladamente lo que debe hacer, ¿de acuerdo?

—Bueno… —respondió el joven con disgusto, tras un instante de vacilación.

—A usted le procuraremos una carta de identidad y le colocaremos como guarda forestal.

El levantó bruscamente la cabeza, con preocupación:

—Y si los campesinos vienen a recoger madera o lo que sea, ¿qué haré yo? ¿Detenerlos? No me va.

La madre se echó a reír, y también Nicolás, lo que irritó y turbó nuevamente al joven.

—No se haga mala sangre —le tranquilizó Nicolás—. No tendrá que detener a ningún campesino, se lo aseguro.

—Eso ya es diferente —dijo Ignace, y sonrió contento y más sereno—. A mí me gustaría ir a la fábrica; parece que allí hay muy buena gente.

La madre se levantó de la mesa y miró por la ventana.

—¡Cómo es la vida! —dijo pensativamente— Cinco veces al día se ríe y otras tantas se llora. Bueno, ¿has terminado, Ignace? Ve a dormir.

—No quiero.

—Ve, anda.

—¡Qué dura es usted! Bueno, iré… Gracias por el té y por la cura…

Se echó en la cama de la madre y murmuró, rascándose la cabeza:

—La cama va a apestarle a alquitrán… Bueno, ¡qué más da! No tengo sueño… ¡Qué bien habló ése…, sobre lo del medio…! ¡Diablo de tipo!

Y bruscamente, con un sonoro ronquido, se durmió, levantadas las cejas y entreabierta la boca.

XXI

Aquella misma tarde, Ignace se encontraba en la pequeña habitación de un sótano, sentado frente a Vessovchikov, y le decía, bajando la voz y frunciendo las cejas:

—Cuatro veces, en la ventana del centro.

—¿Cuatro? —repetía atentamente Vessovchikov.

—Primero tres así…

Y doblando un dedo golpeó la mesa, contando:

—Uno, dos, tres… Y luego, otro golpe.

—Bien.

—Abrirá un tipo pelirrojo que preguntará: «¿Es por la comadrona?» Usted le dirá: «Sí, de parte del patrón.» Basta, con eso comprende.

Inclinaban la cabeza cada uno hacia el otro, serenos, firmes, y hablaban conteniendo la voz. Cruzados los brazos, la madre los miraba, en pie junto a la mesa. Aquellos golpes misteriosos, las preguntas y respuestas convenidas le hacían sonreír para sus adentros:

«Siguen siendo niños…», pensaba.

En la pared ardía una lámpara, iluminando las oscuras manchas de humedad y las ilustraciones recortadas de las revistas. En el suelo había cubos abollados, trozos de planchas de tejado. Un olor a óxido, a pintura de aceite, a humedad, llenaba el cuarto.

Ignace llevaba un grueso abrigo de paño peludo, que le gustaba mucho. La madre le miraba contemplar amorosamente las mangas y torcer dificultosamente el cuello para admirarse. Una cálida ternura le subía al corazón.

«Como hijos, como hijos queridos…»

—Bueno —dijo Ignace, levantándose—. Entonces, acuérdese: primero a casa de Mouratov, pregunte por el abuelo…

—Me acordaré —dijo Vessovchikov.

Pero Ignace no estaba muy convencido y volvió a repetirle todas las señales y consignas. Por fin, le tendió la mano.

—Salúdeles de mi parte. Buena gente, ya lo verá…

Se miró con aire satisfecho, acarició su abrigo y preguntó a la madre:

—¿Puedo irme?

—¿Encontrarás el camino?

—Pues claro… ¡Hasta la vista, camaradas!

Se marchó, erguida la espalda, abombando el pecho, con el sombrero nuevo sobre una oreja y las manos sólidamente abrigadas en los bolsillos. Sobre sus sienes bailaban alegremente sus claros bucles.

—Bueno, pues otra vez tengo trabajo… —dijo Vessovchikov acercándose afectuosamente a la madre—, ya me aburría. ¿Para qué me había escapado de la cárcel? ¿Nada más que para esconderme? En la prisión aprendía algo. Paul iba metiéndonos cosas en: la cabeza, que daba gusto… Bien, ¿y qué han decidido de la evasión?

—No lo sé —respondió ella con un involuntario suspiro.

El le puso una mano en el hombro y acercó su cara a la de Pelagia:

—Explícaselo y te oirán, es muy fácil. Tú misma puedes verlo, está el muro de la cárcel y al lado hay un reverbero. Enfrente un terreno baldío, a la izquierda el cementerio, a la derecha la calle y la ciudad. El farolero viene para limpiar el reverbero, en pleno día, apoya la escala contra el muro, trepa y sujeta en lo alto los ganchos: para una escala de cuerda; la tira al patio de la cárcel, y listo. En ese momento, los compañeros ya saben a qué hora se hará todo, esto, piden a los de derecho común que alboroten un poco, o. alborotan ellos mismos, y mientras tanto, los que hayan sido„ designados suben por la escala; dos tiempos, dos movimientos y ya, está.

Agitaba la mano bajo la nariz de la madre, exponiéndole el plan. Según él, todo debía hacerse claramente, con limpieza y maña. Ella recordaba el antiguo Vessovchikov, lento y torpe. En otro tiempo, sus ojos miraban con desconfianza, con una expresión sombría y colérica; ahora, parecía que los hubiesen cambiado. Brillaban con una limpidez cálida y serena, que convencía y turbaba a la madre.

—Piénsalo, debe ser de día. De día. ¿A quién va a ocurrírsele que un preso se atreva a escaparse de día, a los ojos de toda la` cárcel?

—¿Y si disparan sobre ellos? —dijo la madre, con un escalofrío.

—¿Quién? Allí no hay soldados, y los vigilantes utilizan el revólver para clavar clavos.

—Me parece demasiado sencillo todo eso.

—Pues ya verás que es verdad. Háblales, yo tengo todo preparado: la escala de cuerda, los ganchos…, y el camarada que me tiene en su casa hará de farolero.

Alguien se movió y tosió al otro lado de la puerta. Se oyó un ruido de metal.

—Ahí lo tienes —dijo Vessovchikov.

En el marco de la puerta apareció una bañera de zinc. Una voz bronca gruñó:

—¿Quieres entrar, gran zorra…?

Luego se vio una cabeza redonda con cabellos grises, sin gorro, los ojos saltones, un bigote cruzando una faz bondadosa. Nicolás Vessovchikov ayudó a meter la bañera y el hombre entró. De alta estatura, encorvado. Tosió inflando sus afeitados carrillos y dijo, con la misma voz ronca:

—¡Salud!

—Aquí lo tienes, pregúntale —dijo Nicolás.

—¿A mí? ¿El qué?

—Lo de la evasión…

—¡Ah, ah! —dijo secándose el bigote con sus negras manos.

—Mira, Jacob, es que ella no lo cree fácil.

—¡Ah!, ¿no lo cree? Porque no quiere. Pero nosotros sí queremos, y por eso creemos —dijo tranquilamente, y de pronto, se dobló y empezó a toser en un largo ataque. En pie, en medio de la habitación, se frotó el pecho, jadeando, y miró a la madre con ojos dilatados.

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