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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (31 page)

BOOK: La mano de Fátima
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Hernando fue llamado con urgencia a la tienda del arráez.

—Cúralo —le ordenó Barrax tal como entró en ella—. El manco me ha dicho que entendías de pócimas.

Hernando observó al hombre tumbado a los pies de Barrax: el velmez, sudado y grisáceo, mostraba una gran mancha de sangre en uno de sus costados; su respiración era irregular; su musculatura estaba contraída por el dolor y su rostro, enmarcado por una cuidada barba negra, aparecía crispado. Contaría unos veinticinco años, calculó antes de desviar la mirada hacia la brillante y labrada armadura del cristiano herido, amontonada a su lado.

—Es milanesa —apuntó entonces Barrax, recogiendo la celada y examinándola con detenimiento—. Fabricada cerca de donde nací, probablemente en el taller de los Negrolis. Un caballero próximo a ese bastardo infante cristiano, que lleva una armadura como ésta —añadió lanzando la celada—, comportará un rescate superior a todo el botín que llevamos hecho hasta el momento. No hay ninguna inscripción en la armadura, entérate de cómo se llama y de quién es este noble.

—Sólo he curado mulas —trató de excusarse Hernando.

—En tal caso, más fácil te será con un perro. Has tomado tu decisión, nazareno. Te lo advertí. No has querido renegar. Si muere, le acompañarás a la tumba; si vive, remarás como galeote en mi barco. Palabra de Barrax.

Luego le dejó a solas con el cristiano.

El caballero había sido herido por el propio Barrax en el camino de acceso a Serón mientras trataba de proteger a los soldados que huían en desbandada. Centenares de cristianos muertos quedaron en caminos y barrancos hasta que algunos días después don Juan pudo enterrarlos, pero al noble cautivo lo montaron como un saco en uno de los caballos y se lo llevaron al campamento.

Se arrodilló junto al caballero para examinar el alcance de la herida. ¿Qué iba a hacer? Trató de desgarrar con cuidado el velmez que vestía el caballero, acolchado con varias capas de algodón para protegerle del roce de la armadura. Él no había curado nunca a un hombre…

—Te ha llamado nazareno.

Las palabras, articuladas con dificultad, le sorprendieron con la tela del velmez entre los dedos.

—¿Entiendes el árabe? —le preguntó Hernando en castellano.

—También ha dicho que no hab… que no habías renegado.

Le faltaba el aire. Trató de incorporarse y de la herida manó un chorretón de sangre que empapó los dedos de Hernando.

—Calla. No te muevas. Debes vivir.

«Barrax cumple su palabra», murmuró para sí.

—Por Dios y la santísima Virgen… —boqueó el caballero—. Por los clavos de Jesucristo, si eres cristiano, libérame.

¿Era cristiano?

—No serías capaz de dar dos pasos —contestó el muchacho alejando aquel pensamiento—. Además, hay miles de soldados moriscos acampados aquí, ¿adónde irías? Guarda silencio mientras te examino.

La herida parecía bastante profunda. ¿Habría afectado a los pulmones? ¡Qué sabía él! Volvió a explorarla; luego hizo lo propio con el rostro del caballero. No había escupido sangre. ¿Y? ¿Qué significado podría tener que no escupiera sangre? Lo único que sabía con certeza era que si moría, él iría detrás. Lo había percibido en la actitud de Barrax, muy diferente a como le trataba mientras le pretendía, similar ahora a la que adoptaba al dirigirse a Ubaid o a cualquiera de sus hombres. El arráez, como la mayoría de los berberiscos y jenízaros, estaba preocupado por la marcha de la guerra. Y si no moría… remaría de por vida como galeote en
El Caballo Veloz
. ¿Quién iba a pagar un solo maravedí de rescate por un cristiano que en realidad era musulmán? Tocó la frente del noble: estaba caliente; la herida se había infectado. Eso sí que era igual que con las mulas. Tenía que cortar la infección y la hemorragia. Las posibles heridas internas del cuerpo…

Necesitaba cuernos. Llamó a Yusuf.

—Di al arráez que necesito dos o tres cuernos, preferentemente de ciervo, un mazo, una cazuela y lo necesario para hacer fuego…

—¿De dónde sacamos cuernos? —le interrumpió el chico.

—De los arcabuceros. Muchos de ellos guardan la pólvora fina de la cazoleta en cuernos. También necesitaré una lámina de cobre, vendas, agua fresca y trapos. ¡Corre!

Hernando empezó a triturar a golpes de mazo el extremo de uno de los tres cuernos que le proporcionó Yusuf.

—Barrax me ha dicho que me quede contigo y que te ayude —aclaró el muchacho cuando Hernando se volvió hacia él.

—Entonces, continúa tú con los cuernos. Debes pulverizar sus puntas.

Yusuf empezó a martillear y él desnudó al caballero, ya semiinconsciente, y le limpió la herida con agua fresca. También le colocó trapos empapados sobre la frente. Luego, una vez que Yusuf hubo terminado de machacar las puntas de los cuernos, calcinó el polvo en la cazuela y aplicó las cenizas sobre la herida. El caballero se quejó. Tapó la herida impregnada en cenizas con la lámina de cobre y colocó una venda.

¿A qué Dios debía de encomendarse a partir de entonces?

Brahim había enloquecido por Fátima. No le permitía abandonar el chamizo que ordenó que le levantaran en el campamento para ellos dos, e incluso faltaba a sus obligaciones para con el rey por estar con ella; Aisha, sus hijos y Humam se refugiaban bajo unos ramajes al lado de la choza. Fátima se mostraba indiferente cuando Brahim acudía a ella. El arriero la golpeaba, furioso ante el desprecio, y ella se sometía. La obligaba a acariciarlo, y ella lo hacía hasta que Brahim llegaba al éxtasis, pero éste sólo encontraba desdén en sus grandes ojos negros almendrados. Obedecía. Se entregaba a él, y en cada ocasión en que el arriero no conseguía más que la pasividad de su cuerpo, la muchacha obtenía una pequeña venganza, satisfacción que no obstante se desvanecía paulatinamente a medida que transcurrían los eternos días en que se hallaba recluida en el chamizo.

Una noche, Brahim apareció con Humam berreando, colgando de su mano derecha como si de un fardo se tratase.

—Le mataré si no cambias de actitud —la amenazó.

A partir de esa noche, siempre con Humam junto a ellos, para que su madre no olvidara lo que le sucedería al pequeño si no le satisfacía, Fátima recreó cuanto había aprendido de su madre y de las demás moriscas sobre el arte del amor, tratando de recordar aquello que le complacía a su esposo y cuantos comentarios intercambiaban las mujeres acerca de cómo satisfacer a sus hombres. Una y otra vez simuló el placer que hasta entonces le había negado. Luego Brahim la dejaba, llevándose consigo a Humam. La mayor parte del tiempo que pasaba en el chamizo, sola, lo dedicaba a rezar y a observar a Aisha y a su hijo a través de los resquicios del chamizo, llorando y acariciando la mano de Fátima que pendía de su cuello, esperando el momento en que tenía que amamantar al pequeño, el único en que su esposo le permitía estar con él. Brahim pretendía tenerla apartada de todo, incluso de su hijo.

Entretanto, en el otro extremo del campamento de Aben Aboo, del que iban y venían los moriscos para escaramucear con las tropas del duque de Sesa, Hernando trataba de salvar la vida del cristiano… y la suya. Durante unos días, el caballero permaneció en la semiinconsciencia, luchando contra la infección. En los momentos en que despertaba y que Hernando aprovechaba para darle de beber algún caldo, rezaba y se encomendaba a Jesucristo y a la Virgen. En alguna ocasión le pidió que rezase con él, negándose a tomar alimento hasta que lo hiciese, y el muchacho accedía y rezaba mientras se empeñaba en introducir el caldo, que acababa chorreando por la barba del caballero. En otra ocasión de mayor lucidez, el hombre clavó su mirada en los ojos azules de Hernando.

—Son ojos de cristiano —dijo, inspeccionando después su aspecto harapiento—. Déjame libre. Te recompensaré.

Si lo hiciera, ¿adónde iría?, pensó Hernando mirando la sombra del berberisco que permanentemente montaba guardia ante la tienda.

—¿Cómo te llamas? —se limitó a contestarle.

El noble volvió a fijar su mirada en los ojos azules de Hernando.

—No cargaré en mi familia el deshonor de morir en la tienda de un corsario renegado, ni en mi príncipe la preocupación por mi cautiverio.

—Si no dices quién eres, no podrán rescatarte.

—Si sobrevivo, ya habrá tiempo para ello. Soy consciente de que valgo mucho dinero, pero si muero aquí, prefiero hacerlo en la ignorancia de los míos.

Hernando leyó la inscripción que constaba en uno de los lados de la achatada hoja hexagonal de la larga y pesada espada bastarda de seis mesas del noble, colgada en el poste de la entrada de la tienda junto al alfanje de Hamid, allí donde día y noche montaba guardia un soldado. Desde que Barrax trajera al cristiano herido, tuvo que dormir en la tienda del arráez al cuidado del caballero. La primera noche, el corsario le sorprendió mirando de reojo hacia el alfanje, en una esquina de la tienda. Barrax se dirigió al alfanje, lo cogió y lo colgó en aquel madero junto a la espada del caballero. El berberisco de guardia le observó sin decir palabra.

—Si quieres morir —advirtió entonces a Hernando—, sólo tienes que empuñar una de ellas.

Desde aquel momento, siempre que entraba en la tienda, Barrax desviaba la mirada hacia el poste y el berberisco de guardia que dormía apoyado en las armas.

«No me saques sin razón ni me metas sin honor», rezaba la espada del noble. Hernando desvió la mirada al rostro del caballero, que en aquel momento dormía. ¿Y qué razón tenían los españoles para desenvainar sus armas? Vulneraron el tratado de paz suscrito por sus reyes cuando la rendición de Granada. Ellos, los moriscos, también eran súbditos del rey cristiano. Lo habían sido durante años, pagando más diezmos a los señores de los que satisfacía cristiano alguno; escarnecidos y odiados, se habían dedicado a trabajar en paz, por sus familias, unas tierras ásperas y desagradecidas que eran suyas desde tiempos inmemoriales. Simplemente eran musulmanes, ¡pero eso ya lo sabían los reyes Isabel y Fernando el día en que les prometieron la paz! ¿Qué paz era aquella de la que pretendieron disfrutar? Con la sublevación, las tierras del Rey Prudente se hallaban inundadas de esclavas moriscas. Los mercaderes negociaban esclavos moriscos a bajo precio en toda España. Millares de personas, súbditas del mismo rey, bautizadas a la fuerza, fueron esclavizadas. ¡El mismo rey! Decían que en las Indias, también bajo el imperio de aquel monarca, sus habitantes, también bautizados a la fuerza, no podían ser esclavizados. Entonces, ¿por qué razón podían serlo ellos? ¿Por qué la Iglesia no defendía igual a esos dos pueblos, siervos del mismo rey? Se decía que los habitantes de las Indias comían carne humana, adoraban ídolos y atendían a sus chamanes, y sin embargo los reyes los habían eximido de la esclavitud. Por el contrario, los musulmanes creían en el mismo Dios de Abraham que los cristianos, no comían carne humana ni adoraban ídolos, y a pesar de haber sido bautizados y de ser obligados a vivir en la misma fe… ¡podían ser esclavizados!

Él también era esclavo. ¡Ahora por ser cristiano! ¿Qué locura era aquélla? Para unos no era más que un morisco al que ejecutarían como hacían con todos los mayores de doce años; para otros era un cristiano que remaría de por vida en un barco corsario… si es que antes no le mataban. Y si se prestaba a profesar la fe musulmana, ¡la suya!, entonces se convertiría en el garzón de un renegado. ¡Él, que sí que había nacido musulmán! ¿O pesaba algo la sangre cristiana que corría por sus venas? Aquel caballero sería rescatado por un puñado de monedas de oro que enriquecerían al renegado. El corsario regresaría rico a Argel, y el otro a sus tierras para volver a luchar contra los moriscos, para continuar esclavizándolos.

21

BANDO EN FAVOR DE LOS QUE SE REDUJESEN

Habiendo entendido el Rey mi señor que la mayor parte de los moriscos de este reino de Granada que se han rebelado fueron movidos, no por su voluntad, sino compelidos y apremiados, engañados e inducidos por algunos principales autores y movedores, cabezas y caudillos, que han andado y andan entre ellos; los cuales por sus fines particulares, y por gozar y ayudarse de las haciendas de la gente común del pueblo, y no para hacerles beneficio alguno, procuraron que se alzasen; y habiendo mandado juntar algún número de gente de guerra para castigarlos, como lo merecían sus culpas y delitos, y tomándoles los lugares que tenían en el río de Almanzora y sierra de Filabres y en la Alpujarra, con muerte y cautiverio de muchos de ellos, y reducídolos, como se han reducido, a andar perdidos y descarriados por las montañas, viviendo como bestias salvajes en las cavernas y cuevas y en las selvas, padeciendo extrema necesidad; movido por esto a piedad, virtud muy propia de su real condición, y queriendo usar con ellos de clemencia, acordándose que son sus súbditos y vasallos, y enterneciéndose de saber las violencias, fuerzas de mujeres, derramamiento de sangre, robos y otros grandes males que la gente de guerra usa con ellos, sin se poder excusar, nos dio comisión para que en su nombre pudiésemos usar de su real clemencia con ellos, y admitirlos debajo de su real mando en la forma siguiente:

Prométase a todos los moriscos que se hallaren rebelados fuera de la obediencia y gracia de Su Majestad, así hombres como mujeres, de cualquier calidad, grado y condición que sean, que si dentro de veinte días, contados desde el día de la data de este bando, vinieren a rendirse y a poner sus personas en manos de Su Majestad, y del señor don Juan de Austria en su nombre, se les hará merced de las vidas, y mandará oír y hacer justicia a los que después quisieran probar las violencias y opresiones que habían recibido para se levantar; y usará con ellos en lo restante de su acostumbrada clemencia, así con los tales, como con los que, demás de venirse a rendir, hicieren algún servicio particular, como será degollar o traer cautivos turcos o moros berberiscos de los que andan con los rebeldes, y de los otros naturales del reino que han sido capitanes y caudillos del rebelión, y que obstinados en ella, no quieren gozar de la gracia y merced que Su Majestad les manda hacer.

Otrosí: a todos los que fueren de quince años arriba y de cincuenta abajo, y vinieren dentro del dicho término a rendirse y trajeren a poder de los ministros de Su Majestad cada uno una escopeta o ballesta con sus aderezos, se les concede las vidas y que no puedan ser tomados por esclavos, y que demás de esto puedan señalar para que sean libres dos personas de las que consigo trajeren, como sean padre o madre, hijos o mujer o hermanos; los cuales tampoco serán esclavos, sino que quedarán en su primera libertad y arbitrio, con apercibimiento que los que no quisieren gozar de esta gracia y merced, ningún hombre de catorce años arriba será admitido a ningún partido; antes todos pasarán por el rigor de la muerte, sin tener de ellos ninguna piedad ni misericordia.

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