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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (28 page)

BOOK: La mano de Fátima
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Por su parte, el pequeño Yusuf se ocupaba de las mulas que quedaban con el ejército y le mandaba recado de su situación periódicamente. Hernando disfrutaba de su estancia en la casa. La ausencia de Brahim los había sumido en un ambiente dulce: Aisha le cuidaba y le mostraba su afecto sin reparos, y Fátima le atendía, solícita. Tras aquella noche de amor, vivida antes de su partida a la guerra, sus relaciones se habían visto limitadas a miradas cargadas de deseo y caricias fugaces.

Aisha se lo planteó a ambos tan pronto su hijo regresó de Berja; las mujeres conocían bien aquellas leyes.

—Debéis casaros —les dijo, intentando apartar de su mente las consecuencias que esa boda podría tener para ella.

Los dos consintieron mutuamente con la mirada; sin embargo, Hernando mudó el semblante.

—No tengo medios para entregarle su
idaq
, su zidaque… —empezó a decir. ¿Los ducados de Aben Humeya?, pensó entonces volviendo la mirada hacia el interior de la casa, pero Aisha adivinó lo que pasaba por su cabeza.

—Primero deberías pedirle permiso al rey. Es su dinero. Deberás buscar con qué dotarla porque tu padrastro, que es tu familia, difícilmente contribuirá a ello. Tú —indicó dirigiéndose a Fátima— eres una mujer libre. Tras la muerte de tu marido has cumplido con los preceptos de nuestra ley y has guardado los cuatro meses y diez días de
idda
o alheda. Los calculé —añadió antes de que cualquiera de ellos empezase a echar cuentas—. Ciertamente, has incumplido la obligación de permanecer en casa de tu marido durante la
idda
, pero la situación no lo permitía con el ejército del marqués en Terque. Por lo que respecta al
idaq
—continuó dirigiéndose a Hernando—, tienes aproximadamente tres meses para conseguirlo. Habéis yacido juntos sin estar casados, por lo que no podéis casaros hasta que ella haya tenido tres veces el período, salvo que… —Aisha chasqueó la lengua—. Si estuvieras preñada, no podríais casaros hasta que se produjera el parto y tampoco podríais disfrutar del amor durante ese tiempo, la ley lo prohíbe. No encontraríamos ningún testigo que quisiera comparecer al matrimonio de una mujer encinta. Recuerda hijo: tienes tres meses para conseguir esa dote.

Hacer el amor habría significado ir posponiendo el matrimonio. La primera menstruación los tranquilizó. La decisión, no por dura, dejó de ser sencilla para ambos: tres meses de abstinencia.

En cuanto al
idaq
, Hernando pensaba dirigirse al rey en cuanto estuviera curado del todo de la pierna. Si alguien podía ayudarle, ése no era otro que Aben Humeya, el hombre que le enseñó a montar y que le regaló un caballo. ¿Acaso no le había demostrado su aprecio en el pasado? Aunque, a su pesar, tenía serias dudas sobre ese afecto. Los rumores sobre la decadencia moral en la que había caído el rey llegaban hasta todos los rincones de la sierra. Lo que Hernando ignoraba era que el tiempo jugaba en su contra.

Por desgracia, esos rumores eran ciertos: el poder omnímodo y el dinero que después recibió a espuertas habían convertido al rey en un tirano. Aben Humeya fue vencido por la avaricia, y no existía hacienda morisca que no saquease; vivía en la lujuria, tal y como gustaba, rodeado de cuantas mujeres deseaba, a las que tomaba sin reparos; como noble granadino, de estirpe, desconfiaba de turcos y berberiscos; mentía, engañaba y se comportaba cruelmente con quienes tenía a su servicio. Su forma de actuar le había costado ya la pública enemistad de varios de sus mejores capitanes: el Nacoz en Baza, Maleque, en Almuñécar, Gironcillo, en Vélez, Garral en Mojácar, Portocarrero en Almanzora y por supuesto Farax, su contrincante a la corona.

Pero tuvo que ser una mujer la que arruinara la esplendorosa vida de Aben Humeya. El rey se encaprichó de la viuda de Vicente de Rojas, hermano de Miguel de Rojas, su suegro, al que había hecho asesinar en Ugíjar antes de divorciarse de su primera esposa. La viuda era una mujer de gran belleza, excepcional bailarina que además tocaba con maestría el laúd. Conforme a la costumbre, tras la muerte de su esposo la pretendió su primo Diego Alguacil, de la familia de los Rojas, callado enemigo del rey. Aben Humeya entretuvo a Diego Alguacil con viajes y comisiones por todas las Alpujarras, hasta que tras volver de una de ellas, se encontró con que el rey había forzado a la viuda y la mantenía junto a él como una vulgar manceba.

Diego Alguacil, humillado, urdió un plan para acabar con Aben Humeya, a la sazón en Laujar de Andarax.

El rey no sabía escribir, por lo que todas las órdenes que remitía a sus capitanes diseminados a lo largo de las Alpujarras, las escribía e incluso firmaba con el nombre del rey un sobrino de Alguacil, emparentado por lo tanto con los Rojas.

Por aquellas fechas, Aben Humeya se había librado de los molestos y arrogantes turcos y berberiscos mandándolos a combatir con el ejército de Aben Aboo, en los alrededores de Órgiva. A través de su sobrino, Diego Alguacil supo de una carta que el rey dirigía a Aben Aboo. Interceptó al mensajero, lo mató y, compinchado con su sobrino, escribió otra en la que el rey ordenaba a Aben Aboo que, utilizando a las tropas moriscas, degollase a todos los turcos y berberiscos que estaban con él.

Fue el propio Diego Alguacil quien llevó esa carta a Aben Aboo, que no pudo reprimir la ira de los turcos, principalmente la de Huscein, Caracax y Barrax. Aben Aboo, Brahim con él, Diego Alguacil, turcos y arráeces se apresuraron en dirección a Laujar de Andarax donde encontraron a Aben Humeya en la posada del Cotón.

Ninguno de los trescientos moriscos que conformaban la guardia personal de Aben Humeya impidió el acceso de Aben Aboo y de sus acompañantes a la posada. Ya en su interior, otro cuerpo de guardia selecta compuesta por veinticuatro arcabuceros permitió que los turcos descerrajasen a patadas la puerta del dormitorio del rey. Tal era el odio que Aben Humeya se había ganado entre sus más próximos seguidores.

Aben Aboo, turcos y berberiscos sorprendieron al rey en el lecho, acompañado de dos mujeres, una de ellas la viuda de la familia de los Rojas.

Aben Humeya negó el contenido de la carta, pero su suerte ya estaba echada. Aben Aboo y Diego Alguacil enrollaron una cuerda a su cuello y, cada uno por un lado, tiraron de ella hasta estrangular al rey. Luego se repartieron a sus mujeres, las dos que compartían lecho y otras tantas que llevaba consigo, así como las muchas riquezas personales que atesoraba junto a sí.

Antes de morir, Fernando de Válor, rey de Granada y de Córdoba, apostató de la Revelación del Profeta y clamó que fallecía en la fe cristiana.

19

«No pude desear más ni contentarme con menos.» Ése fue el lema que Aben Aboo, que se proclamó nuevo rey de al-Andalus, estampó en su nuevo estandarte colorado. El monarca fue presentado al pueblo vestido de grana, como su antecesor, con una espada desnuda en su mano derecha y el estandarte en la izquierda. A excepción de Portocarrero, todos los capitanes enemistados con Aben Humeya juraron obediencia al nuevo rey, quien elevó a los turcos a los más altos puestos de su ejército. El dinero y las cautivas acumuladas por Aben Humeya fueron inmediatamente enviados a Argel para comprar armas, que luego Aben Aboo repartió a bajo precio entre los moriscos hasta llegar a reunir un ejército compuesto por seis mil arcabuceros. Con independencia del reparto de los botines, estableció un sueldo mensual de ocho ducados para turcos y berberiscos, y la comida para los moriscos. Nombró nuevos capitanes y alguaciles entre los que repartió el territorio de las Alpujarras y ordenó que las atalayas estuvieran permanentemente en funcionamiento, con ahumadas de día o fuegos de noche, para comunicar cualquier incidencia e impedir el paso de persona alguna que no perteneciera al ejército. El castrado Aben Aboo estaba dispuesto a lograr lo que su caprichoso antecesor no había conseguido: vencer a los cristianos.

Hernando recibió la noticia de la ejecución de Aben Humeya. Las piernas le temblaron y un sudor frío empapó su espalda al conocer el nombre del nuevo rey: Aben Aboo. Salah, que también escuchaba al mensajero, entrecerró los ojos y sopesó mentalmente el cambio de poder.

Hernando fue en busca de Aisha y de Fátima, que se hallaban en la cocina preparando la comida junto a la esposa del mercader.

—¡Vámonos! —les gritó—. ¡Huyamos!

Aisha y Fátima le miraron sorprendidas.

—Ibn Umayya ha sido asesinado —explicó atropelladamente—. Ibn Abbu es el nuevo rey y con él… ¡Brahim! Vendrá a por nosotros. ¡Vendrá a por Fátima! Es el lugarteniente del rey, su amigo, su hombre de confianza.

—Brahim es mi esposo —musitó Aisha interrumpiéndole. Luego miró a Fátima y a su hijo y se apoyó aturdida en una de las paredes de la cocina—. Huid vosotros.

—Pero si lo hacemos —intervino Fátima—, Brahim… ¡Te matará!

—Ven con nosotros, madre. —Aisha negó con la cabeza, las lágrimas asomaban ya a sus ojos—. Madre… —volvió a rogar.

El muchacho se acercó a ella.

—No sé lo que hará Brahim: si me matará o no si no os encuentra conmigo —murmuró Aisha, intentando controlar el pánico que le atenazaba la voz—, pero lo que sí sé es que moriré en vida si vosotros no escapáis. No podría soportar veros… Huid, os lo ruego. Escapad a Sevilla o a Valencia… ¡a Aragón! Escapad de esta locura. Yo tengo más hijos. Son hijos suyos. Quizá… quizá no pase de los golpes. ¡No puede matarme! ¡No he hecho nada malo! La ley se lo prohíbe. No puede culparme de lo que hagáis vosotros…

Hernando trató de abrazarla. Aisha mudó la voz y se irguió oponiéndose al abrazo.

—No puedes pedirme que abandone a tus hermanos. Ellos son menores que tú. Me necesitan.

Hernando negó con la cabeza ante la imagen de lo que podría sucederle a su madre por la ira de Brahim. Aisha buscó la ayuda de Fátima y le suplicó con la mirada. La muchacha entendió.

—Vamos —afirmó con resolución. Empujó a Hernando fuera de la cocina pero, antes de abandonarla, se volvió y lanzó una triste mirada a Aisha, que le contestó con una sonrisa forzada—. Prepáralo todo —le urgió ella una vez fuera de la cocina—. ¡Rápido! —insistió. Tuvo que zarandearle ante la conmoción del muchacho, que mantenía sus ojos clavados en Aisha—. Yo me ocuparé de Humam.

¿Prepararlo todo? Vio cómo Fátima cogía a su niño en brazos. ¿Qué tenía que preparar? ¿Cómo llegar hasta Aragón? ¿Y su madre? ¿Qué sería de ella?

—¿No la has oído? —insistió Aisha bajo el umbral de la puerta de la cocina. Hernando hizo ademán de volver a ella, pero Aisha fue contundente—: ¡Huye! ¿No te das cuenta? Primero te matará a ti. El día en que tengas hijos entenderás mi decisión, la decisión de una madre. ¡Vete!

«No pude desear más ni contentarme con menos.» Brahim, encumbrado al poder por el hombre al que salvó de una muerte segura, saboreó aquel lema y lo que significaba para él.

A Hernando lo capturaron en el sótano, junto a Salah, mientras se apropiaba de los dineros que restaban de los trescientos ducados que le entregara el mercader. Él y Fátima los necesitarían más que el malogrado Aben Humeya. Desde el sótano, escucharon los gritos de los soldados enviados por Brahim al irrumpir en la casa, y se quedaron paralizados. Luego, tras unos instantes de confusión, oyeron los pasos de aquellos hombres que descendían en tropel por las escaleras que llevaban hasta los tesoros del mercader.

Alguien abrió la puerta entrecerrada de una fuerte patada. Cinco hombres accedieron al sótano con las espadas desenvainadas. Aquel que parecía mandarlos fue a decir algo, pero enmudeció a la vista de los objetos sacros que se amontonaban en su interior; los demás, tras él, trataban de escrutar en la penumbra.

Crucifijos, casullas bordadas en oro, la imagen de una Virgen, algún cáliz y otras piezas descansaban a los pies de Aben Aboo. Junto a ellas, Hernando y Salah maniatados, y detrás Fátima y Aisha. Al contrario que Aben Humeya, el nuevo rey no seguía protocolo alguno y escuchó a Brahim allí donde se encontraron: en una estrecha callejuela de Laujar de Andarax con una comitiva de turcos y capitanes apelotonados a su alrededor. Los soldados que acompañaban a Brahim habían dejado caer al suelo con gran estrépito los objetos que tomaron del sótano del mercader.

Antes de que se apagase el tintineo de un cáliz que continuaba rodando sobre las piedras, Salah lloriqueó e intentó excusarse. El propio Brahim le hizo callar de un golpe dado con la culata de su arcabuz; de la boca del mercader empezó a manar un reguero de sangre. Hernando miraba directamente a Aben Aboo, mucho más gordo y flácido que cuando le conoció en la fiesta nupcial en Mecina. En las ventanas y balcones de las pequeñas casas encaladas de dos pisos se asomaban mujeres y niños.

—¿Es ésta la mujer de la que tanto me has hablado? —preguntó el rey señalando a Fátima. Brahim asintió—. Tuya es, pues.

—La voy a desposar —saltó entonces Hernando—. Ibn Umayya… —Esperó el golpe de Brahim, pero no llegó. Le dejaron hablar—: Ibn Umayya me concedió su mano y vamos a casarnos —tartamudeó.

Más de una veintena de personas, incluido el rey, tenían la mirada clavada en él.

—La ley…, la ley dice que tratándose de una viuda tiene que consentir en casarse con Brahim —añadió Hernando.

—Y lo ha hecho —afirmó Aben Aboo, en una muestra de cinismo—. Yo la he visto consentir. Todos lo hemos visto, ¿no?

A su alrededor se produjeron gestos de asentimiento.

Instintivamente Hernando se volvió hacia Fátima, pero en esta ocasión Brahim le propinó una bofetada y el rostro de la chica se desdibujó en una visión fugaz.

—¿Acaso dudas de la palabra de tu rey? —inquirió Aben Aboo.

Hernando no contestó: no había respuesta. El rey tanteó con el pie la figura de la Virgen, asqueado.

—¿Qué significa todo esto? —añadió, dando por cerrada la cuestión de Fátima.

Brahim puso al rey al tanto de los objetos que habían hallado los soldados en los sótanos de la casa de Salah. Finalizado el relato, Aben Aboo entrecruzó los dedos de las manos y con los índices extendidos sobre el puente de la nariz pensó durante unos instantes, sin apartar la mirada de aquellos tesoros cristianos.

—Tu padrastro —afirmó un momento después, dirigiéndose al muchacho— siempre ha sostenido que eras cristiano. Te llaman el nazareno, ¿no es verdad? Ahora entiendo por qué Ibn Umayya te protegía: el perro hereje murió encomendándose al Dios de los
papaces
. En cuanto a ti… —prosiguió señalando a Salah—. ¡Matadlos a los dos! —ordenó de repente, como si le molestase la situación—. Espetadlos en la plaza y asad sus cuerpos antes de entregárselos a las alimañas.

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