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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (45 page)

BOOK: La mano de Fátima
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En el instante en que la plaza aplaudió la irrupción del séptimo toro, ya tenía lleno el gran capazo de esparto. Él no estaba autorizado a entrar en la curtiduría un domingo, por lo que mandó recado al oficial y éste acudió en busca del estiércol.

—Tendremos tiempo de llenar otro —le dijo el hombre al recoger la espuerta.

Hernando resopló cuando el oficial le dio la espalda y se dirigió a la curtiduría, momento que aprovechó para deslizarse entre las cuadrillas hasta llegar a la puerta de acceso de los caballeros, al lado de la pared blanca, en el testero sur de la plaza, junto a un joven criado con quien había cruzado varias sonrisas ante los sustos y alguna que otra caída provocada en sus peleas por el estiércol. La fiesta se desarrollaba sin incidentes: cada noble mostraba con mayor o menor acierto su arte en correr los toros para el disfrute del pueblo. Hernando logró apoyarse en la talanquera que hacía las veces de puerta justo cuando un gran toro colorado arremetía contra un caballero montado en un morcillo como el que en su día le regaló Aben Humeya. Durante unos instantes sintió aquel correoso caballo morcillo entre sus piernas y volvió a creerse un noble musulmán en las Alpujarras, libre en las sierras, anhelante de victoria… El estruendo que resonó en la plaza le devolvió a la realidad. El caballero había errado con la lanza y ésta resbaló desde la cruz y se clavó en la grupa del toro, donde su herida no era mortal. Al instante, otro noble acudió al quite y caracoleó con su caballo para distraer al toro a fin de apartarlo del primero y que no le embistiese. La segunda lanza, una vez el caballero se hubo recompuesto, sí fue suficiente para que el toro cayera herido de muerte. El octavo, un toro castaño, se limitó a trotar por la plaza, amagando alguna cornada y escapando de la gente que le acosaba. Uno de los nobles lo citó y el toro corrió cuatro o cinco varas antes de detenerse frente al caballero y huir. La gente empezó a silbar.

—¿Qué sucede? —preguntó Hernando al joven criado.

—Es manso —contestó éste sin dejar de observar el coso—. Los caballeros no pelearán con él —añadió.

Y así fue. Los cuatro nobles que en aquel momento se encontraban en la Corredera se retiraron con solemnidad y obligaron a los que estaban en la puerta a apartarse. La talanquera se cerró de nuevo; al recuperar su posición, Hernando observó que la plaza se había llenado de gente, e incluso de perros que perseguían y acosaban al animal. De los muchos capotes que le echaron sobre la cabeza, uno de ellos quedó enganchado en los cuernos y tapó su visión, momento en el que varios hombres con dagas y navajas se abalanzaron sobre el toro y la emprendieron a cuchilladas. Otros se lanzaron a sus patas para desjarretarlo. Uno de ellos, con una guadaña, consiguió sajar el fuerte tendón de la mano izquierda del animal y el toro cayó. Allí le siguieron acuchillando hasta la muerte.

Todavía no habían terminado de cortarle el rabo cuando ya salía a la plaza el siguiente morlaco: un toro más bien pequeño pero muy ágil, saltarín, entrepelado.

—¡Aparta de ahí, imbécil!

Absorto en el toro, Hernando no se dio cuenta de que tanto el criado como los demás cuadrilleros se habían apartado de la talanquera. Obedeció y franqueó el paso a un noble gordo, cuya marlota estaba a punto de reventarle sobre la barriga. Tras él iban sus dos lacayos, hoscos, y después tres nobles más que bromeaban señalando al obeso caballero que les precedía.

—El conde de Espiel —susurró el joven criado como si, pese a la algarabía y a la distancia, el conde pudiera oírle—. No sabe correr los toros, pero se empeña en salir una y otra vez a la plaza.

—¿Por qué? —inquirió Hernando con el mismo tono de voz.

—¿Soberbia? ¿Honor? —se limitó a contestar el joven.

Nada más pisar el coso, el lacayo que no portaba las lanzas para el conde empezó a gritar a la gente para que dejasen de importunar al saltarín y permitiesen el enfrentamiento con su señor. Los cordobeses obedecieron a desgana, renunciaron a la fiesta que los demás nobles les regalaban e incluso evitaron silbar en el momento en el que el conde de Espiel citó al toro y permitió que el caballo se aliviase a la izquierda para poder enfrentar mejor la embestida. Hernando observó a los demás caballeros, que ya no sonreían. Uno de ellos, vestido de morado, negaba con la cabeza. Pese a la ventaja obtenida por la posición del caballo para recibir al toro, el conde falló y golpeó con la punta de la lanza en el hocico del animal cuando éste saltó antes de llegar al caballo. La lanza salió despedida de la mano del noble. El conde lanzó una imprecación y perdió un precioso instante para apartar al caballo del recorrido de aquel toro cuya embestida no pudo detener.

Hincó las espuelas en los ijares del caballo pero el toro ya se le había echado encima y, en plena carrera, corneó la barriga del caballo con sus dos imponentes astas. El conde salió despedido y rodó por el suelo mientras el caballo quedaba ensartado en los cuernos del saltarín, que tras un par de trancos, levantó la cabeza sosteniendo al animal en el aire y le rajó la barriga como si de un simple paño viejo se tratase. Los relinchos de muerte del caballo atronaron la Corredera, llegando hasta lo más profundo de los vecinos que observaban el espectáculo. El toro bajó la cabeza; el caballo cayó al suelo y el morlaco se ensañó con su presa, corneándolo una y otra vez, arrastrándolo por la plaza, destrozándolo encelado, sin atender a los jinetes que trataban de distraerlo. El empuje del toro llevó al caballo hasta la talanquera en la que se encontraba Hernando. La sangre le salpicó cuando el toro volteó de nuevo al caballo; los intestinos y órganos del animal volaron por los aires.

Antes de que Hernando llegara a darse cuenta, el conde de Espiel se plantó junto al toro y el cadáver del caballo, espada en mano.

—¡Toro! —gritó con el arma en alto, asida con ambas manos.

El toro atendió al envite y alzó su cabeza empapada en sangre hacia el noble, momento en el que éste descargó un tremendo golpe en la cerviz del animal. El buen acero toledano cortó la mitad del grueso cuello del toro y éste cayó desplomado junto al caballo.

Se trataba de un conde, ¡de un grande de España! Al principio fueron moderados, procedentes sólo de la nobleza, sus iguales, pero cuando el conde de Espiel volvió a alzar su espada ensangrentada en señal de victoria, los aplausos resonaron en la Corredera.

—¡Un caballo! —gritó entonces el conde a uno de sus lacayos, mientras recibía orgulloso la aclamación del pueblo.

Hernando y los demás tuvieron que volver a apartarse y el lacayo corrió hacia la plaza de la Paja en busca de otro caballo.

—¿Por qué? —preguntó Hernando al criado.

—Los nobles —contestó éste— tienen que abandonar la plaza a caballo. No pueden hacerlo a pie. Si su caballo muere, les llevan otro. No es la primera vez que sucede con el conde —acertó a decir en el mismo instante en que el lacayo del conde ya volvía tirando de la brida de un semental castaño de gran alzada.

—¡Mi caballo! —exigía el conde desde el coso.

Hernando y el criado ayudaron a abrir por completo la talanquera para dejar paso a la nueva montura, pero en cuanto ésta vio al primer caballo y al toro muertos frente a él, y olió la sangre del inmenso charco que les rodeaba, se encabritó soltándose del lacayo y quedó libre entre la servidumbre. Un criado trató de volver a agarrarlo, pero el animal había enloquecido, relinchaba con violencia y se alzaba, manoteando en el aire, rozando las cabezas de los criados, para acto seguido lanzar coces frenéticas. Dos hombres salieron despedidos por las coces que les alcanzaron en pecho y estómago, otro sufrió la misma suerte cuando el caballo le propinó un fuerte cabezazo. El conde seguía exigiendo a gritos su caballo, pero el espacio en la talanquera era mínimo y la multitud de criados que intentaba hacerse con el semental no lograba sino enloquecerlo todavía más. Algunos caballeros de los que corrían los toros se acercaron a la entrada de la plaza, pero no parecía que estuvieran muy dispuestos a ayudar; uno de ellos incluso sonrió al escuchar los gritos exasperados del conde de Espiel.

En ese momento el semental, alzado sobre sus patas, manoteó en el aire justo donde se encontraban Hernando y su compañero. Hernando se apartó a toda prisa con la sola visión de los ojos fuera de las órbitas e inyectados en sangre del caballo, sangre igual que la que brotó del rostro del joven criado que le acompañaba cuando el semental le alcanzó en la cara con una de sus manos. ¡Los iba a despedazar! El animal rozó la tierra presto a empinarse de nuevo y Hernando saltó sobre su cabeza y le tapó los ojos con su cuerpo hasta alcanzar una de sus orejas, que mordió con fuerza, retorciéndole la otra con una mano. Sintió en su estómago la vaharada del relincho de dolor del caballo, y cuando el animal bajó la cabeza por el peso de Hernando, éste le torció el cuello brusca y violentamente hasta tirarlo al suelo.

En tierra, con Hernando tumbado sobre su cabeza y todavía mordiéndole la oreja, el caballo intentaba levantarse, pero no lo consiguió al no poder doblar el cuello. Durante unos instantes se debatió con todas sus fuerzas, hasta que poco a poco fue cediendo.

—¡Quietos! —oyó que alguien ordenaba a los criados del conde que acudían a por el caballo.

Dejó de morder la oreja del animal, pero mantuvo la otra retorcida. Sólo se le ocurrió recitar en voz baja algunas suras, con sus labios junto al oído del animal, en un intento por tranquilizarlo. Así permaneció durante unos largos instantes, sin ver nada ni a nadie, recitando suras, mientras el caballo volvía a acompasar su respiración.

—Voy a taparle la cara con un manto, muchacho. —Era la misma voz que había ordenado a los criados que permanecieran quietos. Hernando sólo llegó a ver unas espuelas de plata—. Lo meteré entre tu cuerpo y su cabeza. No permitas que se levante.

Hernando aguantó, y dejó espacio para que el hombre de las espuelas de plata introdujese el manto. También lo oyó renegar en voz baja mientras manipulaba con la manta:

—Engreído. No merece caballos como los que tiene. —Hernando encogió la barriga. Notó cómo el hombre deslizaba la manta entre ella y la cabeza del semental—. Imbécil. ¡Grande de España! —masculló antes de dar por finalizada su labor—. Ahora —le instruyó—, debes dejar que se levante poco a poco. Primero doblará el cuello para levantar la cabeza y luego extenderá las manos para darse impulso. —Hernando lo sabía—. En ese momento deberás terminar de colocarle el manto por debajo de la quijada para que no pueda librarse de él. ¿Te ves capaz? ¿Te atreves?

—Sí.

—Ahora —le indicó el hombre.

El semental, probablemente agotado, se levantó mucho más despacio de lo que esperaba Hernando, así que no tuvo problema para anudarle el manto por debajo de la quijada como le había dicho el hombre de las espuelas. Ya en pie, el caballo se quedó quieto, ciego. Hernando le palmeó el cuello y le habló para calmarlo. Uno de los criados del conde fue a coger al caballo por la brida, pero una mano se lo impidió.

—Ineptos. —Hernando se volvió hacia aquella voz conocida. Don Diego López de Haro, veinticuatro de Córdoba, caballerizo real de Felipe II, se encontraba junto a él—. Seríais capaces —añadió hacia el criado— de volver a encabritar a este animal. Ni siquiera sabéis reconocer a un buen caballo, como vuestro… —Calló y meneó la cabeza—. ¡Sólo sabéis tratar con asnos y borricos! Muchacho, llévaselo tú al conde. —Hernando percibió cómo don Diego escupía la última palabra.

De lo que no se dio cuenta fue de cómo el caballerizo real entrecerraba los ojos y apoyaba la mano derecha en su mentón, observando con interés lo que haría Hernando al entrar en la plaza: el semental todavía olería la sangre. Y así fue. El caballo hizo ademán de recular, pero al momento Hernando le dio un tirón de la brida y una fuerte patada en la barriga. El semental temblaba, pero obedeció y accedió a la Corredera. Ya había dejado atrás los cadáveres del caballo y del toro, mientras don Diego asentía satisfecho a sus espaldas, cuando el conde de Espiel le gritó desde donde todavía estaba esperando:

—¿Cómo te atreves a patear a mi caballo? ¡Vale más que tu vida!

Los dos lacayos que atendían al noble en la plaza corrieron hacia Hernando. Uno le arrebató las bridas de la mano y el otro trató de agarrarle del brazo.

—¡Detenedlo! —ordenó el conde de Espiel.

La gente, después de la larga espera, volvió a estallar en gritos. Nada más notar el contacto del lacayo en su brazo, Hernando azuzó al semental, que giró sobre sí y barrió a los lacayos con su grupa, momento que él aprovechó para escabullirse. Saltó por encima del cadáver del toro y echó a correr en dirección a la plaza de la Paja. Al pasar por delante de don Diego, éste hizo un imperativo gesto a los lacayos con los que había estado hablando mientras contemplaba cómo se desenvolvía Hernando en la plaza. Los lacayos salieron a la carrera tras el muchacho. Un alguacil de los que vigilaban la plaza de la Paja se lanzó sobre Hernando al ver que le perseguían dos lacayos, y logró detenerle. A cierta distancia, varios de los criados del conde de Espiel también trataban de darle alcance.

—¿Qué… ? —empezó a preguntar el alguacil.

—¡Dejadlo! —ordenó uno de los lacayos arrancando a la presa de las manos del alguacil.

—¡Detenedlos a ellos! —añadió el otro lacayo al tiempo que señalaba a los criados del conde de Espiel—. ¡Pretenden asesinarle!

La simple acusación fue suficiente para que los alguaciles que vigilaban plantaran cara a los hombres del conde, y fue suficiente también para que Hernando y los lacayos de don Diego se perdiesen en dirección al Potro.

Mientras, el conde de Espiel paseaba orgulloso a caballo por la Corredera, entre los aplausos del público.

—Retirad estos cadáveres de aquí —ordenó don Diego a todos los cuadrilleros que contemplaban la escena desde la puerta, señalando al toro y al caballo muertos—. En caso contrario —ironizó en voz baja, dirigiéndose a dos caballeros que se hallaban junto a él—, ese imbécil será incapaz de abandonar la plaza y nos dará la noche.

31

Algunos días antes del domingo del juego de toros, Fátima y Jalil, cuyo nombre cristiano era Benito, uno de los ancianos que junto a Hamid se había constituido en jefe de la comunidad morisca de Córdoba, se dirigían a la cárcel, cada cual con la comida que había logrado recoger para los presos, como venían haciendo con regularidad. Hablaban de Hernando, de su trabajo por la comunidad.

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