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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (86 page)

BOOK: La mano de Fátima
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—Mañana me voy —dijo al fin Hernando.

—Lo sé —se limitó a contestar ella.

El silencio volvió a hacerse entre los dos, hasta que Isabel negó casi imperceptiblemente con la cabeza y deshizo el abrazo de sus cuerpos.

—Isabel…

—Calla —le suplicó la mujer—. Debo volver a mi vida. Dos veces has entrado en ella y dos veces he resucitado. —Ya sentada, Isabel acarició el rostro de Hernando con el dorso de sus dedos—. Debo regresar.

—Pero…

Ella llevó de nuevo uno de sus dedos a los labios de Hernando, rogándole silencio.

—Ve con Dios —susurró conteniendo el llanto.

Luego abandonó el dormitorio sin mirar atrás.

Hernando no quiso verla marchar y permaneció tumbado con la mirada perdida en el techo artesonado. Al cabo, cuando los sonidos de la noche granadina volvieron a hacerse presentes, se levantó y fue hacia la terraza, donde se perdió una vez más en la contemplación de la Alhambra. ¿Por qué no insistía? ¿Por qué no corría a ella y le prometía felicidad eterna? Pese a las advertencias de don Sancho y el peligro, había llegado a jugarse la vida por aquella mujer. ¿Acaso el mero hecho de lograr el placer con ella era suficiente? ¿Era amor lo que sentía?, se preguntó, turbado y confuso. Transcurrió el tiempo hasta que la esplendorosa alcazaba roja que se abría al otro lado del valle del Darro pareció contestarle: allí, de muchacho, en los jardines del Generalife, había soñado en bailar con Fátima. ¡Fátima! ¡No! No era amor lo que sentía por Isabel. Los grandes ojos negros almendrados de su esposa le trajeron al recuerdo sus noches de amor: ¿dónde estaba aquel espíritu saciado, de dicha absoluta, de miles de silenciosas promesas con el que terminaban todas ellas?

Hernando dedicó el poco tiempo que restaba hasta el amanecer a finalizar los preparativos de la marcha. Luego bajó a las cuadras, para sorpresa del mozo, que ni siquiera había llegado a retirar el estiércol de las camas de los caballos.

—Limpia y embrídame a Volador —le ordenó—. Después, prepara también el caballo de don Sancho y las mulas. Partimos.

Se dirigió a la cocina, donde pilló al servicio desperezándose y desayunando. Cogió un pedazo de pan duro y lo mordió.

—Avisa a don Sancho —dijo a uno de sus criados— de que volvemos a Córdoba. Estad listos para cuando regrese. Tengo que ir a la catedral.

Descendió del Albaicín hacia la catedral. Granada se despertaba y la gente empezaba a salir de sus casas; Hernando montaba erguido, sin mirar a nada ni a nadie. En la catedral no encontró al notario, pero sí a un sacerdote que le ayudaba y que lo recibió de mala gana. Si volvía a Córdoba necesitaría una cédula que le permitiese moverse por los reinos, al modo de la que en su día le proporcionara el obispado de Córdoba para hacerlo por la ciudad.

—Decidle al notario —le encargó tras un frío saludo que Hernando hubiera incluso evitado— que debo volver a Córdoba y que me es difícil trabajar aquí en Granada, en un lugar tan implicado en los acontecimientos que debo narrarle. Yo personalmente le traeré mi informe y todos aquellos que puedan interesar al deán o al arzobispo. Decidle también que, como morisco que soy, necesitaré una cédula del obispado, o de quien sea menester, por la que se me autorice a moverme con libertad por los caminos. Que me la haga llegar a Córdoba, al palacio del duque de Monterreal.

—Pero una autorización… —trató de oponerse el sacerdote.

—Sí. Eso he dicho. Sin ella no habrá informes. ¿Lo habéis entendido? No os estoy pidiendo dinero por mi trabajo.

—Pero…

—¿Acaso no me he explicado con claridad?

Sólo le quedaba una gestión antes de emprender el regreso. Los granadinos ya atestaban las calles, y la alcaicería, junto a la catedral, recogía torrentes de personas interesadas en la compra o venta de sedas o paños. Don Pedro de Granada ya se habría levantado, pensó Hernando.

El noble lo recibió a solas, en el comedor, mientras daba buena cuenta de un capón.

—¿Qué te trae tan temprano por aquí? Siéntate y acompáñame —le invitó haciendo un ademán hacia los demás manjares que reposaban sobre la mesa.

—Gracias, Pedro. Pero no tengo apetito. —Se sentó junto al noble—. Parto hacia Córdoba y antes de hacerlo, necesitaba hablar contigo. —Hernando hizo un gesto hacia los dos criados que atendían la mesa. Don Pedro les ordenó que se fueran.

—Tú dirás.

—Necesito que me hagas un favor. He tenido una diferencia con el oidor.

Don Pedro dejó de comer y asintió como si ya lo previera.

—Como todos los leguleyos, es un hombre retorcido —afirmó.

—Tanto que temo que pretenda vengarse de mí.

—¿Tan grave ha sido el asunto? —Hernando asintió—. Mal enemigo —sentenció entonces.

—Me gustaría que estuvieras al tanto de lo que hace o dice de mí, y que me mantuvieras informado. Podría tratar de perjudicarme ante el cabildo catedralicio. He pensado que debías saberlo.

El señor de Campotéjar apoyó los codos en la mesa y luego el mentón sobre las manos, con los dedos entrecruzados.

—Estaré alerta. No te preocupes —prometió—. ¿Debería saber cuál ha sido el problema?

—Es fácil de imaginar conviviendo con una beldad como la esposa del oidor.

El puñetazo sobre la mesa retumbó en el comedor y volcó un par de copas. Al tiempo que golpeaba de nuevo la mesa, don Pedro soltó una carcajada. Los criados entraron extrañados, pero el noble volvió a despedirlos entre risotadas.

—¡Esa mujer era tan inexpugnable como la Alhambra! ¡Cuántos lo han intentado sin éxito! Yo mismo…

—Te ruego discreción —trató de calmarle Hernando, al tiempo que se preguntaba si habría hecho bien en contarle de sus amoríos.

—Por supuesto. Por fin alguien ha puesto al juez en su sitio —rió de nuevo—, y dándole donde más puede dolerle. ¿Sabías que gran parte de la fortuna del oidor proviene de los expolios que los escribanos hicieron a los moriscos cuando desempolvaron pleitos antiguos y les exigieron los títulos de propiedad de unas tierras que les pertenecían desde hacía siglos? Su padre trabajaba entonces como escribano de la Chancillería y, al igual que muchos otros, se aprovechó de todo ello. Ya tiene dinero, ahora pretende poder a través de la protegida de los Vélez. No puede interesarle un escándalo de ese tipo.

—¿No te pongo en un compromiso?

Don Pedro mudó el semblante.

—Todos tenemos compromisos, ¿no es cierto?

—Sí —aceptó Hernando.

—¿Estarás en contacto con nosotros?

—No lo dudes.

50

¿Qué más reliquias deseáis que las que tenéis en aquellos montes? Tomad un puñado de tierra, exprimidla y verterá sangre de mártires.

El papa Pío IV al arzobispo de Granada,

Pedro Guerrero, que solicitaba

reliquias para la ciudad

Si a su regreso de Granada Hernando mantenía alguna esperanza de que la comunidad morisca de Córdoba hubiera suavizado su postura respecto a él, ésta se esfumó enseguida: gracias a la carta remitida a don Alfonso por el oidor, la noticia de su intervención en el estudio de los mártires cristianos de las Alpujarras le había precedido. La solicitud del arzobispado se comentó en la corte de mantenidos del duque y poco tardó en llegar a oídos de Abbas a través de los esclavos moriscos de palacio.

A los pocos días de su retorno, tras la insistencia de Hernando, su madre consintió en hablar con él. Se la veía envejecida y encorvada.

—Eres el hombre —le aclaró en un tono inexpresivo cuando Hernando acudió a la sedería—. La ley me exige obediencia, a pesar de mis deseos.

Se hallaban los dos en la calle, a unos pasos del establecimiento en el que trabajaba Aisha.

—Madre —casi suplicó Hernando—, no es tu obediencia lo que busco.

—Has sido tú quien ha logrado que me aumentaran el jornal, ¿no? El maestro no ha querido darme explicaciones. —Aisha hizo un gesto hacia la puerta. Hernando se volvió y vio al tejedor, que le saludó en la distancia y se mantuvo en la puerta, observándolos, como si esperara para hablar con él.

—¿Por qué no podemos recuperar nuestra…?

—Tengo entendido que ahora trabajas para el arzobispo de Granada —le interrumpió Aisha—. ¿Es eso cierto? —Hernando titubeó. ¿Cómo podían saberlo con tanta celeridad?—. Dicen que ahora te dedicas a traicionar a tus hermanos alpujarreños…

—¡No! —protestó él, con el rostro enrojecido.

—¿Trabajas para los papaces o no?

—Sí, pero no es lo que parece. —Hernando calló. Don Pedro y los traductores le habían exigido secreto absoluto acerca de su proyecto y él lo había jurado por Alá—. Confía en mí, madre —le rogó.

—¿Cómo quieres que lo haga? ¡Ya nadie confía en ti! —Los dos quedaron en silencio. Hernando deseaba abrazarla. Alargó una mano con la intención de rozarla, pero Aisha se apartó—. ¿Deseas algo más de mí, hijo?

¿Por qué no contárselo todo?

«¡Jamás a una mujer! —casi había gritado don Pedro después de que él plantease la posibilidad de confiar en su madre—. Hablan. No hacen más que parlotear sin comedimiento. Aunque sea tu madre.» Luego le había obligado a jurarlo.

—La paz sea contigo, madre —cedió, y retiró la mano.

Con un nudo en la garganta, la vio alejarse calle abajo, muy despacio. Luego carraspeó y se dirigió donde todavía lo esperaba el maestro tejedor, quien tras intercambiar los saludos de rigor, le exigió que cumpliera su palabra: la casa del duque debía comprarle mercadería.

—Te prometí interceder para que el duque se interesara en tus productos —le contestó Hernando—. Que compre o no ya no dependerá de mí.

—Si vienen, comprarán —asintió, señalando el interior de su tienda.

Hernando echó un vistazo: se trataba de un buen establecimiento. La luz, como era obligado, entraba a raudales por las ventanas abiertas, carentes de toldos o telas que las cubriesen, para que los compradores apreciaran con claridad las mercaderías; las piezas de terciopelo, raso o damasco se exponían al público sin ningún reclamo o trampa que pudiera inducir a error.

—Estoy seguro de ello —afirmó Hernando—. Te agradezco lo que has hecho por mi madre. Tan pronto como vea al duque…

—Tu señor —le interrumpió el tejedor— puede tardar meses en volver a Córdoba.

—No es mi señor.

—Díselo a la duquesa entonces. —La expresión de Hernando fue suficiente como para que el maestro frunciera el ceño—. Hicimos un trato. Yo he cumplido. Cumple tú —exigió.

—Lo haré.

¿Cómo no iba a cumplir?, se planteó tan pronto como dio la espalda al tejedor. Su madre no admitiría un real de su mano. No podía consentir que ella viviera en la pobreza mientras él disponía de una cuantiosa asignación. Era lo único que le quedaba, aunque lo rechazase. Algún día podría decirle la verdad, trató de animarse mientras andaba por delante de los poyos adosados a la pared ciega del convento de San Pablo. El cadáver de una mujer joven encontrado en los campos por los hermanos de la Misericordia, rodeado por un grupo de niños que lo contemplaban boquiabiertos, le recordó la época en que día tras día acudía allí, conteniendo la respiración, a la espera de ver expuesto al público el cuerpo de Fátima o el de alguno de sus hijos.

Fátima había vuelto a su recuerdo con una fuerza inusitada. Días atrás, al abandonar Granada, en la vega, Hernando hizo un alto y volvió grupa para contemplar la ciudad de los reyes nazaríes. Allí quedaba Isabel. Sin embargo, aquellas nubes que se abrían por encima de la sierra y de cuyas caprichosas formas y colores tantas predicciones extraían los ancianos le mostraron el rostro de Fátima.

Alguien, quizá don Sancho, había hecho ruido a sus espaldas, como llamándole la atención para que continuaran el camino; el hidalgo se mostraba seco y distante con él. Hernando no se volvió, la vista puesta en esa nube que parecía sonreírle.

—Id vosotros. Ya os daré alcance —les dijo.

Habían transcurrido tres años desde que Ubaid había asesinado a Fátima y los niños, pensó Hernando. Acababa de conocer a otra mujer con la que había intentado alcanzar ese mismo cielo que se abría por encima de la nube, pero era Fátima quien se le presentaba, como si Isabel, en aquella Granada que casi podía tocar, le hubiera liberado y permitido abrir las puertas de un sentimiento que mantenía encerrado dentro de sí. Tres años. Hernando no lloró como lo había hecho tras la muerte de su esposa; ni las lágrimas ni el dolor vinieron a empañar las risas de ella, las dulces palabras de Inés o los delatores ojos azules de Francisco. Miró a la nube y siguió su recorrido en el cielo hasta que ésta se enredó con otra. Luego palmeó al caballo en el cuello y le obligó a volverse. El hidalgo y los criados se habían alejado. Pensó en azuzar a Volador para alcanzarles, pero prefirió seguirlos en la distancia, al paso.

El camarero del duque de Monterreal se llamaba José Caro y tenía cerca de cuarenta años, diez más que Hernando. Se trataba de un hombre estirado, serio y extremadamente escrupuloso en sus cometidos, como correspondía a una persona que había servido ya como paje al padre de don Alfonso, siendo sólo un niño. El camarero, a quien la jerarquía situaba sólo por debajo del capellán y del secretario, se hallaba al cuidado del guardarropa y demás atavíos y efectos personales del duque, amén de todo lo correspondiente al ornato y mantenimiento del palacio. José Caro era la persona a la que tenía que convencer para que se interesase en las sedas del maestro, pero durante los tres años que llevaba viviendo en el palacio ni siquiera había cruzado una docena de palabras con él.

Una tarde, Hernando lo vio en uno de los salones, impecablemente vestido con su librea, vigilando a un maestro carpintero que arreglaba un aparador desportillado. A su lado, una joven criada barría el serrín del cepillado antes incluso de que llegara a tocar el suelo.

Hernando se detuvo en la entrada del salón. «Necesito que acudáis a la tienda del maestro Juan Marco a comprar…», pensó que podía decirle. «¿Necesito?» «Me gustaría…, os ruego…» ¿Por qué? ¿Qué le contestaría si le preguntaba el porqué? Seguro que lo haría. «Porque soy amigo del duque —podía contestarle—, le salvé la vida.» Se imaginó entonces obligado a repetir ese argumento delante de doña Lucía y lo descartó de inmediato. Don Sancho le había enseñado muchas cosas, pero ciertamente nunca llegó a darle ninguna lección acerca de cómo dirigirse a los criados con aquella autoridad de la que todos ellos hacían gala de manera natural. También pensó en acudir al hidalgo, pero éste no le dirigía la palabra tras su discusión sobre Isabel.

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