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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Mano Del Caos (59 page)

BOOK: La Mano Del Caos
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Aquello era peor, mucho peor, que quedarse ciego de repente. Privado de la vista, aún podría haberse fiado de los demás sentidos, haberse apoyado en ellos. Pero ahora su cerebro estaba obligado a dudar de sus percepciones. El parecido de aquella ilusión con los sueños resultaba enervante. Dio un paso, y el corredor osciló y se cimbreó. El suelo que notaba bajo los pies no era el mismo que veían sus ojos. Las paredes se deslizaban entre sus dedos, pero éstos tocaban algo sólido. Haplo se sentía cada vez más mareado, más desorientado.

Cerró los ojos e intentó concentrarse en los sonidos, pero tampoco podía fiarse de ellos. Los únicos que oía le llegaban a través del perro. Era como si estuviese en la habitación con Hugh y Bane.

Notó en la piel el hormigueo de las runas al activarse. Algo o alguien se acercaba a él. Y allí se quedó plantado, con los ojos cerrados y agitando los puños con impotencia. Captó unas pisadas pero, ¿a quién se acercaban, a él... o al perro? Haplo reprimió el impulso del pánico que lo urgía a lanzar golpes a ciegas.

Un soplo de brisa le rozó la mejilla, y se volvió.

El pasillo seguía vacío pero, maldita fuera, el patryn sabía que tenía algo o a alguien justo detrás de él. Activó su magia e hizo que los tatuajes mágicos emitieran su resplandor azul, envolviéndolo en un escudo protector.

Funcionaría contra los mensch. Pero no contra...

De pronto, se produjo un estallido de dolor en su cabeza y se notó caer, caer en el sueño. Golpeó el suelo, y la conmoción lo devolvió bruscamente a la conciencia. La sangre le nublaba la vista y le adhería los párpados. Pugnó por mantenerlos abiertos pero acabó por rendirse. La luz deslumbrante que brillaba ante él lo dañaba. Su protección mágica se estaba desbaratando.

Otro estallido de dolor...

CAPÍTULO 35

LA CATEDRAL DEL ALBEDO,

REINO MEDIO

—Guardián —dijo el kenkari ayudante del Puerta—, un weesham pide verte. El weesham del conde Tretar, para ser preciso.

—Dile que no aceptamos...

—Si me perdonas, Guardián, ya se lo he hecho saber, pero es muy terco. Insiste en hablar contigo personalmente.

El Puerta suspiró, tomó un sorbo de vino, se secó los labios con una servilleta y dejó el almuerzo para ir al encuentro de aquel weesham tan pesado.

Estuvo largo rato de conversación con él y, cuando la conferencia terminó, el Guardián de la Puerta reflexionó un momento, llamó a su ayudante y le informó que estaría en la capilla.

El Guardián de las Almas y la Guardiana del Libro estaban arrodillados ante el altar de la capilla. Viéndolos en plena oración, el Puerta entró en silencio, cerró la puerta tras él y se arrodilló también, con las manos juntas y la cabeza inclinada.

El Alma se volvió.

—¿Tienes noticias?

—Sí, pero no querría...

—No, no. Haces muy bien en interrumpirnos. Observa.

Puerta levantó la cabeza y contempló el Aviario con un sobresalto. Era como si una tormenta furiosa se hubiera desatado sobre la frondosa vegetación. Los árboles temblaban y se combaban y gemían bajo un viento que era el clamor de miles de almas atrapadas. Las hojas se agitaban, presa de violentas sacudidas, y las ramas crujían y se quebraban.

—¿Qué es esto? —musitó el Puerta, olvidando en su espanto que no debía hablar hasta que lo hubiera hecho el Guardián de las Almas. Al recordarlo, se encogió y se dispuso a pedir disculpas, pero no le dio tiempo.

—Quizás tú puedes decírnoslo.

Puerta, perplejo, movió la cabeza en gesto de negativa.

—Acaba de estar aquí un weesham, el mismo que nos habló del chiquillo humano, ese Bane. El weesham recibió nuestro aviso y nos ha traído esta noticia: su pupilo, el conde Tretar, ha capturado a la dama Iridal y a Hugh
la Mano
. La misteriarca ha sido encerrada en las mazmorras de la Invisible. El weesham no está seguro de qué ha sido de Hugh, pero cree que a él y al muchacho los están conduciendo a alguna parte, lejos de aquí.

El Guardián de las Almas se puso en pie.

—Tenemos que actuar. Y tenemos que hacerlo enseguida.

—Pero, ¿a qué viene el clamor de los muertos? —Insistió el Puerta—. ¿Qué es lo que los perturba?

—No consigo entenderlo. —El Guardián de las Almas tenía un aire perplejo y dolorido—. Tengo la impresión de que tal vez no lo comprendamos nunca, en esta vida. Pero ellas, sí. —Volvió la vista al Aviario, y le cambió la cara; sus facciones expresaban ahora un temor reverencial, una añoranza cargada de melancolía—. Ellas lo entienden. Y nosotros debemos actuar. Debemos ponernos en marcha.

—¡Ponernos en marcha! —El Guardián de la Puerta palideció. Jamás, en los incontables años que había dedicado a abrirla a los demás, la habían traspasado sus pies—. En marcha, ¿adonde?

—A unirnos a ellas, tal vez —respondió el Alma con una sonrisa desvaída, como si captara los lamentos silenciosos de los muertos en el interior del Aviario.

En la hora fría y oscura que precede al alba, el Guardián de las Almas cerró la puerta que conducía al Aviario e invocó ante ella un hechizo que la dejó sellada. Era algo que no había sucedido en toda la historia de la catedral. Ni una sola vez, en todo aquel tiempo, había abandonado su sagrado puesto el Guardián de las Almas.

El Guardián de la Puerta y la Guardiana del Libro intercambiaron una mirada solemne mientras las puertas se cerraban y eran pronunciadas las palabras del hechizo. Abrumados de asombro, los dos kenkari estaban más asustados por aquel brusco cambio en sus vidas que por la vaga sensación de amenaza que percibían, pues interpretaban aquella pequeña alteración como el anuncio de un cambio de proporciones muy superiores que afectaría, para bien o para mal, a todos los pueblos de todas las razas de Ariano.

El Guardián de las Almas abandonó el Aviario y enfiló el corredor. Dos pasos más atrás, como era debido, lo siguieron el Guardián de la Puerta, a la izquierda, y la Guardiana del Libro, a la diestra. Ninguno de los tres dijo nada, aunque el Puerta estuvo a punto de soltar una exclamación cuando pasaron junto al pasillo que conducía a la puerta principal y continuaron adentrándose en la catedral. El Guardián había dado por sentado que deberían abandonar el recinto para encaminarse al Imperanon, pues había supuesto que éste sería su destino. Al parecer, había supuesto mal.

No se atrevió a hacer preguntas, ya que el Alma no decía nada. Lo único que pudo hacer fue intercambiar miradas de muda perplejidad con la Libro mientras acompañaban a su superior escaleras abajo. Llegaron a las cámaras de los weesham, dejaron atrás salas de estudio y almacenes y, finalmente, entraron en la gran biblioteca de los kenkari.

El Alma pronunció una palabra, y las lámparas cobraron vida en paredes y techos, bañando la sala en una suave luz. El Puerta se dijo que tal vez habían acudido en busca de algún volumen de referencia, de algún texto que les proporcionara alguna explicación o instrucción.

En la biblioteca de los kenkari constaba la historia entera de los elfos de Ariano y también, en menor medida, de las otras dos razas. El material sobre los humanos era voluminoso; el que trataba de los enanos, en cambio, era sumamente exiguo, algo comprensible pues los elfos consideraban a los enanos una mera nota a pie de página. Allí, a aquella biblioteca, era donde la Libro llevaba su tarea cuando estaba completa: allí bajaba los enormes volúmenes a medida que los iba llenando de nombres y los colocaba en el orden adecuado en las estanterías, en perpetua expansión, que albergaban el Registro de Almas.

En la biblioteca había también numerosos volúmenes abandonados por los sartán, aunque la colección no era tan extensa como la que podía verse en el Reino Superior.

Los elfos no podían leer la mayoría de las obras de los sartán. Pocas de ellas podían siquiera ser abiertas, pues no había modo de penetrar en los misterios de la magia rúnica empleada por los sartán, a quienes los elfos consideraban dioses. A pesar de ello, sus libros eran conservados como reliquias sagradas y ningún kenkari entraba en la biblioteca sin dedicar un recuerdo respetuoso y reverente en honor de aquellos seres divinos, desaparecidos hacía tanto tiempo.

El Puerta no se sorprendió, pues, al ver que el Guardián de las Almas se detenía ante la vitrina de cristal que contenía diversos rollos manuscritos y volúmenes encuadernados de los sartán. Tampoco lo hizo la Libro. Ella y el Puerta emularon a su superior y rindieron veneración a los sartán, pero luego observaron con perplejidad cómo el Alma alargaba la mano, posaba sus finos dedos sobre el cristal y pronunciaba unas palabras mágicas. El cristal se hundió al contacto con sus yemas. El Alma traspasó el cristal con la mano y tomó del interior un volumen delgado, de aspecto poco llamativo, que había quedado relegado en el fondo de la vitrina. Estaba cubierto de polvo.

Al retirar el libro, el cristal cubrió rápidamente el hueco, cerrando la vitrina. El Alma contempló el libro con un aire de añoranza, tristeza y temor.

—Empiezo a creer que hemos cometido un error terrible, pero teníamos miedo. —Levantó la cabeza hacia el techo. Después, volvió a bajarla con un suspiro—. Los humanos y los enanos son distintos de nosotros. Muy distintos. ¿Quién sabe? Tal vez esto nos ayude a todos a comprender...

Guardando el libro en las voluminosas mangas de su túnica multicolor, el Guardián de las Almas condujo a sus desconcertados seguidores por la amplia biblioteca hasta llegar ante una pared desnuda.

Allí se detuvo, y su expresión cambió, se hizo sombría y ceñuda. Se volvió y, por primera vez desde que habían iniciado la expedición, miró a los ojos a sus compañeros.

—¿Sabéis por qué os he traído aquí?

—No, en absoluto —murmuraron los dos, con absoluta sinceridad, pues ninguno de ellos tenía la menor idea de por qué estaban plantados ante una pared vacía cuando a su alrededor se estaban produciendo grandes y portentosos sucesos.

—Ésta es la razón —dijo entonces el Alma con un tono de severidad en su voz, normalmente dulce. Levantó la mano, la posó en la pared y empujó.

Una parte de la pared se abrió, girando suavemente y sin ruido sobre un eje central, y dejó a la vista unos peldaños toscamente tallados que se perdían en la oscuridad.

La Libro y el Puerta hablaron a la vez.

—¿Cuánto tiempo lleva esto aquí...?

—¿Quién ha podido hacer...?

—La Invisible —respondió el Alma, lúgubre—. La escalera conduce a un túnel que lleva directamente a sus mazmorras. Lo sé porque las he seguido.

Los otros dos kenkari miraron a su superior con asombro y desconsuelo, perplejos ante la revelación y temerosos de su significado.

—Respecto a cuánto tiempo lleva aquí, no tengo idea. Apenas hace unos pocos ciclos que lo descubrí. Una noche, no podía dormir y pensé que un rato de estudio me relajaría. Vine aquí a una hora muy avanzada, cuando normalmente no ronda nadie por este lugar. A decir verdad, no llegué a sorprenderlos del todo. Apenas capté un levísimo movimiento por el rabillo del ojo. Lo habría tomado por un mero efecto óptico causado por el paso de la penumbra a la luz brillante, de no haber ido acompañado por un extraño sonido que atrajo mi atención hacia esta pared. Y entonces vi claramente el contorno de la puerta, que desapareció instantes después.

»Durante tres noches, aceché en la oscuridad esperando que se presentaran otra vez. No lo hicieron. Entonces, la cuarta noche, volvieron. Los vi entrar y salir. Percibí la cólera de Krenka-Anris ante tal sacrilegio. Envuelto en su cólera, me deslicé tras ellos y los seguí a su guarida. Las mazmorras de la Invisible.

—Pero, ¿por qué? —Inquirió la Libro—. ¿Acaso se han atrevido a espiarnos?

—Sí, creo que sí —respondió el Guardián de las Almas con el rostro muy serio—. Espiarnos y algo peor, quizá. Los dos que vi entrar esa noche se pusieron a revolver entre los libros y parecieron mostrar un especial interés en los volúmenes de los sartán. Trataron de forzar la urna de cristal pero nuestra magia frustró sus intentos. Sin embargo, había algo muy extraño en esos dos agentes. —El Alma bajó la voz y dirigió una mirada a la pared abierta—: Hablaron en un idioma que jamás he oído. No entendí una palabra de lo que decían.

—Quizá la Invisible ha desarrollado un idioma secreto que sólo usan sus miembros —apuntó el Puerta—. Como la jerga que emplean los ladrones entre los humanos...

—Tal vez. —El Alma no parecía muy convencido—. Fuera lo que fuese, resultaba horrible. Sólo de oírlos hablar, me quedé casi paralizado. Las almas de los muertos temblaron y gritaron de espanto.

—Pero, aun así, los seguiste —dijo el Puerta, mirando con admiración a su superior.

—Era mi obligación —se limitó a responder éste—. Krenka-Anris me lo ordenó. Y ahora nos ordena que entremos otra vez. Y que recorramos el camino de esos guardias y empleemos contra ellos sus propios secretos oscuros.

El Alma se detuvo a la entrada del pasadizo secreto. El viento helado y desagradablemente húmedo que fluía del conducto subterráneo hizo vibrar los pliegues sedosos de su túnica multicolor, los extendió, los levantó y alzó consigo el esbelto cuerpo del elfo. Éste menguó de tamaño hasta que no fue mayor que el insecto al que emulaba.

Con un airoso batir de alas, el kenkari cruzó el umbral y penetró volando en el túnel oscuro. Sus dos compañeros también se alzaron del suelo, obraron su magia y entraron tras él. Sus ropas despidieron un fulgor radiante que iluminó su camino, un brillo que se amortiguó, transformándose en un suavísimo terciopelo negro cuando llegaron a su destino.

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