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Authors: Charles Bukowski

Tags: #Erótico, Humor, Relato

La máquina de follar (3 page)

BOOK: La máquina de follar
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—¡bueno coged los SACOS!

todos los vagabundos se levantaron inmediatamente y CORRIERON hacia la gran habitación del fondo. qué demonios, pensé. me acerqué lentamente y miré en la otra habitación. allí estaban empujándose y disputando a ver quién se llevaba los mejores sacos. era una lucha despiadada y absurda. cuando salió el último de ellos, entré y cogí el primer saco que había en el suelo. estaba muy sucio y lleno de agujeros y desgarrones. cuando salí al otro lado, todos los vagabundos tenían los sacos a la espalda. yo me senté y esperé sentado con el mío en las rodillas. han debido tomarnos el nombre en algún momento, pensé, creo que fue antes de darnos el papel del café y el bollo cuando di mi nombre. en fin, fueron llamándonos en grupos de cinco o seis o siete. así pasó, más o menos, otra hora. cuando entré en la caja de aquel camión más pequeño con unos cuantos más, el sol ya estaba bastante alto; nos dieron a cada uno un pequeño plano de las calles en que teníamos que entregar los papeles. a mí también. miré inmediatamente las calles: ¡DIOS TODOPODEROSO, DE TODA LA CIUDAD DE LOS ANGELES TENÍAN QUE DARME PRECISAMENTE MI PROPIO BARRIO!

yo me había hecho una reputación de borracho, jugador, vivales, de vago, de especialista en chollos, ¿cómo podía aparecer allí con aquel saco cochambroso a la espalda, a entregar folletos publicitarios?

me dejaron en mi esquina. era una zona muy familiar, realmente, allí estaba la floristería, allí estaba el bar, la gasolinera, todo... a la vuelta de la esquina mi casita con Kathy durmiendo en la cama caliente. hasta el perro estaba durmiendo. en fin, es mañana de domingo, pensé. nadie me verá. duermen hasta tarde. haré la condenada ruta. y me dispuse a hacerla.

recorrí dos calles a toda prisa y nadie vio al gran hombre de mundo de suaves manos blancas y grandes ojos soñadores. lo conseguí.

enfilé la tercera calle. todo fue bien hasta que oí la voz de una niñita. estaba en su patio. unos cuatro años.

—¡hola, señor!

—¿sí? ¿qué pasa niña?

—¿dónde está tu perro?

—oh, jajá, aún dormido.

—oh.

siempre paseaba al perro por aquella calle. había allí un solar vacío donde cagaba siempre el perro. éste fue el final. Cogí los folletos que quedaban, los basculé en la parte trasera de un coche abandonado junto a la autopista. el coche llevaba allí meses sin ruedas. no sabía las consecuencias que podía tener, pero eché todos los papeles en la parte trasera. luego doblé la esquina y entré en mi casa. Kathy aún estaba dormida. la desperté.

—¡Kathy! ¡Kathy!

—oh, Hank... ¿todo bien?

vino el perro y le acaricié.

—¿sabes lo que HICIERON ESOS HIJOS DE PUTA?

—¿qué?

—¡me dieron mi propio barrio para repartir folletos!

—oh. bueno, no es muy agradable, pero no creo que a la gente le importe.

—¿es que no comprendes? ¡con la reputación que me he creado! ¡yo soy un vivo! ¡no pueden verme con un saco de mierda a la espalda!

—¡bah, no creo que tengas esa reputación! son cosas tuyas.

—¿pero qué demonios dices? ¡has estado con el culo caliente en esta cama mientras yo estaba por ahí fuera con un montón de soplapollas!

—no te enfades. espera un momento que voy a mear.

esperé allí mientras ella soltaba su soñoliento pis femenino. ¡Dios mío, qué lentas son! el coño es una máquina de mear muy ineficaz. es mucho mejor el pijo.

Kathy salió.

—mira Hank, no te preocupes. me pondré un vestido viejo y te ayudaré a repartir los folletos. en seguida acabamos. los domingos la gente duerme hasta tarde.

—¡pero si ya me han VISTO!

—¿que ya te han visto? ¿quién?

—esa chiquilla de la casa marrón de la calle West Moreland.

—¿te refieres a Myra?

—¡no sé cómo se llama!

—si sólo tiene tres años.

—¡no sé cuantos años tiene, pero me preguntó por el perro!

—¿qué te dijo del perro?

—¡me preguntó dónde ESTABA?

—vamos, yo te ayudaré a librarte de esos folletos.

Kathy se estaba poniendo un vestido viejo, raído y gastado.

ya me he librado de ellos. se acabó. los eché en ese coche abandonado que hay en la autopista.

—¿no lo descubrirán?

—¡JODER! ¡y qué más da!

entré en la cocina y cogí una cerveza. cuando volví Kathy estaba otra vez en la cama. me senté en un sillón.

—¿Kathy?

—¿sí?

—¿es que no comprendes con quién estás viviendo? ¡yo tengo clase, auténtica clase! con treinta y cuatro años, no he trabajado más de seis o siete meses desde los dieciocho. y no tenía dinero. ¡mira estas manos! ¡como las de un pianista!

—¿clase? ¡deberías OIRTE CUANDO ESTAS BORRACHO! ¡eres horrible, horrible!

—¿quieres que empecemos a armar follón otra vez, Kathy? te he tenido en la opulencia y con pasta abundante desde que te saqué de aquel antro de la calle Alvarado.

Kathy no contestó.

—en realidad —le dije—, soy un genio, pero sólo lo sé yo.

—aceptaré eso —dijo ella. luego hundió la cabeza en la almohada y volvió a dormirse.

terminé la cerveza., tomé otra, luego salí, anduve tres manzanas y me senté en las escaleras de una tienda de ultramarinos cerrada que según el plano sería el lugar de reunión donde tenía que recogerme el encargado, estuve sentado allí desde las diez a las dos y media. fue aburrido y seco y estúpido y tortuoso y absurdo. el maldito camión llegó a las dos y media.

—hola, amigo.

—qué hay

—¿acabó ya?

—sí.

—¡es usted rápido!

—sí.

—quiero que ayude a este tipo a terminar su ruta.

—vaya por Dios, hombre.

entré en el camión y me llevó. allí estaba aquel tipo. se ARRASTRABA. depositaba cada folleto con gran cuidado en los porches. cada porche recibía un tratamiento especial y además parecía que el trabajo le encantaba. sólo le quedaba una manzana. liquidé la cuestión en cinco minutos luego nos sentamos y esperamos el camión. durante una hora.

nos llevaron de nuevo a la oficina y nos sentamos otra vez en aquellas sillas. luego aparecieron dos tipos insolentes con latas de cerveza en la mano. uno decía los nombres y el otro daba a cada uno su dinero.

en una pizarra detrás de las cabezas de aquellos tipos estaba escrito con tiza el siguiente mensaje:

TODO EL QUE TRABAJE PARA NOSOTROS

TREINTA DÍAS SEGUIDOS

SIN PERDER UN DÍA

RECIBIRÁ

GRATIS

UN TRAJE USADO

estuve observando a mis compañeros mientras les entregaban el dinero. no podía ser cierto. PARECÍA que cada uno de ellos recibía tres billetes de dólar. por entonces, el salario base legal era un dólar por hora. yo había estado en aquella esquina a las cuatro y media de la mañana y eran entonces las cuatro y media de la tarde. para mí, eran doce horas.

fui de los últimos que llamaron. creo que el tercero empezando por la cola. ni uno solo de aquellos vagabundos protestó, cogieron sus tres dólares y se largaron.

—¡Bukowski! —aulló el muchachito impertinente de la lata de cerveza.

me acerqué. el otro contó tres billetes muy limpios y crujientes.

—escuche —dije—, ¿es que no saben que hay un salario mínimo legal? un dólar por hora.

el tipo alzó su cerveza.

—descontamos el transporte, el desayuno y demás. sólo pagamos por tiempo medio de trabajo y calculamos unas tres horas.

—he perdido doce horas de mi vida. y ahora tendré que coger el autobús para llegar hasta donde está mi coche y poder volver a casa.

—tienes suerte de tener coche.

—¡y tú de que no te meta esa lata de cerveza por el culo!

—yo no soy quien decide la política de la empresa, señor. no me eche a mí la culpa.

—¡les denunciaré a las autoridades!

—¡Robinson! —aulló el otro impertinente.

el penúltimo vagabundo se levantó de su asiento a por sus tres dólares mientras yo cruzaba la puerta camino del Bulevar Beverly. a esperar el autobús. cuando llegué a casa y me vi con un trago en la mano eran las seis o así. cogí una borrachera respetable. estaba tan furioso que le eché tres polvos a Kathy. rompí una ventana. me corté un pie con los cristales. canté canciones de Gilbert & Sullivan que me había enseñado en otros tiempos un profesor inglés chiflado que daba una clase de inglés que empezaba a las siete de la mañana. en el City College de Los Angeles. Richardson, se llamaba. y quizás no estuviese loco. pero me enseñó lo de Gilbert & Sullivan y me dio una «B» en inglés por aparecer no antes de las siete y media, con resaca, CUANDO aparecía. pero ése es otro asunto. Kathy y yo nos reímos bastante aquella noche, y aunque rompí unas cuantas cosas no estuve tan desagradable e idiota como siempre.

y ese martes, en Hollywood Park, gané ciento cuarenta dólares a las carreras e inmediatamente volví a ser amante despreocupado, vividor, jugador, chulo reformado y cultivador de tulipanes. llegué y enfilé lentamente la entrada de casa en el coche, saboreando los últimos rayos del sol crepuscular. y luego, entré por la puerta trasera. Kathy había preparado carne con muchas cebollas y chorraditas y especies, tal como me gustaba a mí. estaba inclinada sobre la cocina y la agarré por detrás.

—ooooh...

—escucha, querida...

—¿sí?

estaba allí de pie con el cucharón goteando en la mano. le metí en el cuello del vestido un billete de diez dólares.

—quiero que me traigas una botella de whisky.

—de acuerdo, ahora mismo.

—y un poco de cerveza y puros. yo me ocuparé de la comida. se quitó la bata y entró un momento al baño. la oí canturrear. un momento después me senté en mi sillón y oí repiquetear sus tacones en el camino. había una pelota de tenis. cogí la pelota de tenis y la tiré en el suelo de forma que rebotase hacia la pared y de allí al aire. el perro, que medía uno cincuenta de largo por uno de alto, y era medio lobo, saltó al aire, se oyó el chasquido de los dientes; había cogido la pelota de tenis, casi junto al techo. por un instante pareció colgar allá arriba. qué perro maravilloso, qué vida maravillosa. cuando llegó al suelo, me levanté a ver cómo iba el guiso. perfectamente. todo iba perfectamente.

Vida y muerte en el pabellón de caridad

La ambulancia estaba llena pero me encontraron un sitio arriba de todo y allá nos fuimos. Había estado vomitando sangre en grandes cantidades y me preocupaba el que pudiese vomitar sobre la gente que iba abajo. Viajábamos oyendo la sirena. Sonaba como muy lejos, como si el sonido no lo produjese nuestra propia ambulancia. Ibamos camino del hospital del condado, todos nosotros, los pobres. Los casos de beneficencia. Teníamos todos males distintos y muchos no volverían. Lo único que teníamos en común era el ser todos pobres y el no haber tenido grandes oportunidades. Allí estábamos hacinados. Nunca había pensado que en una ambulancia pudiese caber tanta gente.

—Dios mío, oh Dios mío —oí decir a una mujer negra debajo—. ¡Jamás pensé que pudiera sucederme esto a MI! ¡Jamás creí que pudiera pasar algo así, señor. . . !

Yo no compartía tales sentimientos. Llevaba cierto tiempo jugando con la muerte. No puedo decir que fuésemos grandes amigos, pero nos conocíamos bien. Aquella noche se me había acercado un poco más y un poco más deprisa. Había habido advertencias: dolores como espadas aguijoneándome el estómago, que yo había ignorado. Me consideraba un tipo duro y el dolor era para mí sólo como la mala suerte: lo ignoraba. Simplemente bañaba el dolor con whisky y seguía entregado a lo mío. Lo mío era beber y emborracharme. La culpa era del whisky; debería haber seguido fiel al vino.

La sangre de vómito no es del color rojo brillante de la que sale, por ejemplo, de un corte en el dedo. La sangre del vómito es oscura, de un púrpura casi negro, y apesta, huele peor que la mierda. Aquel fluido vivificante olía peor que una mierda-cerveza.

Sentí que llegaba otro espasmo de vómito. Era la misma sensación que cuando se vomita comida, y después de echar la sangre uno se sentía mejor. Pero era simple ilusión... cada vomitada te acercaba cada vez más a Papá Muerte.

—Oh Dios mío, nunca pensé...

Vino la sangre y la retuve en la boca. No sabía qué hacer. Desde allá arriba, desde la hilera superior, habría regado a todos los compañeros que iban abajo. Retuve la sangre en la boca a intenté pensar lo que podía hacer. La ambulancia dobló una esquina y la sangre empezó a escapárseme por las comisuras de la boca. En fin, un hombre ha de mantener el decoro hasta cuando agoniza. Procuré serenarme, cerré los ojos y tragué otra vez la sangre. Era repugnante. Pero había resuelto el problema. Mi única esperanza era llegar pronto a algún sitio donde pudiera librarme de la próxima.

En realidad, no pensaba en absoluto en morir; mi único pensamiento era: qué terrible inconveniente, ya no controlo lo que pasa. Te reducen las posibilidades y lo arrastran de un lado a otro. Por fin llegó la ambulancia a su destino y allí me vi en una mesa donde me hacían preguntas: ¿cuál era mi religión? ¿dónde había nacido? ¿debía dinero al condado por anteriores viajes a su hospital? ¿cuándo había nacido? ¿vivían mis padres? ¿casado? En fin, todo lo que sabéis. Hablan a un hombre como si dispusiese de todas sus facultades. Ni siquiera se les ocurre que puedas estar agonizando. Y no se dan, ni mucho menos, prisa. Esto produce un efecto calmante, pero no es ése su motivo: simplemente están aburridos y no les preocupa si tú te mueres, vuelas o tiras un pedo. No, más bien prefieren que no te tires un pedo.

Luego me vi en un ascensor y se abrió la puerta a lo que parecía una bodega oscura. Allá me llevaron. Me metieron en una cama y se fueron. E inmediatamente apareció un ayudante brotado de la nada que me dio una pildorita blanca.

—Tome esto —dijo. Tragué la píldora, me entregó un vaso de agua y desapareció. Era lo más amable que me había sucedido en bastante tiempo. Me recosté y examiné los alrededores. Había ocho o diez camas, ocupadas todas por norteamericanos varones. Todos teníamos una jarrita metálica de agua y un vaso en la mesilla de noche. Las sábanas parecían limpias. Estaba muy oscuro aquello y hacía frío, y la sensación era la del sótano de una casa de apartamentos. Había una bombillita sin pantalla. Junto a mí había un hombre muy corpulento, viejo, de cincuenta y tantos. Era inmenso, aunque gran parte de la inmensidad era grasa, daba la sensación de mucha fuerza. Estaba atado a la cama. Miraba fijamente hacia arriba, hablando hacia el techo.

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