La Marquesa De Los Ángeles (29 page)

Read La Marquesa De Los Ángeles Online

Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
10.89Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No creáis que me rendiréis con presentes y riquezas —dijo Angélica reaccionando violentamente.

—No creo nada, querida. Os espero —suspiró—. «Todo amante debe palidecer en presencia de su amada.» Palidezco. ¿Os parece que aún no palidezco bastante? Ya sé que a los trovadores se les aconseja arrodillarse ante su dama, pero es un movimiento que mi pierna no me permite hacerlo bien. Disculpadme. ¡Ah!, estad segura de que puedo repetir con Bernardo de Ventador, el divino poeta: «Los tormentos de amor que me hace sufrir esta hermosa cuyo esclavo soy serán la causa de mi muerte.» Me muero, señora.

Angélica sacudió la cabeza riendo.

—No os creo. No tenéis aspecto de moribundo… Os encerráis en vuestro laboratorio o recorréis los palacios de esas preciosas damas tolosanas para guiarlas en sus composiciones poéticas.

—¿Me echaríais de menos, señora?

Angélica vaciló sin dejar de sonreír, queriendo conservar el tono de broma galante.

—Me faltan las distracciones, y vos sois la distracción y la variedad personificadas —y volvió a su labor de bordado.

Angélica ya no sabía si le agradaba o le intimidaba la expresión con que Joffrey de Peyrac la miraba a veces durante esas justas agradables que la vida mundana multiplicaba entre ellos. De pronto dejaba él de ser irónico, y, en el silencio, tenía ella la impresión de estar dominada por un extraño imperio que la envolvía y la quemaba. «Se aprovecha de que mi desconfianza se adormece para echarme un hechizo», pensó aquella noche con un estremecimiento mezcla de miedo y placer.

Joffrey de Peyrac atraía a las mujeres. Angélica no podía negarlo, y lo que en los primeros días había sido para ella causa de estupefacción, ahora le resultaba comprensible. Ciertas expresiones turbadas, ciertos estremecimientos de sus bellas amigas cuando en los corredores se acercaba con paso vacilante el caballero rengo, no se le habían pasado inadvertidos. En cuanto aparecía, una corriente de inquietud febril atravesaba la asamblea femenina. Sabía hablar a las mujeres. Tenía frases mordientes y suaves, sabía la palabra que da a la que la recibe la impresión de haber sido notada entre todas. Angélica se encabritaba como un caballo rebelde ante la voz lisonjera. Con sensación de vértigo recordaba las confidencias de la nodriza: «Atrae a las muchachas con extrañas canciones»

Cuando reapareció Bernalli, Angélica se puso de pie para ir a su encuentro. Rozó al Conde de Peyrac y le dolió que no hubiese alargado la mano para rodearle el talle.

XVI
La volcánica Carmencita

Una risa histérica estalló en la galería desierta. Angélica, que iba avanzando por ella, se detuvo y miró en derredor. La risa se prolongaba, subiendo hasta las notas más agudas y cayendo en una especie de sollozo, para volver a subir. Era una mujer quien reía. Angélica no la veía.

Aquella ala del palacio por la que se había aventurado en la hora más calurosa del día estaba tranquila. Abril, con los primeros calores, traía la pereza al palacio del
Gay Saber.
Los pajes dormían en las escaleras. Angélica, que no era aficionada a la siesta, recorría su morada, cuyos rincones no conocía aún por completo. Las escaleras, las salas, los corredores terminados en «logias», eran innumerables. Por las ventanas y tragaluces se veía la ciudad, sus altos campanarios en cuyos huecos se recortaba el azul del cielo, sus grandes muelles rojos en las orillas del río. Todo dormía. Las largas vestiduras de Angélica hacían un rumor de hojas sobre las losas.

La risa aquella había estallado de pronto. Angélica vió en el fondo de la galería una puerta entreabierta. Sintióse un ruido de agua que caía, y la risa se cortó de golpe. Una voz de hombre dijo:

—Y ahora que os habéis calmado, os escucharé. —Era la voz de Joffrey de Peyrac.

Angélica se acercó y miró por el hueco de la puerta. Su marido estaba sentado. No veía sino el respaldo del sillón y una de sus manos, apoyada en el brazo, y observó que tenía entre los dedos uno de aquellos palitos de tabaco que él llamaba cigarros. Ante él, arrodillada en las losas sobre un charco de agua, estaba una mujer muy hermosa que Angélica no conocía. Lucía un espléndido vestido negro, pero al parecer empapado hasta la camisa. Cerca de ella un caldero de bronce vacío indicaba claramente para qué había servido el agua que contenía, destinada habitualmente a refrescar los frascos de vinos finos. La mujer, con los largos cabellos negros pegados a las sienes, miraba con espanto los vuelos de encaje de sus puños mojados y arrugados.

—¡A mí! —gritaba—. ¿A mí me tratáis así?

—Era necesario, hermosa mía —respondió Joffrey en tono de indulgente reproche—. No podía dejar por más tiempo que perdierais vuestra dignidad delante de mí. No me lo hubierais perdonado nunca. Ea, levantaos, Carmencita. Con este calor tórrido la ropa se os secará pronto. Sentaos en ese sillón frente a mí.

La mujer se levantó con trabajo. Era alta, y su opulenta belleza hubiera sido celebrada por pintores como Rembrandt y Rubens. Sentóse en el sillón que le habían indicado. Sus ojos negros, muy dilatados, miraban con expresión de espanto.

—¿Qué hay? —exclamó el Conde.

Angélica se estremeció, porque aquella voz, emitida por un personaje invisible, tenía un hechizo del que nunca se había dado cuenta.

—Vamos, Carmencita, hace ya más de un año que os marchasteis de Toulouse. Ibais a París con vuestro esposo, cuyo elevado puesto era para vos prenda de vida brillante. Habéis llevado vuestra ingratitud por nuestra pobre sociedad provinciana al punto de no enviarnos jamás ni una sola noticia. Y ahora caéis de pronto en el palacio del
Gay Saber
llorando, reclamando… ¿Qué queréis, en resumidas cuentas?

—El amor —respondió la dama con voz ronca y jadeante—. No puedo vivir más sin ti. ¡Ah, no me interrumpas! No sabes qué suplicio ha sido el mío durante este año tan largo. Sí, creí que París colmaría mi sed de placeres y regocijos. Pero hasta en las más bellas fiestas de la Corte me sentía aburrida. Evocaba Toulouse, este palacio rosa del
Gay Saber.
Hablaba de él con los ojos brillantes, y las gentes se burlaban de mí. He tenido amantes. Su grosería me asqueaba. Comprendí que lo que me faltaba eras tú. Pasaba la noche con los ojos abiertos, y te veía. Veía esos ojos tuyos encendidos en el fuego de tus fraguas, tan ardientes que me hacían desfallecer; veía tus manos blancas y sabias…

—¡Mi andar gracioso! —dijo él riéndose. Se levantó y se acercó a ella, acentuando su cojera.

Ella le miró.

—No intentes alejarme con el desdén —dijo ella—. Tu cojera, tus cicatrices, ¿qué importancia tienen para las mujeres a quienes has amado, frente al don que les otorgas? —La mujer alargó las manos hacia él—. Les das la voluptuosidad —murmuró con voz apasionada—. Antes de conocerte, yo era fría. Tú encendiste en mí un fuego que me devora.

El corazón de Angélica latía como si fuera a romperse. Temía no sabía qué… Tal vez que la mano de su marido fuera a apoyarse en aquel hombro hermoso y dorado, ofrecido con impudor. El Conde se apoyó en una mesa y empezó a fumar con aire impasible. Se le veía de perfil, y el lado destrozado de su cara era invisible. De pronto Angélica descubrió allí a otro hombre, cuyas facciones tenían una pureza de medalla bajo los rizos de sus cabellos negros.

—Quien tiene una lujuria demasiado grande no sabe amar verdaderamente —dijo el Conde mientras echaba una nube de humo azul—. Recuerda los preceptos del amor cortés que en el hotel del
Gay Saber
has aprendido. Vuelve a París, Carmencita; es el refugio de la gente de tu especie.

—Si me rechazas, entraré en un convento. Además, mi marido quiere encerrarme en uno.

—Excelente idea, querida. He oído decir que se están fundando en París gran número de piadosos asilos en que la devoción está de moda. ¿No acaba de comprar la reina Ana de Austria el bellísimo convento de Val de Gráce para alojar a las benedictinas? Y la Visitación de Chaillot también está muy concurrida.

Los ojos de Carmencita echaban chispas.

—¿De modo que ése es todo el efecto que te produce? ¿Estoy dispuesta a enterrarme bajo un velo, y ni siquiera me compadeces?

—Mis recursos de compasión son mínimos. Si hay alguien que la merece en toda esta historia es el duque de Merécourt, tu marido, que tuvo la imprudencia de traerte de Madrid en los coches de su embajada. Y no intentes de nuevo mezclarme a tu existencia volcánica, Carmencita. Una vez más te recordaré otros preceptos del amor galante: «Un amante no debe tener más que una amada a la vez.» Y también este otro: «Amor nuevo desaloja al antiguo.»

—¿Hablas por mí o por ti?

Bajo sus negros cabellos, vestida de negro, su rostro adquiría la blancura del mármol.

—¿Hablas así por causa de esa mujer, la tuya? Creí que te habías casado con ella para satisfacer tu codicia. Cuestión de un terreno, me dijiste. Pero ¿la has elegido para amante? ¡Ay, no dudo que entre tus manos llegue a ser una discípula notable! ¿Cómo te has dejado arrastrar por el amor a una muchacha del Norte?

—No es del Norte, es del Poitou. Conozco el Poitou: he viajado por él. Es un país dulce que en otros tiempos perteneció al reino de Aquitania. La lengua de oc se encuentra en el
patois
de sus campesinos, y Angélica tiene la piel del color de las hijas de nuestra tierra.

—Veo que ya no me quieres. Adivino más de lo que te figuras —exclamó la mujer, que puesta de nuevo de rodillas se agarró al jubón de Joffrey—. ¡Aún estamos a tiempo! ¡Soy tuya! ¡Ámame!

Angélica no pudo oír más. Huyó. Corriendo, atravesó la galería y bajó la escalera de caracol de la torre. En el último escalón tropezó con Kuassi-Ba, que rasgueaba la guitarra y canturreaba con su gruesa voz aterciopelada un estribillo de su tierra. Sonrióle con todos los dientes y trinó como un pájaro:

—Bonsú, medame…

No respondió y siguió su camino. El palacio despertaba. En el gran salón algunas damas estaban ya reunidas y sorbían bebidas frescas. Una de ellas la llamó:

—Angélica, corazón, encontradnos a vuestro marido. Con este calor, nuestra imaginación languidece, y para discurrir…

Angélica no se detuvo, pero tuvo valor para sonreír a las «preciosas» y decirles:

—Discurrid, discurrid. Vuelvo en seguida.

Llegó al fin a su habitación y se desplomó sobre el lecho. «Esto es demasiado», repetía. Pero tuvo que confesarse que no sabía por qué estaba tan trastornada. Le ocurría algo intolerable, y no podía seguir así. Mordió con rabia su pañuelito de encaje y miró en derredor con aire sombrío. Demasiado amor…, eso es lo que la exasperaba. Todo el mundo hablaba de amor, discurría acerca del amor, en ese palacio, en esa ciudad donde el arzobispo tronaba desde lo alto del púlpito amenazando con las hogueras del infierno, a falta de las de la Inquisición, a los desenfrenados, a los libertinos y sus amantes, cubiertas de joyas y ricos atavíos, truenos que iban particularmente dirigidos contra el palacio del
Gay Saber.

Gay Saber…
¿Qué quería decir eso?
Gay Saber… Gaya Ciencia…
Aquel secreto hacía brillar los ojos bellos y arrullar las hermosas gargantas, inspiraba a los poetas, animaba a los músicos. Y el gran maestre de todo este espectáculo tierno y loco era el lisiado a veces burlón y a veces lírico, el mago que había esclavizado a Toulouse mediante la riqueza y el placer. Nunca, desde el tiempo de los trovadores, había conocido Toulouse tal impulso, triunfo semejante… Sacudía el yugo de los hombres del Norte, volvía a encontrar su verdadero destino…

—¡Oh, le detesto, le odio! —exclamó Angélica dando pataditas.

Sacudió vivamente una campanilla de plata dorada y cuando apareció Margarita le ordenó que mandase preparar una silla de manos y una escolta. Quería volverse inmediatamente al pabellón de la Garona.

Llegada la noche, Angélica se quedó largo rato en la terraza, frente a su habitación. Poco a poco la calma del paisaje le tranquilizó los nervios. Aquella noche hubiera sido incapaz de permanecer en Toulouse, de ir a pasear en carroza por la Feria para escuchar en la oscuridad a los cantantes y de presidir después la gran comida que el Conde de Peyrac daba en los jardines, iluminados con farolillos venecianos. Esperaba que su marido la hiciese volver a la fuerza para recibir a los invitados, pero ningún mensajero vino de la ciudad. Esa era la prueba de que no la necesitaban. Nadie tenía allí necesidad de ella. Era extranjera. Viendo que Margarita estaba triste por no asistir a la fiesta, la había mandado de vuelta al palacio, quedándose únicamente con una doncella muy joven y unos cuantos guardias.

Solitaria, Angélica intentó recogerse y ver claramente dentro de sí. Apoyó la frente en la balaustrada. «Yo nunca conoceré el amor», pensó con melancolía.

XVII
La Voz de Oro del Reino.
El primer beso

Cuando, al fin, cansada y aburrida, iba a retirarse a su habitación, una guitarra preludió bajo sus ventanas. Angélica se inclinó, pero no alcanzó a ver a nadie entre las sombras del jardín. «¿Habrá venido Enrico siguiéndome? Es simpático ese chico. Habrá querido distraerme.»

El músico invisible comenzó a cantar. Su voz varonil y baja no era la del paje. Desde las primeras notas la joven sintió que aquella voz le llegaba al corazón. El timbre, con inflexiones a veces aterciopeladas, a veces sonoras, la dicción perfecta, eran de una calidad que los aficionados galantes que invadían Toulouse en cuanto llegaba la noche no poseían siempre. En el Languedoc no escasean las buenas gargantas. La melodía nace espontáneamente en los labios acostumbrados a la risa y las declamaciones. Pero esta vez se imponía el artista. Su aliento tenía una potencia excepcional. Parecía invadir todo el jardín y hacer vibrar la luna. Cantaba una antigua lamentación, en esa vieja lengua de oc cuya finura elogiaba tan a menudo el Conde de Peyrac. Angélica no comprendía todas las palabras, pero una volvía sin cesar:
Amore! Amore…!
Amor…

De pronto tuvo la absoluta certidumbre: «Es él. Es el último de los trovadores. ¡Es la
Voz de Oro del Reino!»
Nunca había oído cantar así. A veces le decían:

—¡Ah, si oyeseis la
Voz de Oro del Reinol
! Ya no canta. ¿Volverá a cantar? —y le miraban con malicia, compadeciéndola por no conocer aquella celebridad de la provincia.

—¡Oírle una vez más y después morir! —decía la señora de Aubertré, mujer del gran regidor de la ciudad, cincuentona muy exaltada.

Other books

One of Ours by Willa Cather
Brenner and God by Haas, Wolf
Ransacking Paris by Miller, Patti
The Ghosts of Aquinnah by Julie Flanders
Enlightened by Joanna Chambers
Dangerous Inheritance by Barbara Warren
Blood Sisters by Graham Masterton
The Fifth Gospel by Ian Caldwell
Platform by Michel Houellebecq
Of Time and Memory by Don J. Snyder