La Marquesa De Los Ángeles (72 page)

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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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—La Iglesia no tiene nada que ver en tales excesos —protestó el capellán inclinándose hacia los que hablaban—. Hasta os haré observar, señores, que muy a menudo hay legos que ignoran las leyes canónicas y tienen la pretensión de sustituirse a la ley divina. Y puedo aseguraros que la mayor parte de los religiosos que veis aquí se inquietan por las incursiones del poder civil en el derecho religioso. Yo, que vengo de Roma, he visto el barrio de nuestra embajada ante el Vaticano, transformarse poco a poco en refugio de todos los granujas de la peor especie. El mismo Padre Santo no es dueño de su casa porque nuestro rey, para arreglar ese disentimiento, no ha vacilado en enviar tropas, con orden de tirar sobre los soldados del Papa si éstos pasaban a la acción, es decir, si se apoderaban de los bandidos y ladrones italianos y suizos refugiados en la embajada de Francia.

—Pero toda embajada debe permanecer inviolable en territorio extranjero —dijo un viejo burgués de aspecto prudente.

—Cierto. Sin embargo, tampoco debe dar asilo a toda la canalla de Roma y contribuir de este modo a minar la unidad de la Iglesia.

—Pero la Iglesia tampoco debe minar la unidad del Estado de Francia, cuyo defensor es el rey —replicó el burgués viejo con aire testarudo.

Los demás lo miraron y parecieron preguntarse qué hacía allí. La mayor parte adoptaron una actitud suspicaz y se apartaron, lamentando manifiestamente haber pronunciado palabras tan osadas ante un desconocido que era tal vez espía del Consejo de Su Majestad. Sólo el señor Gallemand, después de mirarle a la cara, dijo severamente:

—Pues bien, señor, vigilad atentamente este proceso. Veréis en él, sin duda, un pequeño aspecto del gran conflicto muy real que existe ya entre el rey y la Iglesia de Roma.

Angélica seguía con espanto aquel cambio de palabras. Ahora comprendía mejor las reticencias de los jesuítas y el fracaso de la carta del Papa en la cual había puesto toda su esperanza durante largo tiempo. Así, pues, el rey no reconocía ya dueño alguno. No había sino una probabilidad en favor de Joffrey de Peyrac: era que la conciencia de sus jueces fuera más fuerte que su servilismo.

Un silencio enorme que cayó sobre la sala la volvió a la realidad. Su corazón dejó de latir. Acababa de ver a Joffrey.

Entraba andando con dificultad y apoyándose en dos bastones. Su cojera se había acentuado, y a cada paso daba la impresión de que iba a perder el equilibrio. Parecióle a la vez muy alto y muy encorvado. Lo vio espantosamente enflaquecido y sintió un choque terrible. Después de aquellos largos meses de separación, que habían esfumado en su memoria los contornos de la querida silueta, volvía a verlo con los ojos del público y, aterrada, descubría su aspecto insólito e inquietante. La abundante cabellera negra de Joffrey enmarcando el rostro destrozado, de palidez de espectro, en que las cicatrices trazaban surcos rojos, sus ropas gastadas, su delgadez, todo contribuía a impresionar a la multitud.

Cuando levantó la cabeza y sus ojos negros brillantes dieron la vuelta al hemiciclo con una especie de seguridad burlona, la piedad que había rozado a algunos desapareció, y corrió por la concurrencia un murmullo hostil. La visión sobrepujaba lo que habían esperado. ¡Era un verdadero brujo! Rodeado de guardias, el conde de Peyrac permaneció de pie ante el banquillo sobre el cual no podía arrodillarse.

En ese momento unos veinte guardias reales armados entraron por las dos puertas y se repartieron por toda la inmensa sala. Iba a abrirse el proceso. Una voz anunció:

—¡Señores, el tribunal!

Todos los asistentes se levantaron, y por la puerta del estrado entraron los ujieres alabarderos en uniforme del siglo XVI, con golillas encañonadas y sombreros con plumas. Precedían a una procesión de jueces con togas y mucetas de armiño y tocados con birretes.

El que entró primero tenía bastante edad y vestía completamente de negro. A Angélica le costó trabajo reconocer en él al canciller Séguier, a quien había visto tan magnífico en el desfile de la entrada del rey en París. El personaje que le seguía era alto y seco y vestía de rojo. Venían después seis hombres vestidos de negro. Uno de ellos llevaba muceta roja. Era el señor Masseneau, presidente del Parlamento de Toulouse.

Delante de Angélica, el señor Gallemand comentaba:

—El viejo de negro que marcha a la cabeza es el primer presidente del Tribunal, Séguier. El hombre de rojo es Denis Talón, abogado general del Consejo del rey y principal acusador. El de muceta roja es Masseneau, parlamentario de Toulouse, y a quien han nombrado para este proceso presidente de los jurados. Entre éstos, el más joven es el procurador Fallot, que se dice barón de Sancé, y que no vacila en aceptar ser juez del acusado, que creo es pariente próximo suyo por alianza, con tal de volver a conseguir el favor de la Corte.

—Un caso corneliano, en suma —observó el jovencillo del cabello empolvado.

—Amigo, veo que, como todos los jóvenes frívolos de vuestra generación, acudís a los espectáculos teatrales, que un letrado que se respeta no puede frecuentar sin pasar por espíritu ligero. Pues bien, escuchadme: a pesar de todo, no veréis jamás mejor comedia que ésta a que vais a asistir ahora mismo…

En el barullo. Angélica no oyó lo demás. Hubiera querido saber quiénes eran los otros jueces. Desgrez no le había dicho que serían tantos. Poco importaba, por otra parte, puesto que no los conocía, excepto a Masseneau y a Fallot. ¿Dónde estaba su abogado?

Lo vio entrar por la misma puerta del estrado que los demás jueces-jurados. Le seguían varios religiosos que en su mayor parte fueron a sentarse en la primera fila de los espectadores oficiales, donde les habían reservado puestos. Angélica se inquietó al no reconocer entre ellos al padre Kircher, pero el monje Bécher tampoco estaba allí, y la joven suspiró de contento.

El silencio era total. Uno de los religiosos recitó una bendición; después acercó el crucifijo al acusado, que lo besó y se santiguó. Ante aquella muestra de sumisión y piedad, una oleada de decepción recorrió la sala. ¿Iban a privarles de un espectáculo de magia y todo se reduciría al simple juicio de una querella entre gentilhombres? Un joven de voz aguda gritó:

—¡Mostradnos las obras de Lucifer!

Un remolino cortó las filas. Los guardias se arrojaron sobre el espectador irreverente. El joven y unos cuantos colegas suyos fueron detenidos e inmediatamente sacados fuera. Se restableció el silencio.

—¡Acusado, prestad juramento! —dijo el presidente Séguier mientras desdoblaba un papel que un pasantillo de rodillas ante él le alargaba.

Angélica cerró los ojos. Joffrey iba a hablar. Creyó que el timbre de voz se habría quebrado, debilitado, y sin duda todos los espectadores esperaban lo mismo, porque cuando se alzó la voz profunda y clara se produjo un movimiento de extrañeza. Trastornada hasta el fondo de las entrañas, Angélica reconoció la voz seductora que en las cálidas noches de Toulouse le había murmurado tantas palabras de amor.

—Juro decir toda la verdad. Sin embargo, sé, señores, que la ley me autoriza a recusar la competencia de este tribunal, porque, como maestro de requisitorias y parlamentario que soy, estimo que debo ser juzgado por el gran tribunal del Parlamento…

El gran maestre de la Justicia pareció vacilar un poco; después dijo con cierta precipitación:

—La ley no autoriza un juramento restrictivo: jurad, sencillamente, y el tribunal se encontrará entonces habilitado para juzgaros. Si no juráis, se os juzgará «en mudo», es decir, por contumacia, como si estuvieseis ausente.

—Veo, señor presidente, que los juegos están hechos de antemano. Por lo cual, para facilitar vuestra tarea, renuncio a aprovechar las argucias judiciales que me permiten recusar a este tribunal en su todo o en detalle. Confío, pues, en su espíritu de justicia y confirmo mi juramento.

El anciano Séguier no ocultó una satisfacción cautelosa.

—El tribunal apreciará en su justa medida el honor que parecéis hacerle aceptando su competencia. Antes que vos, el rey mismo ha decidido confiar en su buena justicia, y eso es lo único que importa. En cuanto a vosotros, señores del tribunal, no perdáis de vista un instante la confianza que Su Majestad ha puesto en el tribunal. Recordad, señores jurados, que tenéis el honor de representar aquí la espada que nuestro monarca sostiene en sus manos augustas. Ahora bien, existen dos justicias: la que se aplica a las acciones de los simples mortales, aunque sean gente de alto nacimiento, y la que se aplica a las decisiones de un rey cuyo título procede del derecho divino. Que la gravedad de esta filiación no se os oculte, señores. Al juzgar en nombre del rey, lleváis la responsabilidad de su grandeza. Pero también honrando al rey honráis al primer defensor de la religión de este reino.

Después de este discurso bastante confuso, en el cual su naturaleza de demagogo parlamentario se conjugaba con la de cortesano para formular una advertencia ambigua, Séguierse retiró majestuosamente, intentando disimular su apresuramiento. Cuando hubo salido, todo el mundo se sentó. Apagaron las candelas que ardían aún sobre los pupitres. Una luz de cripta iluminaba ahora la sala, y cuando el pálido sol de invierno se filtró a través de los vidrios, fulgores azules y rojos modificaron súbitamente el aspecto de algunos rostros.

El señor Gallemand, formando trompetilla con la mano, decía al oído de sus vecinos.

—El viejo zorro no quiere cargar con la responsabilidad de notificar por sí mismo el acta de acusación. Así hace como Poncio Pilato, y, en caso de condena, no vacilará en echar la culpa a la Inquisición o a los jesuítas.

—Pero no podrá hacerlo, puesto que se trata de un proceso secular.

—¡Bah! La justicia cortesana debe estar a las órdenes del amo y a la vez engañar al pueblo en cuanto a los motivos.

Angélica oía esas conversaciones sediciosas en un estado de semiinconsciencia. Por un momento le pareció que todo aquello no podía ser verdad. Era un soñar despierta, tal vez; sí, una pieza de teatro… No tenía ojos más que para su marido, que seguía de pie, un poco agachado y pesadamente apoyado en los dos bastones.

Una idea, todavía vaga, empezaba a formularse en su espíritu. «Lo vengaré. Todo lo que sus atormentadores le han hecho sufrir se lo haré sufrir a ellos, y si el demonio existe, como la religión lo enseña, quisiera ver cómo Satanás se lleva sus almas de cristianos falsos.»

Después de la salida sin gran dignidad del primer presidente del tribunal, el abogado general Denis Talón, alto, seco y solemne, subió al pulpito y rompió los sellos de un gran sobre. Con voz agria empezó a leer «las requisitorias o actas de acusación»:

«El señor Joffrey de Peyrac, ya declarado destituido de todos sus títulos y desposeído de todos sus bienes en juicio privado del Consejo del rey, ha sido entregado a nuestra Corte de justicia para ser juzgado por actos de brujería y sortilegios y otros hechos que ofenden a la vez a la religión y a la seguridad del Estado y de la Iglesia por ser prácticas de fabricación alquímica de metales preciosos. Por todos estos hechos y otros anexos que constan en el expediente de acusación, demando que él y sus cómplices eventuales sean quemados en la plaza de Gréve y sus cenizas dispersadas, como conviene a los magos convictos de tratos con el demonio. También pido que antes le sea aplicado el tormento ordinario y extraordinario para que revele el nombre de sus otros cómplices…»

La sangre latía tan precipitadamente en los oídos de Angélica que el final de la lectura no llegó hasta ella. Recobró el sentido cuando la voz sonora del acusado se alzaba por segunda vez:

—¡Juro que todo eso es falso y tendencioso, y que puedo probarlo aquí mismo a toda la gente de buena fe!

El procurador del rey frunció sus finos labios y dobló el papel como si el resto de la ceremonia no le concerniese. A la vez esbozó un movimiento de retirada cuando el abogado Desgrez se irguió y clamó con voz de clarín:

—Señores del tribunal, el rey y también vosotros mismos me habéis hecho el grande honor de nombrarme defensor del acusado. Así, antes de la marcha del señor procurador general, me permitiré hacer una pregunta: ¿cómo es que el acta de acusación ha sido preparada de antemano y presentada de este modo, hecho ya y hasta sellado, cuando el procedimiento que hace la ley no prevé nada semejante?

El severo Denis Talón miró de arriba abajo al joven abogado y dijo con despectiva altivez:

—Joven maestro, veo que, en vuestra poca experiencia, no os habéis informado de las vicisitudes de esta procuración. Sabed que en un principio no fue el señor de Masseneau quien estuvo encargado por el rey de instruir y presidir este proceso, sino el presidente Mesmon…

—¡La regla hubiese exigido, señor alto consejero, que fuese el presidente Mesmon quien estuviese aquí para presentar él mismo la acusación!

—¿Ignoráis, pues, que el presidente Mesmon murió ayer repentinamente? Sin embargo, tuvo tiempo de redactar la presente acta de acusación, que es, en cierto modo, su testamento. Debéis ver en esto, señores, un bellísimo ejemplo de espíritu del deber de un gran magistrado del reino.

Toda la sala se puso de pie para honrar la memoria de Mesmon, pero se oyeron algunos gritos entre la multitud:

—¡Vaya una muerte repentina!

—¡Asesinato con veneno!

—¡Buen principio!

El presidente Masseneau tomó la palabra y recordó que se trataba de un juicio a puerta cerrada. A la menor manifestación haría salir de la sala a cuantos no tenían nada que desempeñar en el juicio. La sala se calmó.

Por su parte, el abogado Desgrez se contentó con la explicación que le dieron, ya que era caso de fuerza mayor. Añadió que aceptaba los términos del acta de acusación, a condición de que su cliente fuese estrictamente juzgado sobre esta base.

Después de algunas palabras cruzadas en voz baja, se llegó a un acuerdo. Denis Talón presentó a Masseneau como presidente de la Corte de justicia y salió de la sala majestuosamente. El presidente Masseneau empezó inmediatamente el interrogatorio.

—¿Reconocéis los hechos de brujería y sortilegios que se os reprochan?

—¡Los niego totalmente!

—No tenéis derecho. Será preciso responder a cada una de las preguntas que contiene el expediente de acusación. Os interesa muchísimo hacerlo así, porque hay algunas que no pueden negarse en absoluto y vale más que convengáis en ello, puesto que habéis jurado decir toda la verdad. Por lo cual, ¿reconocéis haber fabricado venenos?

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