La Marquesa De Los Ángeles (69 page)

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Authors: Anne Golon

Tags: #Histórica

BOOK: La Marquesa De Los Ángeles
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—¿Qué quiere decir eso?

El abogado explicó que eso consistía en juzgarle como a un ausente, «por contumacia», y que en tal caso el asunto se agravaría, puesto que en Francia a un procesado se le presumía siempre culpable, mientras que en Inglaterra, por ejemplo, el fiscal acusador tenía que aportar las pruebas de la culpabilidad de toda persona detenida, la cual, en defecto de una acusación notificada por escrito, quedaba en libertad pasadas veinticuatro horas.

—¿Se sabe quién será el futuro fiscal acusador del proceso?

—Son dos. Primero, Dionisio Talón, abogado general del mismo rey, y, como ya preveía, vuestro cuñado de Sancé, designado juez. Este último ha fingido renunciar, alegando un lazo de parentesco con vos, pero debe de haberse dejado convencer por Talón o por otros, porque, entre bastidores, en el Palacio de Justicia se dice que ha sido muy astuto al elegir entre sus deberes de familia y su lealtad al rey, a quien todo se lo debe.

Angélica tragó saliva, y su rostro se contrajo, pero se dominó y quiso saber los demás detalles.

—Está también Masseneau, parlamentario de Toulouse.

—Sin duda también ése obedecerá cualquier orden del rey, y sobre todo querrá vengarse de un noble insolente…

—Lo ignoro, señora, aunque tal vez sea posible, ya que Masseneau ha sido nombrado especialmente por el rey. Sin embargo, recuerdo que hace poco sostuvo una conversación con la
Grande Mademoiselle
a propósito de vuestro marido, conversación de la cual parece resultar que no sería totalmente hostil al señor de Peyrac y que lamentaría muchísimo que le hayan nombrado.

Angélica quiso recordar.

—La duquesa de Montpensier me dijo, en efecto, algo por el estilo. Reflexionando, no me parece posible tal actitud favorable, porque, ¡ay!, oí a Masseneau insultar a mi marido y a mi marido responderle en el mismo tono.

—Circunstancia que, sin duda, movió su designación nominal por el rey. Porque, con el abogado general y Masseneau, son los únicos nombrados. Los demás son elegidos por Séguier o por el mismo Talón.

—¿Habrá, pues, aún más jueces-jurados?

—Sí, el presidente de los jurados. Me han hablado de Mesmon, pero la cosa me extraña. Es un anciano que no tiene ya más que un soplo de vida. No acierto a verlo como presidente en un debate que corre el riesgo de ser tempestuoso. Tal vez lo han elegido por su debilidad física, porque se sabe que es hombre justo y concienzudo. Si puede encontrar fuerzas para el proceso, es uno de los que podemos esperar convencer. —Desgrez prosiguió—. También estará Bourié, secretario del Consejo de Justicia, que tiene, entre los letrados, reputación de falsario legal. Y un tal Delmas, letrado muy oscuro, al que acaso hayan elegido porque es tío de Colbert, encargado de negocios de Mazarino, o acaso también sencillamente porque es protestante y el rey quiere dar todas las apariencias legales a su justicia y conservar la fama de hacer participar en igualdad a la religión reformada en la expedición de la justicia secular del reino…

—Supongo —dijo Angélica— que ese hugonote se va a sorprender bastante al verse mezclado en un proceso de brujería en el cual se trate de exorcismo y posesión demoníaca. Pero, después de todo, nos será provechoso tener entre los jurados un espíritu tal vez más clarividente y que por adelantado rechaza toda superstición.

—Sin duda —dijo el abogado, moviendo la cabeza con expresión preocupada—. A propósito de exorcismo y posesión, decidme si conocéis a un monje llamado Conan Bécher y a una monja que antes de tomar el hábito se llamaba Carmencita de Mérecourt.

—¡Sí los conozco! —exclamó Angélica—. Ese fraile Bécher es un alquimista medio loco que ha jurado arrancar a mi marido el secreto de la piedra filosofal. En cuanto a Carmencita de Mérecourt, es una señora volcánica que fue en otro tiempo… amante de Joffrey y no le perdona el no seguir siéndolo. Pero ¿qué tienen que ver con esta historia?

—Al parecer se trata de una sesión de exorcismo que, según dicen, ha presidido Bécher y en la cual ha participado esa señora. Es muy vago. El documento acaba de ser agregado al expediente de acusación y constituye, al parecer, una pieza de importancia capital.

—¿No lo habéis leído?

—No he leído nada del enorme expediente en el cual trabaja activamente el consejero Bourié. Creo que no habrá tenido escrúpulos en utilizar sus dotes de falsario.

—Pero, en fin, puesto que se va a realizar el proceso, como abogado del acusado debéis conocer los detalles de las actas de acusación.

—¡Ay, no! Y ya me han dicho muchas veces que a vuestro marido le negarán el auxilio de un abogado. De modo que ahora me ocupo sobre todo en obtener una negativa
escrita
de esa declaración.

—¡Pero estáis loco!

—Nada de eso. La costumbre judicial establece que no se puede negar el auxilio de un abogado sino a un hombre acusado del crimen de lesa majestad. Y como la invocación de semejante crimen es, a pesar de todo, difícil de obtener en el caso que nos ocupa, si consigo esa declaración escrita de que se le niega un abogado puedo alegar una falta en el procedimiento, lo cual me dará inmediatamente una fuerte posición moral. Finalmente, creo que por medio de esta maniobra… lateral… podré obligar a esas gentes a que me nombren defensor.

Cuando Desgrez volvió dos días después, tenía por primera vez una expresión satisfecha que hizo saltar de esperanza el corazón de Angélica.

—El truco hizo efecto —dijo muy excitado—. El primer presidente de la Cámara de Justicia, Séguier, acaba de designarme abogado defensor del señor de Peyrac, acusado de brujería. Es una victoria lograda gracias a los hilos del procedimiento. A pesar de su deseo ciego de complacer al rey, esos altos lacayos de la justicia se han encontrado demasiado en desacuerdo con sus propios principios. En resumen, se han visto obligados a nombrar un abogado. Sin embargo, os advierto, señora, que aún estáis a tiempo de elegir un abogado más célebre.

Angélica miraba por la ventana. El recinto estaba casi desierto y como dormido bajo la alfombra de nieve. Pasó la señora Scarron envuelta en su menguado manto, para ir a los oficios en la capilla del gran prior. Los sones de la campana se ahogaban bajo el cielo gris.

Al pie de la casa,
Sorbona
daba vueltas y más vueltas, esperando a su amo. Angélica lanzó una mirada de reojo al abogado, que afectaba un aire grave y mesurado.

—No veo a nadie más calificado que vos para poderle confiar esta causa que tanto me importa. Llenáis todas las condiciones deseables. Cuando mi cuñado Fallot os recomendó, me dijo: «Es uno de los ingenios más hábiles de la magistratura, y, además, no os costará caro.»

—Os agradezco la buena opinión que tenéis de mí, señora —dijo Desgrez, que no pareció enojarse.

Angélica, maquinalmente, dibujaba con el dedo en el vidrio empañado. «Cuando vuelva a Toulouse —pensaba— con Joffrey, ¿volveré a acordarme del abogado Desgrez? A veces recordaré que estuvimos juntos en los baños, y ello me parecerá inimaginable.» De pronto se volvió hacia él transfigurada.

—Si he comprendido bien, vais a poder ver a mi marido todos los días. ¿No podríais llevarme?

Pero Desgrez la disuadió del intento de forzar las severísimas consignas del secreto absoluto en que se encontraba el prisionero. Aún no estaba seguro de que a él mismo lo admitieran a verle, pero estaba decidido a batallar para lograrlo por mediación de la corporación de abogados, que se componía de sesenta y cinco miembros en total, además de los abogados parlamentarios, los del consejo del rey y los de la cámara de justicia y de la cámara de auxiliares, de la que formaba parte el mismo Desgrez. Explicó que, por pertenecer a este último organismo, poco brillante, tenía tal vez más probabilidades de éxito que un abogado de gran renombre del cual desconfiarían los poderosos. Ahora era preciso actuar muy de prisa, porque como su designación como defensor había sido arrancada por astucia a la justicia real, era de temer que no le comunicasen el expediente de acusación sino muy poco tiempo antes del proceso, y acaso únicamente en parte.

—En esta clase de procesos sé que los documentos son a menudo hojas volantes y que el guardasellos, el cardenal Mazarino o el rey se reservan el derecho de examinarlos y retirarlos en cualquier momento, y hasta de añadir otros de su cosecha. Cierto que no se hace de modo corriente, pero dado que este asunto es un tanto especial…

A pesar de estas últimas palabras desilusionantes, Angélica canturreaba aquella tarde al preparar la sopa para Florimond, y hasta llegó a encontrar buen sabor al pedazo de ballena de la madre Cordeau. Los niños del «Hotel Dieu» habían pasado aquel día por el recinto; probó los excelentes buñuelos, y su apetito satisfecho la ayudaba a ver el porvenir con más sonrientes colores.

Su confianza fue recompensada. Al día siguiente, el abogado volvió con dos noticias extraordinarias: le habían comunicado parte del expediente y había obtenido la autorización para ver al prisionero.

Al oírlo, Angélica se precipitó hacia Desgrez, le echó los brazos al cuello y lo besó con ímpetu. Durante un segundo sintió el apretón de un par de brazos vigorosos y experimentó un placer vivo e intenso. Retrocedió confusa y balbució, enjugándose los ojos en que apuntaban las lágrimas, que no sabía lo que se hacía.

Con mucho tacto, Desgrez pareció no dar ninguna importancia al episodio. Dijo que su visita a la Bastilla tendría lugar al día siguiente hacia el mediodía. No podría hablar con el prisionero sino en presencia del gobernador, pero esperaba después conseguir hablar a solas con el conde.

—Iré con vos —decidió Angélica—. Esperaré delante de la prisión. Siento que sería incapaz de estarme aquí tranquilamente encerrada durante ese tiempo.

El abogado habló después de las piezas del proceso de que había tenido conocimiento. De un saco de terciopelo raído sacó algunas hojas en que había anotado los principales motivos de acusación.

—Se le acusa esencialmente de brujería y sortilegio. Se le declara artista en venenos y destilación de drogas y convicto de hechos mágicos tales como el conocimiento del porvenir y los medios de remediar el mal de ojo y evitar los efectos de los tóxicos. Se dice que ha descubierto por medio de sortilegios el arte de fascinar a muchas personas tenidas por sanas de espíritu y de «enviar la invocación diabólica y ridicula», es decir, el mal de ojo y el maleficio, a otras personas de su elección… También se le acusa de enseñar el uso de polvos y flores para hacerse amar, etcétera. La acusación asegura que una de sus antiguas amantes murió, y que, desenterrado el cadáver, se encontró dentro de su boca el retrato talismán del conde de Peyrac…

—¡Qué amasijo de insensateces! —exclamó Angélica estupefacta—. No pretenderéis que jueces respetables vayan a ocuparse de ello en plena audiencia.

—Probablemente sí, y por mi parte me felicito del exceso mismo de tales burradas, porque las podré demoler más fácilmente. Lo que sigue de la acusación comprende el crimen de alquimia, la busca de tesoros, la transmutación del oro y, ¡agarraos bien!, «la pretensión herética de haber creado la vida». ¿Podríais explicarme, señora, lo que eso significa?

Aturdida, Angélica reflexionó largamente y acabó por apoyarse la mano sobre el vientre, en el que se agitaba su segundo hijo.

—¿Piensa usted que harán alusión a esto? —preguntó riendo. El abogado hizo un gesto dubitativo y resignado. Prosiguió su lectura.

—…que ha aumentado sus bienes por medios de brujería, sin detenerse ni ante la transmutación, etcétera. Y, por fin, esto: «Exigía derechos que no le pertenecen. Se jactaba abiertamente de ser independiente del rey y de los príncipes. Recibía a extranjeros herejes y sospechosos, y se servía de libros prohibidos procedentes de otros países.» Ahora —continuó Desgrez con cierta vacilación— llego a la pieza que me parece la más inquietante de todo este expediente. Se trata de un proceso verbal de exorcismo practicado sobre la persona de vuestro marido por tres eclesiásticos, los cuales han declarado que estaba convicto de posesión cierta y trato con el diablo.

—¡Pero eso no es posible! —exclamó Angélica, que sintió que un sudor frío le mojaba las sienes—. ¿Quiénes son esos sacerdotes?

—Uno de ellos es el monje Bécher, de quien os hablé el otro día. Ignoro si ha podido penetrar en la Bastilla como representante oficial de Roma. Pero lo cierto es que la ceremonia ha tenido lugar efectivamente y que los testigos afirman que todas las reacciones del conde prueban de modo aplastante sus relaciones con Satanás.

—¡Es imposible! —repitió Angélica—.
¿Vos,
al menos, no lo creéis?

—Yo soy un libertino, señora. No creo en Dios ni en el diablo.

—¡Callad! —balbució, santiguándose a toda prisa. Corrió hacia Florimond y lo abrazó estrechamente—. ¿Oyes lo que dice, ángel mío? —murmuró—. ¡Ay, los hombres están locos!

Pasado un instante de silencio, Desgrez se acercó a Angélica.

—No os conturbéis —le dijo—. Hay ciertamente algo turbio en todo esto, y ello es lo que se trata de descubrir a tiempo. Pero insisto en el hecho de que esta pieza es muy inquietante porque es la que corre el riesgo de impresionar más a los jueces. El exorcismo se ha ejecutado según los ritos de Roma. Las reacciones del acusado son abrumadoras para él. He anotado en particular la reacción a las manchas diabólicas y el maleficio sobre otras personas.

—¿Qué es eso exactamente?

—En lo que se refiere a las manchas diabólicas, los demonólogos señalan que ciertos puntos del cuerpo de un poseído son particularmente sensibles al contacto de un punzón de plata previamente exorcizado. Ahora bien, en el transcurso de esta prueba, los testigos han comprobado los gritos espantosos y «verdaderamente infernales» que el acusado lanzó en algunos momentos, mientras que a un hombre corriente no puede molestarle en nada el contacto ligero de ese instrumento inofensivo. En cuanto al maleficio sobre otra persona, se ha traído una mujer a su presencia y ha manifestado todas las señales conocidas de la posesión.

—Si se trata de Carmencita, estoy segura de que habrá hecho muy bien su papel de cómica —dijo Angélica, sarcástica.

—Es probable que se trate de esa religiosa, pero no se ha mencionado su nombre. De todos modos, os lo repito, hay en todo un detalle que suena a falso. Sin embargo, como preveo que los jueces-jurados se referirán a ello repetidas veces, necesito poder demolerlo. Desdichadamente, hasta ahora, no se me ocurre nada que pueda hacerlo ilegal.

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