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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

La máscara de Ra (33 page)

BOOK: La máscara de Ra
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La respiración de Sethos se volvió agitada.

—Si no podías controlar a Tutmosis, entonces controlarías a Hatasu y ella, insegura y ansiosa, mordió el cebo.

—¿Qué vas a decirme ahora? —le interrumpió Sethos—. ¿Que asesiné al divino Tutmosis en el templo de Amón-Ra?

—No, tú no estabas en el templo —replicó Amerotke—. Tú te encontrabas en los muelles?

—¿Haciendo qué? ¿Colocando una víbora en la galera real?

—Oh no, eso fue más tarde. Eres un sacerdote de Amón-Ra. Te llevaste a algún lugar solitario unas cuantas de esas palomas blancas que anidan en el templo. Allí les cortaste el pecho y después las soltaste. Las palomas, por supuesto, heridas o no, volaron de regreso a sus nidos. ¿Cuántas eran, Sethos? ¿Seis, siete? Algunas morirían en el camino, otras caerían del cielo y unas pocas mancharían con su sangre a la multitud congregada en la explanada. ¡Un mal augurio para el regreso del faraón! ¿Qué planeabas hacer? ¿Más portentos? ¿Asustar a Tutmosis y azuzar al pueblo en su contra? —Amerotke extendió las manos y se miró los dedos—. Querías controlar al faraón, destruir completamente las ideas que había concebido en Sakkara, asustarlo con portentos para después manejarlo a través de la señora Hatasu.

—¡Tutmosis murió! —señaló Sethos, tajante.

—No me cabe duda de que lo debes haber considerado como una señal de los dioses —apuntó Amerotke—. La respuesta a tus plegarias. Tutmosis, cansado, con la cabeza llena de planes, se derrumba y muere ante la estatua de Amón-Ra. Ya no necesitabas más palomas heridas ni tumbas profanadas: Tutmosis había desaparecido y lo importante era reforzar tu dominio sobre la señora Hatasu. También necesitabas recalcar que la muerte del faraón había sido una sentencia divina: mordido por una víbora, el símbolo del duat, la oscuridad del mundo subterráneo.

—¿Cómo? —preguntó Sethos, con una expresión de curiosidad.

—Eres uno de los sumos sacerdotes de Amón-Ra, los ojos y los oídos del faraón, puedes viajar de aquí para allá sin que nadie te haga preguntas. Dejaste aquel objeto envenenado en la cámara mortuoria y obligaste a Hatasu a que clavara las púas en el cadáver de su marido. Mientras tanto, te ocupabas de colocar la víbora en la galera real. Tú tenías otros planes, ¿no es así? Necesitabas sembrar el caos, la disensión, para que cualquier cosa relacionada con las intenciones de Tutmosis cayeran en el olvido. También había que ocuparse de aquellos que habían escoltado al faraón en su visita a las pirámides de Sakkara: Meneloto, Ipuwer, Amenhotep. Si el faraón te había abierto su corazón quizá también lo había hecho con otros; había que silenciarlos. Le ordenaste a Hatasu a través de tus mensajes misteriosos que presentara cargos contra Meneloto. A Ipuwer lo mataste en la sala del consejo mientras que el pobre Amenhotep respondía a una invitación de mi señor Sethos. Iría a algún lugar solitario en las orillas del Nilo. ¿Lo mataste tú con tus manos? ¿O lo estaban esperando los
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? ¿Les diste tú la orden de que lo mataran, le cortaran la cabeza y la enviaran como un siniestro regalo para provocar más discordias cuando el círculo real se reuniera en aquel fatídico banquete?

—Un relato apasionante —opinó Sethos—. Pero, ¿por qué iba a hacer yo algo así?

—Para defender el culto de los templos, para crear tanta confusión y caos que los sueños de Tutmosis y de cualquier otro que pudiera estar involucrado en ellos fueran olvidados. Seguramente creíste que eras el elegido de los dioses. La rivalidad entre Hatasu y Rahimere fue el terreno abonado para tu siembra.

—¿De víboras? —replicó Sethos, con un tono de burla.

—¡Ah! ¿Recuerdas el juicio del pobre Meneloto? Llamó como testigo de su defensa a Labda, aquel viejo sacerdote del culto de la diosa serpiente. Habló de víboras, de najas, pero también hizo una sorprendente mención a ti. Cuando describió la naturaleza ponzoñosa de las víboras, dijo: «¡Mi señor Sethos también sabe todo esto!». En aquel momento nadie le prestó atención, pero tú sí. Labda se refería al hecho de que, aunque tu padre era un sacerdote al servicio de Amón-Ra, tu madre era una sacerdotisa del culto a la diosa serpiente Meretseger. Ella, por supuesto, tenía un amplio conocimiento de las víboras, de las najas que abundan en el desierto y en las riberas del Nilo. Su tumba en la necrópolis lo atestigua. Mi pariente, Prenhoe, fue hasta allí para investigarlo. Él fue quien trajo a mi atención las palabras del anciano sacerdote. Prenhoe puede ser un soñador, pero también es un observador muy atento. Encontró las tumbas de tus padres, en el exterior hay una figura de tu madre.

Sethos desvió la mirada.

—La recuerdas bien, ¿verdad? Viste el atuendo de las sacerdotisas, y sostiene una víbora mientras enseña a un niño, con un mechón de pelo que le cae sobre la frente, a sostenerla. Tú eres aquel niño, experto en el manejo de las víboras. —Amerotke se acomodó mejor en el cojín—. Tú cogiste una víbora y la llevaste a bordo de la galera real, mientras que el instrumento que le diste a la divina Hatasu es algo de uso común entre los sacerdotes de ese culto.

Sethos respiraba ahora agitadamente, con la cabeza echada hacia atrás y los párpados entrecerrados.

—Si sabes como manejar a las víboras —prosiguió Amerotke—, no son peligrosas. Llevaste una a la sala del consejo, oculta en la bolsa de escriba. Bien alimentada y amodorrada por el calor y la oscuridad de la bolsa, la víbora permaneció tranquila. Cuando el consejo hizo un receso, aprovechaste para cambiar las bolsas de lugar. El infortunado Ipuwer metió la mano en la bolsa creyendo que era la suya y la víbora lo atacó en el acto. En cuanto a Omendap, ¿contenía el vino algún destilado obtenido del veneno de una víbora? ¿Colocaste las ánforas emponzoñadas entre sus pertenencias personales antes de salir de Tebas, o durante la marcha hacia el norte?

—¡Pruebas! —reclamó Sethos, furioso—. ¡Todavía tienes que presentar alguna prueba!

—Creíste que todo se perdería en la confusión —prosiguió Amerotke, sin hacer caso de la protesta—. Pero entonces sospechaste que me estaba acercando demasiado a la verdad. También comprendiste el peligro que representaba el viejo Labda: él recordaba a tu familia, tu preparación, y había que silenciarlo. Acudiste a su santuario, lo mataste y después me enviaste una nota falsa para que acudiera a la caverna. Tú retiraste los tablones. Podían pasar varios meses antes de alguien descubriera lo que hubieran dejado de mí las hienas; otro misterio para confundir las mentes y alimentar los rumores en Tebas. —El juez hizo una breve pausa—. Hubiera desaparecido lo mismo que Meneloto. Los
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tenían que llevarlo a las Tierras Rojas, asesinarlo y enterrar su cadáver. Toda Tebas habría creído que el criminal se había dado a la fuga. ¡Confusión y más confusión! ¿Fue el jefe de los
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el encargado de repartir las estatuillas con el cordel rojo, el anuncio de la muerte? Por cierto, ¿te informó de que Meneloto había escapado?

En el rostro de Sethos se dibujó una mueca feroz.

—Como fiscal del reino —continuó el magistrado—, no me cabe duda de que sabías cómo comunicarte con aquel grupo de asesinos. Tuviste que pagarles muy bien para que siguieran al ejército, a la espera del momento más oportuno para atacarme a mí, a Omendap o a Hatasu. —Amerotke unió las manos como si fuera a rezar—. Conozco el gran secreto —afirmó en voz baja—, leí la estela en Sakkara. —Hizo otra pausa, la mirada fija en el rostro de Sethos—. Nos siguieron a Meneloto y a mí hasta la gran sala subterránea. Capturamos a uno de ellos, así fue cómo conseguí todas las pruebas que necesitaba.

—¡Están todos muertos! —replicó Sethos, colérico. Cerró los ojos al comprender el terrible error que acababa de cometer.

—¿Fuiste tú en persona a comprobarlo? —preguntó Amerotke—. ¿Entraste por el pasaje secreto?

Sethos permaneció en silencio, la cabeza gacha.

—Mira las pruebas —le urgió Amerotke—. Como fiscal del reino conocías la existencia de los
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. Eras confidente íntimo del divino Tutmosis. En la época de tu noviciado, ayudabas a la reina madre Ahmose en el culto. Estabas al corriente de sus curiosas ideas sobre la concepción de Hatasu. Te encontrabas en los muelles el día en que el divino faraón regresó a Tebas. Tú estabas presente en la Sala de las Dos Verdades cuando el viejo sacerdote habló de tus antecedentes familiares. Eres un experto en víboras. Asistes a la reunión del círculo real en cuyo transcurso asesinaron a Ipuwer. Amenhotep confiaba en ti y, desde luego, nunca se le hubiera ocurrido no obedecer a tu llamada, a pesar de que sufría una depresión y rehuía el contacto con los demás. Eras amigo del general Omendap, a nadie le habría llamado la atención verte cerca de su tienda y sus posesiones personales. No te estoy juzgando pero, si ahora estuviéramos en la Sala de las Dos Verdades, no vacilaría en decir que tendrías que responder por tus actos.

Sethos se pasó una mano por el rostro, esbozando una sonrisa.

—Al final —comenzó a decir con voz pausada—, al final, Amerotke, salí victorioso. Conseguí aquello que los dioses deseaban que consiguiera. Tutmosis me reveló todo lo que había descubierto en Sakkara. —Extendió las manos, separándolas—. ¿Qué podía hacer? ¿Permitir que aquel soñador regresara a Tebas? ¿Que destruyera el culto de los templos que lleva siglos de existencia? ¿Que saqueara los tesoros? ¿Que expulsara a los sacerdotes? ¡Era como un niño con un juguete nuevo! ¡Me lo contó todo como si esperara que comenzase a dar saltos de alegría! —Meneó la cabeza—. Me apresuré a regresar a Tebas, e imploré a los dioses que me guiaran. La profanación de la tumba, las palomas heridas, no fueron más que una reacción de pánico, pero cuando Tutmosis sufrió un ataque y murió, me di cuenta de que los dioses habían respondido a mis plegarias. Podía controlar a Hatasu, o al menos eso creí, pero nos demostró que todos estábamos en un error, ¿no es así, Amerotke? Tiene mucho más valor que su marido y su padre juntos. Sí, lo admito, pretendía sembrar la confusión, que reinara el caos, para que se perdiera todo recuerdo de las ideas y las revelaciones de Tutmosis. Creí que el juicio de Meneloto serviría para crear más disensiones, nuevas incertidumbres. Me pregunté muchas veces cuánto sabría, lo que podría manifestar en el juicio. Pero, por supuesto, mi señor Amerotke presidía la sala. Era consciente de que había cometido un error. Meneloto tendría que haber muerto asesinado pero escapó. ¿En cuanto a los demás? —El fiscal se encogió de hombros—. Había que acallar a Amenhotep y me pregunté si el divino Tutmosis le habría dicho algo a Ipuwer o incluso al general Omendap. Creí que si fomentaba la rivalidad entre Hatasu y Rahimere, ya nadie se acordaría de los estrambóticos planes del faraón muerto. —Levantó las manos en un gesto muy expresivo—. Tutmosis había fallecido pero ¿quién más lo sabía? ¿Hatasu? ¿Rahimere? ¿Omendap? ¿Meneloto? ¿Amenhotep? Si la sucesión al trono era pacífica, ¿quién sabe qué ideas, a cuál más descabellada, se podían proponer? ¡No lo entiendes, no tenía elección! Tutmosis, o cualquiera de aquellos a los que hubiera convencido de sus ideas, podía atacar al corazón mismo de la religión de Egipto. Lamento mucho el episodio de los
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y lo ocurrido en el valle de los Reyes, pero una vez más, no podía hacer otra cosa. —Inclinó el cuerpo hacia delante, mirando fijamente al juez—. ¡Los dioses me guiaban. Amerotke! Seth gobernaba mi alma. ¿Qué importancia tienen las vidas de los hombres comparadas con los deseos de Amón-Ra?

—Morirás por lo que has hecho —señaló Amerotke.

—Todos moriremos, Amerotke. Cada día que pasa las sombras se alargan y se acercan. Te pido un único favor: no quiero que me entierren en las Tierras Rojas, o que cuelguen de una cruz mi cuerpo desnudo; no quiero ser objeto de la mofa de la chusma, no quiero que los demás conozcan los motivos que me impulsaron. Deja que la arena cubra Sakkara y que la pirámide de Kéops conserve sus secretos. —Se pasó la lengua por los labios resecos—. Me gustaría beber una copa de vino, sólo un poco.

Amerotke se levantó para ir hasta la bandeja que había dejado uno de los sacerdotes para la diosa, y llenó hasta la mitad una copa. Entonces oyó un ruido, y, al volverse, vio a Sethos con la cabeza echada hacia atrás, vaciando en su boca las últimas gotas de un líquido contenido en un pequeño frasco que había sacado de la bolsa. El fiscal dejó caer el frasco vacío.

—Veneno —dijo—. Un veneno que parará el corazón y coagulará la sangre.

Se tendió en el suelo como un niño dispuesto a dormir, con la cabeza apoyada en el bolso. Tendió una mano.

—No quiero morir solo, Amerotke.

El juez se arrodilló a su lado. Cogió la mano de Sethos, que ya se notaba fría y pegajosa aunque el apretón era firme.

—Reza una plegaria por mí —susurró Sethos—. Permite que mi cadáver sea enterrado correctamente. Deja que mi Ka entre en la sala de Osiris, dónde responderé por lo que he hecho.

Durante unos momentos permaneció tranquilo, luego el cuerpo de Sethos se retorció en un espasmo, una espuma amarillenta resbaló por la comisura de los labios, y la cabeza cayó a un lado. Amerotke soltó la mano, rezó una breve plegaria y después miró la puerta cerrada del camarín, los boles de incienso, las copas y los platos sagrados. Inclinó la cabeza.

—Al final —afirmó—, sólo queda la verdad.

N
OTA DEL AUTOR

E
sta novela refleja el escenario político en el 1479 a. C., cuando Hatasu asumió el poder. Tutmosis II murió en circunstancias misteriosas y su esposa se hizo con el trono después de una enconada lucha por el poder. En su empeño contó con la colaboración del ambicioso Senenmut, un personaje surgido de la nada y que llegó a compartir el trono. Su tumba todavía existe, aparece catalogada con el número 353, e incluso contiene un retrato del ministro favorito de Hatasu. No hay ninguna duda de que Hatasu y Senenmut fueron amantes; disponemos de representaciones que describen de una manera muy gráfica su íntima relación personal.

Hatasu fue una gobernante de mano dura. A menudo aparece representada en las pinturas murales como un guerrero y sabemos por las inscripciones que comandaba a las tropas en las batallas.

La posibilidad de que las pirámides y la Esfinge estén construidas sobre un complejo secreto de pasadizos, salas, templos y bibliotecas es algo que la mayoría de los egiptólogos tienen siempre presente. La escena en la Sala de los Ahorcados descrita en esta novela está tomada del interesante estudio sobre Tutankamón escrito por Otto Neubet. Por otro lado, la teoría de los conocimientos perdidos, tanto científicos como religiosos, ha vuelto a ser planteada por egiptólogos tan reputados como Bauvey y Hancock. En agosto de 1997, el
Sunday Times
publicó un artículo donde se mencionaba la posibilidad de encontrar finalmente las bibliotecas perdidas de Kéops.

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