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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

La máscara de Ra (28 page)

BOOK: La máscara de Ra
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En los primeros momentos, la lucha fue feroz y sangrienta, en medio de una confusión tremenda, mientras el enemigo pretendía recuperar sus carros para enfrentarse a los escuadrones de Hatasu; pero Amerotke percibió un cambio. La infantería egipcia, que hacía lo posible por contener lo que parecía un ataque irresistible, al enterarse de la aparición de sus carros de guerra, recuperó la moral y consiguió que los mitanni retrocedieran. El juez escuchó las llamadas de unas trompetas y más gritos. La media docena de escuadrones al mando de Senenmut atacaba el flanco más apartado de los mitanni. La batalla se convirtió en una masacre: las tenazas se habían cerrado. Unos pocos mitanni consiguieron eludir el cerco pero los carros egipcios les dieron caza antes de que pudieran reagruparse. A Amerotke le pesaban los brazos, le dolían los ojos, tenía la boca tan llena de polvo que estaba a punto de ahogarse. No había perdón ni clemencia para nadie. Los guardias de la reina se dedicaban ahora a degollar a los mitanni que arrojaban las armas. En algunos casos, los crueles y brutales guerreros sodomizaban a sus víctimas. Amerotke cogió a su conductor por un brazo.

—¡Se ha acabado! —gritó—. ¡Se ha acabado! ¡Esto ya no es un campo de batalla sino un matadero!

El conductor miró a su comandante, desconcertado.

—¡Nos vamos! —vociferó Amerotke—. ¡Hemos ganado la batalla!

El conductor obedeció sin entusiasmo. Maniobró para dar la vuelta y fue buscando huecos para abrirse paso entre las tropas egipcias que se lanzaban sobre el enemigo derrotado.

Muy pronto se encontraron fuera del escenario de la matanza. En la luz del sol poniente, la tierra rocosa del desierto parecía un inmenso charco de sangre. En algunos lugares los cadáveres yacían amontonados. Los hombres gemían y se revolcaban de dolor mientras los caballos luchaban por librarse de los arreos que los sujetaban a los carros destrozados. La multitud que seguía al ejército se había dispersado por el terreno. Despojaban a los caídos de cualquier cosa de valor y remataban a los mitanni heridos.

Amerotke le señaló al conductor un pequeño oasis, muy próximo al campamento, que los médicos egipcios habían escogido para instalar un hospital de campaña. En cuanto llegaron, Amerotke se bajó del carro con los andares de un sonámbulo. Los hombres gemían, suplicaban por un trago de agua, un opiáceo, o cualquier cosa que les aliviara el sufrimiento de las heridas. El juez descubrió que no le importaba en lo más mínimo el sufrimiento de los demás. Se quitó la armadura y se tendió en la orilla, sumergiendo la cabeza en el agua. Después se echó agua en la espalda y bebió a sorbos como si fuese un perro. Le resultaba difícil moverse; lo único que deseaba era dormir, cerrar los ojos y los oídos al mundo exterior. Advirtió la presencia de un hombre que había venido a sentarse a su lado: un mercenario de pelo largo, vestido con un armadura de cuero mugrienta.

—Una gran victoria, mi señor Amerotke.

El juez volvió la cabeza. El rostro era mucho más moreno y las facciones quedaban disimuladas por el bigote y la barba, pero Amerotke reconoció la mirada mientras estrechaba la mano extendida de Meneloto.

A la mañana siguiente derribaron las empalizadas del campamento para que el ejército egipcio pudiera formar en toda su gloria. Durante la noche habían levantado una tarima de grandes dimensiones con la madera y otros materiales de los carros de guerra capturados. En el centro de la tarima habían colocado una tienda hecha con las telas obtenidas del campamento mitanni. Senenmut estaba junto a la tienda; lo habían aclamado como uno de los grandes héroes de la batalla y, como gran actor, no se había lavado ni cambiado, sino que continuaba vestido con el faldellín de guerra y la coraza de bronce, con el casco en una mano, y la otra apoyada en el pomo de su espada curva. Él se había encargado de entregar las águilas doradas al valor a los diferentes oficiales y soldados. De vez en cuando volvía la cabeza para mirar, con una sonrisa en los ojos, a Amerotke, que se encontraba en primera fila. No se había hecho ningún comentario sobre la retirada del juez del campo de batalla y, la noche anterior, Hatasu había enviado un ánfora de vino de su bodega privada a la tienda de Amerotke. Junto al magistrado formaban los jefes de los escuadrones de carros y los sacerdotes que llevaban las insignias y los estandartes de los diferentes dioses y regimientos de Egipto.

Nadie había pegado ojo la noche anterior. Habían saqueado el campamento mitanni y las celebraciones por la aplastante victoria de Hatasu se habían prolongado hasta el alba. Tushratta, el rey enemigo, había conseguido huir, pero los nobles mitanni más importantes se apiñaban en unos enormes cercados construidos a toda prisa fuera del campamento. La infantería, las dotaciones de los carros de guerra, la guardia real, los batallones de asalto y los mercenarios permanecían en posición de firmes, con las miradas puestas en la gran tienda dorada que dominaba la tarima. Amerotke se barruntaba lo que estaba a punto de suceder.

Senenmut levantó una mano. Sonaron las trompetas; sus notas fueron repetidas por otros trompeteros repartidos por el campamento. Los sacerdotes vestidos de blanco que se encontraban junto a la tarima levantaron los incensarios, y las nubes de humo perfumado se elevaron como plegarias hacia el cielo azul brillante. Se oyó el redoble de los címbalos y Senenmut se volvió al tiempo que daba una orden con un ademán. Dos sacerdotes se adelantaron para apartar lentamente las cortinas doradas. Hatasu apareció a la vista de todos, sentada en el trono de Horus, cubierto de telas preciosas, y con los pies apoyados en un escabel. En la cabeza llevaba la corona de guerra azul, con la cobra de plata en el borde. Sobre su hombro derecho colgaba el
nenes
, la hermosa capa del faraón. De cintura para abajo vestía una falda de lino blanco. Mantenía los brazos cruzados: en una mano sostenía el cayado, en la otra el mayal de Egipto y sobre la falda descansaba la sacra espada con forma de hoz de los faraones. Los portadores de los abanicos se situaron junto al trono, moviendo lentamente los grandes abanicos de plumas de avestruz impregnadas con los perfumes más finos.

Amerotke contempló el bellísimo rostro de Hatasu que, sólo unas horas antes, había reflejado las más terribles expresiones de ardor guerrero. Observó con evidente curiosidad la barba postiza, utilizada por los faraones, sujeta a la barbilla de la joven. Todo el ejército la miraba atónito, deslumbrado por su majestuosidad y la sorpresa de la ocasión. Hatasu se mantenía inmóvil como una estatua, con la mirada perdida en la distancia, por encima de las cabezas de la tropa.

—¡Contemplad la perfección del dios! —vociferó Senenmut, para que su voz llegará hasta el último rincón del campamento—. ¡Contemplad la carne dorada de vuestro dios! ¡El trono dorado del que vive! ¡Contemplad a vuestro faraón, Hatasu, Makaat-Re: la verdad del espíritu del sagrado! ¡Amada hija de Amón, concebida por la gracia divina y el favor de Amón-Ra, en el vientre de la reina Ahmose!

Senenmut hizo una pausa para dar tiempo a que sus palabras calaran bien hondo en los oyentes. No sólo proclamaba a Hatasu como faraón sino que le otorgaba un origen divino.

—¡Contemplad a vuestro faraón, rey del Alto y Bajo Nilo! —añadió—. ¡Horus dorado, señor de la diadema, el buitre y la serpiente! ¡Rey del supremo esplendor, el más amado de Amón-Ra!

Se interrumpió una vez más. El silencio se volvió tenso. Nunca en la historia de Egipto una mujer había sostenido el cetro y el flagelo, y había sido proclamada hija de dios, reina y señora de los nueve arcos.

—¡Hatasu! —gritó una voz detrás de Amerotke y de inmediato fue coreado por todo el ejército.

—¡Hatasu! ¡Hatasu! ¡Hatasu!

Los soldados batían los escudos con las lanzas. Las aclamaciones sonaban cada vez más fuertes, como si pretendieran llegar hasta los más lejanos confines de la tierra, más allá del horizonte donde se encontraban los palacios de los dioses. Como una ola inmensa las tropas se arrodillaron y Amerotke se hincó de rodillas con los demás, tocando el suelo con la frente en un gesto de sumisión total. El juez sonrió para sus adentros: Hatasu había salido victoriosa en la guerra y en la paz. Volvieron a sonar las trompetas. Los hombres se levantaron. Senenmut ordenó que trajeran a cinco de los prisioneros de mayor rango. Los obligaron a arrodillarse ante la tarima con las manos atadas a la espalda.

Hatasu dejó el trono al tiempo que recogía la maza de ceremonia que le entregó uno de los sacerdotes. Cogió por el pelo al primero cautivo, ahora bien sujeto por dos soldados, y descargó la maza con todas sus fuerzas contra su cabeza, y lo mismo hizo con los cuatro restantes. Amerotke cerró los ojos: escuchó los gemidos y los lamentos de los desgraciados, el horroroso crujido de los huesos aplastados y, cuando volvió a abrir los ojos, vio a los prisioneros, vestidos sólo con los taparrabos, tumbados delante de la tarima en medio de grandes charcos de sangre.

Una vez más se escucharon los vítores por Hatasu, quien, a través de Senenmut, declaró su agradecimiento a sus «queridos soldados». Se ofrecieron más recompensas, el botín se repartiría entre toda la tropa y se celebraría un desfile de la victoria por las calles de Tebas. Después, trajeron a Nebanum ante la presencia de la soberana. Senenmut se encargó de comunicar la terrible sentencia: el desacreditado general sería llevado fuera del campamento donde soldados de cada uno de los regimientos lo lapidarían hasta la muerte. Acabado este último acto, Hatasu volvió a sentarse en el trono. Los sacerdotes cerraron las cortinas doradas como quien cierra las puertas de un templo, ocultando la dorada carne del dios de la vista de los hombres impuros.

Amerotke contempló la gran pirámide, maravillado por la armonía y la perfección de la escalera de piedra caliza que parecía querer llegar al cielo. El vértice pulido reflejaba los rayos del sol naciente como la mecha encendida de una lámpara de aceite. La pirámide oscura e impresionante le recordó la imagen de su padre, que le había traído hasta aquí para enseñarle las glorias del antiguo Egipto.

Nadie conocía el verdadero motivo por el que los antiguos las habían construido. Amerotke recordó las historias que le había contado su padre. Al parecer, estaban vinculadas con los dioses de los primeros tiempos, el período conocido como Zep Tepi, cuando los dioses bajaron de los cielos para caminar entre los hombres, cuando el mundo estaba en paz y el Nilo no era una angosta línea verde sino un valle exuberante que cubría la faz de la tierra, donde el león era amigo del hombre y la pantera un animal doméstico. Su padre, un sacerdote, sabía muchísimas historias, y afirmaba que las pirámides eran un intento humano de escalar hasta la morada de los dioses.

El magistrado echó una mirada hacia los muelles donde permanecía anclada la flota de guerra. Hatasu y su consejo estaban dispuestos a regresar a Tebas antes que el ejército victorioso. Tenía la intención, en palabras de Sethos, de impartir justicia entre los rebeldes y rivales de la capital. Las tropas la consideraban como un dios, rey y faraón, y su palabra era ley. Incluso Senenmut la trataba con mayor respeto mientras que Omendap, todavía no recuperado por completo del atentado contra su vida, aceptaba sus opiniones sin rechistar.

Hatasu no había cambiado físicamente; de sus ojos no habían desaparecido las miradas risueñas, coqueteaba con los hombres pero sólo utilizaba la seducción como un arma. Incluso vestida de la manera más sencilla emanaba poder. Su humor era voluble, como si hubiese estudiado a fondo los corazones y las almas de los hombres y supiera cómo funcionaban. En un abrir y cerrar de ojos podía pasar de ser una mujer seductora a una chiquilla petulante. Cuando agachaba la cabeza, apretaba los labios y miraba por debajo de las cejas, había que echarse a temblar; Hatasu no toleraba la más mínima oposición. Empuñaba el cetro y el flagelo. Egipto entero, todos los pueblos de los nueve arcos, debía temblar ante ella. Apenas si había hablado con Amerotke desde el día de la batalla, salvo en una ocasión cuando los demás se habían retirado de la tienda real y ella le había detenido sujetándole de la muñeca.

—No has recibido ninguna recompensa, Amerotke, por lo que hiciste.

Amerotke la había mirado sin responder.

«¿Es que no quieres recompensa alguna?», había añadido, provocándolo, para después apoyar una mano sobre su hombro. «Ésta es tu recompensa, Amerotke. Eres mi amigo. Tú eres el amado del faraón.»Amerotke se había inclinado ante el máximo tributo que un faraón podía otorgar: ser llamado «amigo del faraón» era una protección para toda la vida, la amnistía y el perdón por cualquier cosa pasada y futura. Sin embargo, había manifestado su torpe respuesta antes de poder controlarla.

«Majestad», había dicho. «Tienes mi alma, mi corazón, pero ambos siempre intentarán seguir la verdad.»Hatasu había sonreído para después cogerle la mano y besarle el dorso.

«Por eso eres mi amigo, Amerotke.»Hatasu también había mostrado a las tropas el poder de su venganza: Nebanum había muerto lapidado, se habían sacrificado más prisioneros, se había saqueado el campamento mitanni y se habían enviado escuadrones de carros de guerra al Sinaí para recuperar el control de las minas, reorganizar las guarniciones y emprender terribles incursiones de represalia a lo largo y ancho de la tierra de Canaán.

«¡Enseñad a los rebeldes la lección!», había proclamado. «¡Que mi nombre se conozca hasta los confines de la tierra! ¡Hacedles saber que existe un poder en Egipto!»Habían recogido los cadáveres enemigos. La cifra de muertes se elevaba a miles; hileras de cadáveres se pudrían al sol. Hatasu había ordenado que les cortaran el pene a los mitanni muertos y que los juntaran en canastas.

«¡Enviádselos a Rahimere!», había dicho. «¡Que él y el pueblo de Tebas conozcan el alcance de nuestras victorias!»Nadie había protestado. La costumbre era cortar la mano derecha de los cadáveres, pero el espantoso regalo de Hatasu era un recordatorio de que ella había vencido en el mundo de los hombres. La emasculación de los enemigos muertos serviría como un terrible aviso a Rahimere y sus secuaces de los horrores que les aguardaban. Los guardias no pusieron ningún reparo a la repugnante tarea, si Hatasu les hubiese dicho que subieran al cielo para atrapar al sol, hubieran obedecido. Hatasu no sólo era su faraón sino su diosa: bella, terrible, sanguinaria.

Amerotke exhaló un suspiro. La flota había amarrado en Sakkara donde Hatasu había instalado momentáneamente su corte para recibir a los nomarcas locales. Aceptaba sus regalos y su obediencia, proclamando su poder y reafirmando su autoridad.

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