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Authors: Marcos Aguinis

La Matriz del Infierno (30 page)

BOOK: La Matriz del Infierno
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—De todo: del Congreso Eucarístico, de las numerosas personalidades que arribarán al mismo tiempo, de la repercusión internacional que ya comienza.

—Y... Se ha multiplicado el trabajo.

—¡Lógicamente! —se exaltó ante mi contestación evasiva—. Por supuesto. Cómo no va a multiplicarse. En el término de dos o tres días llegarán el primado de España, el arzobispo de París, el patriarca de Lisboa, el primado de Polonia. Nunca ocurrió algo parecido en todo el continente. Y con ellos vendrán obispos y arzobispos de México, de los Estados Unidos, de América Central y de casi todos los países de Europa.

Rodeó la mesa y se detuvo de golpe.

—No sé dónde se alojará tanta gente —y se respondió a sí mismo—: Menos mal que funcionan varias comisiones encargadas de semejante tarea. Vendrán en aluvión. Fíjense que no mencionamos los peregrinos que entrarán por tierra: los de Chile, Bolivia, Paraguay. Y las columnas del interior. ¡Ay, Dios mío! Será maravilloso. Una multitud hirviendo religiosidad.

Dio otra vuelta; estaba francamente excitado. Mareaba.

—Querida Edith, le imploro que vuelva a las tareas de la Muestra. Necesitamos su colaboración. Por favor —nuevamente juntó las manos en plegaria.

Los ojos de Cósima, tiznados de sufrimiento, miraron a su hija. Parecían decirle “acepta”. Edith giró hacia mi cara, pero yo no podía darle un buen consejo: percibía su dolor profundo, su corazón quebrado. La veía muy mal.

—Creo que te ayudará —mentí.

Antonio Ferlic murmuró una bendición. Hasta la verruga de su frente se ensanchó de felicidad. Tendí mis dedos hasta los fríos de Edith y los abrigué nuevamente.

Esa tarde Edith fue al salón donde se presentaría la Muestra y, tras recorrer sus desordenados rincones, se sumergió en los detalles de su montaje, publicidad y folletería. Algunas jornadas permaneció por más de doce horas entre los objetos que se iban a exhibir.

La fui a visitar casi todos los días, pero no pudo atenderme: la desbordaban infinidad de tareas que aún no se habían cumplido pese a la inminencia de la inauguración. Ni siquiera pudo explicarme personalmente dónde instalaban las piezas más relevantes. Se limitó a pedir que los guardianes me dejasen circular por los salones atestados de cajas, pedestales, cuadros e imágenes que eran objeto de limpieza, pulido y clasificación. Las pupilas de Edith tenían un brillo preocupante en el fondo de sus tristes ojeras. Comencé a temer por su salud.

Trabajaba con una energía multiplicada por el sufrimiento. Ante las imágenes y los símbolos de la piedad, sus fuerzas manifestaban una ira profunda. No podía asumir la ausencia de su padre, no podía pensar por más de un segundo que lo habían asesinado porque una oleada de sangre le oscurecía la cabeza. Sus ágiles dedos ordenaban crucifijos, custodias, rosarios, túnicas, pinturas, estatuas, báculos y tiaras, mientras en los espacios submarinos del alma bramaban las furias.

Tal como estaba previsto, la publicitada Muestra marcó el inicio de una serie de actos que iban a tener muchas consecuencias. El presidente de la República cumplió su promesa y asistió con edecanes, ministros, el cuerpo diplomático vestido de gala y una significativa porción de la alta sociedad.

—¡Vas a ver cómo pactan el cielo y la tierra! —gruñó papá luego de aceptar a regañadientes el pedido de mi madre para que la acompañase.

Tío Ricardo emergió majestuoso en los salones de la Muestra, enlazado al brazo de su desleída María Julia. Pasó junto a nosotros y saludó a Edith con una prolongada reverencia. Luego se deslizó hasta el presidente y le estrechó la mano en forma ostensiblemente amistosa. Comentó con voz potente, para que su opinión llegase a monseñor Copello, que nuestro país acababa de doblar una esquina de la historia.

Edith vestía riguroso luto, igual que su madre: no sólo respondía a las costumbres, sino a la necesidad de exteriorizarlo: su padre judío acababa de ser asesinado por unos fanáticos en esta tierra de presunta paz y convivencia.

Antonio Ferlic se aproximó para felicitarla y murmurar una bendición. La Muestra de Arte Sacro era un acontecimiento sin precedentes: por primera vez se destacaba el valor de un tesoro acumulado en centenares de iglesias desde el tiempo colonial, tesoro sobre el que pocas personas tenían conciencia.

No le solté la mano a Edith, que seguía débil y, por momentos, trémula. El público recorría los incesantes salones atiborrados de las joyas que había producido la inspiración de franciscanos, dominicos, mercedarios, jesuitas, indios y mestizos. Recorrimos una y otra vez las vitrinas llenas de platería destellante, pesados ropajes sacerdotales con bordados de oro y piedras preciosas, esculturas de santos y vírgenes, trípticos de madera labrada, pinturas dramáticas, objetos de culto, trozos de antiguos altares, ángeles laminados. Los carteles explicativos sobre cronologías, lugares, autores y significados aparecían adosados a cada pieza. Edith olvidaba por minutos su dolor y me regalaba sus conocimientos sobre un primitivo crucifijo o una imagen asombrosa.

La llevé a su casa, más preocupado que nunca. El duelo cursaba por sus venas como una ponzoña. De a ratos me miraba fijo y supuse que me quería confiar un terrible secreto.

—¿Qué te ocurre, querida mía? —pregunté acariciándole el mentón.

Por sus mejillas resbalaban los cordones acuosos.

—¿Me vas a perdonar?

—¿Perdonar? —repliqué atónito—. ¿Perdonar qué cosa?

Movía la cabeza.

—No, nada, nada —me besaba—. Gracias por ser tan bueno con nosotras, Alberto.

—Yo te amo, Edith.

Su rostro tenía signos de enfermedad.

—Quiero pedirte algo, mi amor —dije—: que te examine un médico.

Su breve sonrisa era la más escéptica que vi jamás.

—¿Un médico? ¿Para qué?

—Para que yo me quede tranquilo.

Abrí el diario sobre la mesa del desayuno y vi en primera plana que monseñor Copello (el novel arzobispo de Buenos Aires que pudo, merced a felinas maniobras, desplazar otras candidaturas interesantes como la del siempre relegado Miguel De Andrea) empezaba a inaugurar iglesias y parroquias que había mandado construir con dinero de los fieles y de sus propios generosos bolsillos.

El mes empezaba con energía inusual. También leí que Copello había logrado una fuerte asistencia del gobierno y de la feligresía para la apertura de la nueva sede de los Cursos de Cultura Católica. No era todo: cuatro nuevos arzobispos de provincias prestaron juramento simultáneamente, lo cual confería especial resonancia al nuevo clima que se impulsaba para millones de personas dentro y fuera de la Capital Federal.

—Empezó la nueva cruzada, Alberto. Esta vez el Santo Sepulcro se llama nacionalismo católico, o catolicismo fascista, como prefieras —refunfuñó papá.

Enarqué una ceja: ¿era para tanto?

Desde hacía semanas los diarios y revistas dedicaban espacio y números especiales al Congreso Eucarístico.
La Nación,
por ejemplo, publicaba extensas notas del novelista Eduardo Mallea, quien había sido enviado a Roma para acompañar a monseñor Eugenio Pacelli en el transatlántico
Comte Grande.

Los prelados holandeses venían en el lujoso
Flandria.
El cardenal Hlond, primado de Polonia, telegrafió desde el mar —un cable íntegramente reproducido por
La Prensa
— que “esta vez me hallo ante un hecho nuevo, que es precisamente el extraordinario entusiasmo con el que se corre al Congreso de Buenos Aires. Viajamos en el gentil
Oceanía
polacos, austríacos, checoslovacos, italianos, yugoslavos, españoles y húngaros”. Los enormes
Southern Prince y Southern Cross
recogían pasajeros desde California a Punta Arenas y el
Malolo
traía peregrinos de Nueva York. Varios trenes cargaban las delegaciones de Chile y Uruguay. Evidentemente, las expectativas del padre Ferlic sobre el fantástico aluvión que confluiría en Buenos Aires no estaban equivocadas.

Los organizadores no dejaron espacios vacíos: la manifestación religiosa debía calar por doquier. En el Teatro Colón se puso en escena la ópera
Cecilia,
de subido tono piadoso, dirigida por su autor, que había venido expresamente de Italia, monseñor Licino Recife. En las escuelas se ensayaron himnos y estribillos alusivos, pese a contrariar la tradición laica que imperaba desde el siglo pasado. Cientos de casas instalaron en su frente, sobre la puerta principal, el escudo triangular del Congreso Eucarístico con los colores argentinos y vaticanos; eran un símbolo heráldico que permanecería durante generaciones.

Finalmente, impulsado por presiones e intereses, el gobierno produjo el osado giro que lo convertía en una instancia más papista que el papa: decretó asueto desde el miércoles al sábado para que toda la ciudadanía pudiese concurrir a las actividades del magno acontecimiento. El Estado se aliaba (¿subordinaba?) a la Iglesia. Mi padre arrojó el diario lejos, apartó la taza del desayuno y salió a la calle.

—¡Esto es demasiado!

Las franjas seculares quedaron sin aliento. Yo me sentí dividido entre la ira de papá y la beatería de mamá. Mónica parecía menos dubitativa, porque susurraba condenas al exceso de fe. No era posible el equilibrio. Algo análogo percibí entre Edith y su madre. Cósima se persignaba con más frecuencia que nunca, como un exorcista frente a la perpetua amenaza del demonio.

Edith solía mostrar enojo con Dios y a menudo le preguntaba: “¿Dónde te ocultas cuando tus hijos te necesitan?”

—Mónica dice que le irrita el exceso de fe —dije a Edith—. ¿Acaso puede existir un exceso de fe? Es como decir un exceso de amor, un exceso de vida.

Ella tardó en responderme, pero concluyó que se refería seguramente a otra cosa.

—¿Sabés qué me pasa, Alberto? Estoy enojada con Dios.

El 9 de octubre de 1934, por primera vez en la historia del cristianismo, un Legado Papal hollaba el extremo sur del continente americano. Las aguas achocolatadas del mar dulce se encresparon a partir de las vísperas: sobre sus olas habían navegado conquistadores, hidalgos, evangelizadores, héroes, invasores, inmigrantes y turistas, pero nunca un Legado Papal. Toda la prensa registró que en la madrugada habían partido seis barcos hacia la boca del ancho río para brindarle una escolta de honor. Millares de fieles habían dormido bajo las estrellas en los muelles de Dársena Norte y algunos temerarios se habían lanzado en botes hacia el Oriente, para ser los primeros en avistar los mástiles del
Comte Grande.

Su ingreso fue solemne. El transatlántico era un animal espléndido cuya proa se alzaba como una cordillera. La majestad de su aproximación aceleraba los corazones. Periodistas y poetas rivalizaron en la exaltación del momento.

Una banda militar rompió los aires con música estridente. Sombreros y pañolones empezaron a agitarse. La gente empujaba hacia el peligroso borde del espigón. Cuando por fin la nave amarró su costado de plata, los altavoces anunciaron que Su Eminencia el Legado Papal saludaría desde el puente. El efecto se tradujo en renovados empujones. La masa era mercurio en ebullición.

Su estudiada demora tensaba y dolía. Entre anuncios, músicas y estribillos se hicieron las cuatro de la tarde. Nueve desmayos registró
La Prensa
entre quienes no sacaban los ojos del punto en que debía instalarse la magnífica estampa de Eugenio Pacelli. Pero la esperada figura no se dejaba ver aún, sino otros sacerdotes cuyas sotanas flameaban en la brisa primaveral: dominicos albinegros, jesuitas oscuros y franciscanos grises y marrones se apoyaron en la baranda para gozar el espectáculo de la fervorosa recepción.

Por fin se produjo un movimiento en el puente y la llamarada esbelta del Legado encandiló a Buenos Aires. Era una antorcha en sus rojas túnicas de cardenal. La multitud hipnotizada cayó de rodillas. Era Pedro, era Pablo.

El presidente de la República en uniforme de gala lo aguardó junto a una carroza abierta para hacer el primer recorrido por la ciudad. Se iba a cumplir el pronóstico de opositores y agnósticos: Agustín P. Justo trataría de sacar el máximo provecho político de este acontecimiento religioso y la Iglesia haría lo mismo en sentido contrario. El César daría a Dios y Dios al César, con una interpretación bastante distorsionada de lo que Jesús había ordenado en el núcleo de su Pasión, como decía mi padre. Lo cierto es que el refinado monseñor Pacelli pisó tierra, saludó al presidente y subió a la carroza de oro y azabache. Exageró su porte aristocrático ante las miradas extasiadas y repartió ademanes que parecían caricias.

El presidente sonreía satisfecho por cosechar más adhesiones de las que nunca hubiera soñado.

El triunfal paseo incluyó la avenida Callao y mi madre le arrojó flores, como había hecho con Uriburu.

La carroza escoltada por granaderos a caballo se detuvo en la avenida Alvear, en la residencia de la marquesa pontificia Adela María Harilaos de Olmos, viuda agraciada, millonaria y piadosa, que acondicionó vestíbulo, salones, dormitorios y parque para recibir con brillo inusual al ilustre huésped. Los periodistas se las arreglaron para infiltrarse por entre las cortinas de terciopelo y los biombos importados de China; pudieron enterarse —y difundir— de que las habitaciones destinadas a Eugenio Pacelli daban al jardín del fondo y que se habían mandado confeccionar sábanas de hilo con el escudo del cardenal, así como gruesos toallones de color blanquioro. Al día siguiente, empero, corrió de boca en boca la noticia de que el piadoso Secretario de Estado no logró soportar la catarata de lujo y durmió en el piso.

—¡Es un santo! —exclamó mi madre.

—Un hipócrita —replicó Mónica en voz baja.

Papá añadió algo entre dientes.

Tanto había crecido la efervescencia que no dejaba lugar para atender otros sucesos del mundo. En la Cancillería, por ejemplo, O’Leary nos retó por demorar el estudio de un cable sobre el enfrentamiento de la Iglesia Católica de Baviera con el gobierno alemán, enfrentamiento que concluyó con la expulsión del obispo Messer de Munich, acusado de ser un manifiesto enemigo del nacionalsocialismo.

—Está muy bien el Congreso Eucarístico, pero deben seguir trabajando, manga de beatos.

Llevó la noticia al ministro Saavedra Lamas, quien no tardó en expedirse:

—¡Basta de complicaciones marginales! De este asunto ni siquiera nos daremos por enterados ante las ilustres visitas. Tenemos a un Legado Papal y no quiero escuchar nada de Hitler hasta que termine el Congreso.

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