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Authors: Marcos Aguinis

La Matriz del Infierno (34 page)

BOOK: La Matriz del Infierno
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No lo invitó a sentarse. En cambio él se acomodó ante su escritorio, abrió el sobre con un cortapapeles de obsidiana y espió su contenido. Extrajo la carta y el cheque; los leyó y volvió a guardar. Por su cara se extendió una sonrisa.

—¿Sabes? Cada vez me gustan más los alemanes. Son mejores que los mejores caballos. Cuando entienden, cumplen.

Rolf no lograba descifrar a este curioso hombre que parecía soberbio y regalaba inusuales elogios. Lamas Lynch aproximó la lámpara y se puso a escribir la respuesta. De cuando en cuando levantaba los párpados para mirar al mensajero. Estampó su rúbrica, dobló el papel y lo deslizó en un sobre blanco.

Rolf lo puso en el interior de su chaqueta y amagó partir. Pero Ricardo lo detuvo.

—Me interesás —apretó sus dedos en torno al brazo.

Lo obligó a sentarse en el sofá. Lamas Lynch se ubicó a su lado y le palmeó la rodilla.

—¿Cuántos años tenés?

Rolf sintió ganas de huir; este hombre buscaba algo desconocido o inmanejable. Se le secó la boca a pesar de haber ingerido medio vaso de cerveza. Atinó a excusarse:

—Me espera el capitán Botzen en su despacho. Debo volver enseguida.

—No te alterés, por favor. Ya vas a volver a lo de nuestro ilustre capitán prusiano. Pero no me privés de charlar un poco. No es frecuente hallar en la Argentina un Adonis.

Rolf se inquietó más.

—Fijate: en Buenos Aires sobran los negros de mierda. Aunque, debo reconocerlo, yo soy morocho y algunos negros tienen buenas proporciones. ¿Te desagradan los morochos?

—No sé, señor, digo doctor. Hay razas y razas.

—¡Por supuesto! Lo único que puedo asegurarte... ¿Cómo te llamás?

—Rolf Keiper.

—Rolf. Hermoso nombre. Breve, sonoro. Decía, mi querido Rolf, que lo único que puedo asegurarte es que soy morocho, algo encanecido ahora, pero no judío.

Hesitó en mirarlo ante semejante información, tan obvia como insustancial en ese momento, y forzó una sonrisa. Ricardo transformó la suya en fuerte carcajada.

—Botzen detesta a los judíos, todos los alemanes los detestan. ¡Y yo también, ja, ja, ja! Pero hay judíos rubios, ¿sabías? Los he visto en su
ghetto.
Ninguno, sin embargo, alcanza la hermosura de un germano. Mirá: tu porte, tu tórax, tu cintura, tus proporciones son perfectas. Tus ojos azules parecen el verano eterno. ¡La pucha que sos lindo!

Una trenza de sudor le descendió por la columna. Bajaba hacia la línea interglútea como un alarmante anuncio. Esta conversación no tenía sentido y se puso de pie. Lamas Lynch también se incorporó y volvió a comprimir el brazo de Rolf como si evaluara su musculatura. Llamó al portero para que lo acompañase hasta la calle y se despidió con un prolongado apretón de manos. No le brindaba la misma atención que al padre Ivancic porque se quedó en el despacho y esto tranquilizó a Rolf sólo a medias.

Botzen lo esperaba con el pantalón arremangado y el pie sumergido en una palangana de agua caliente espolvoreada con sal gruesa. Una nube de vapor brotaba del recipiente. El secretario permanecía en ridícula posición de firmes.

Botzen leyó la carta.

—Buen trabajo. Le caíste bien al doctor. Te espera el próximo jueves para que lo acompañes a su estancia.

—¿Yo?

—Gran privilegio, Rolf. Este hombre es mi puente de oro con varios círculos del poder; conviene que lo sepas.

Extrajo el pie chorreante y se miró el tobillo. Estaba hinchado y cianótico. Volvió a hundirlo en el agua.

—Creo que el esguince ha sido providencial: por su culpa no fui, pero eso ha permitido que él te conozca. Será muy útil, de veras.

La expresión de Rolf no manifestaba acuerdo.

—No te preocupes. Ya sabía que le gustan los jóvenes, pero eso es todo. Se limita a preguntar y manosear.

Rolf seguía petrificado.

—Es un caudillo nacionalista. Un macho, como dicen aquí —aparecieron sus grandes dientes amarillos—. Sólo debes mantenerte calmo y hacerte el distraído.

—Pero...

Botzen volvió a mirar su afectado tobillo y ordenó a su secretario que los dejase solos.

—¿Pero qué, Rolf?

—Ese hombre es, ¿cómo decirle?

El capitán movió el agua con su pie hinchado. Se atusó el boscoso bigote.

—Hay muchos hombres raros. Pero algunos sirven como dioses y Ricardo Lamas Lynch es uno de ellos. Lo único que me interesa es el triunfo de nuestra causa. Nos está ayudando desde hace rato.

—¡Es un invertido, capitán!

—Más o menos.

—No existe el más o menos, dicúlpeme disentir.

Movió las cejas y levantó más su pantalón.

—Dicen que tiene varias amantes, que usa un domicilio secreto para sus siestas y algunas noches. También ofrece coristas a sus amigos, sabrosas coristas que contribuyen a mejorar las negociaciones complejas.

—No entiendo.

—Parece que cuando joven, hace muchos años, participó de un incidente oscuro en el que murió un peoncito de su estancia. Dicen que fue una riña sodomítica, porque un amigo de él tuvo que emigrar a los Estados Unidos y los padres de Ricardo debieron gastar mucho dinero para impedir que terminase en la cárcel. Después, hasta lo quisieron desheredar por eso, pero se defendió judicialmente con mucha agresividad, y ganó.

—Entonces no me equivoqué. Es un degenerado. Cómo voy a reaccionar cuando...

—Síguele la corriente. ¿Qué puede pasar? Eres demasiado fuerte —le guiñó.

Rolf seguía contraído.

—Siéntate —ordenó el capitán.

Acercó una de las sillas. Botzen arrojó otro puñado de sal al recipiente y removió el agua. Trató de encontrar una posición más confortable para sus asentaderas en el gigantesco sillón y hundió su mirada en las órbitas de Rolf como si deseara penetrar al centro del cráneo.

—Mira: te he designado jefe del pelotón. Tu responsabilidad no es sólo física, sino ideológica.

Rolf parpadeó.

—Nuestra causa progresa con el nazismo, aunque aún el nazismo no manifiesta interés por el retorno de la monarquía. Hitler está consiguiendo triunfos que parecían imposibles. Me disgustan los oportunistas que lo rodean y trepan, pero es un mal menor. Por ahora sigo firme con el nazismo. Ésa debe ser tu posición.

—Lo es.

Hizo señas para que le alcanzase la toalla que su secretario había dejado doblada en el extremo de la mesa. Se secó gemebundo.

—Eres como un hijo para mí —no lo miraba—. Pero te he designado por tus cualidades, no por mi afecto.

Rolf empezó a agitar la pierna.

—Los principales negocios entre el Reich y la Argentina pasan por mis manos. Los grandes negocios incluyen
informantes,
armas, propaganda, acciones dentro y fuera de la comunidad, acercamiento a los nacionalistas locales. Lamas Lynch es una pieza central. Facilita los contactos y los buenos arreglos. Cobra por sus servicios, por supuesto; y cobra fuerte.

Se le abultó la cara mientras intentaba ponerse la media.

—Últimamente ha comenzado a portarse de un modo extraño —desenrolló la media hasta cerca de la rodilla—. No sólo exige más, sino que se ha vuelto intolerante con los plazos. Por eso tuve apuro en mandarle el dinero.

—Mal bicho.

—No diría tanto, pero sus insinuaciones me desconciertan por otra razón: alguien le pasa información reservada, alguien nos está traicionando y puede llevar a una hecatombe.

Su índice apuntó hacia el calzador que su secretario había dejado junto a la toalla. Trató de que su pie cupiera en el zapato.

—Te ha invitado a su estancia... Maldito esguince... Es una oportunidad excelente, Rolf. Ni que yo lo hubiese planeado. Allí concurren sus amigotes, varios militares seguramente. Quien le pasa información debe ser un militar. Descubrirás al canalla.

—¡Qué voy a hacer en una estancia y entre esa gente!

—Lo mismo que ellos. Pero con un agregado más interesante —le acercó la cabezota—: ¡espiar!

EDITH

La invitación a pasar un día en la estancia Los Cardos le produjo una erupción de ambivalencia.

—Es un redondo disparate —reconoció Alberto—. Mamá supone que yo terminaré convencido de que no encajás entre nosotros.

—¿Pensás lo mismo?

—¿Me creés idiota?

—Tu madre no es idiota.

—Es obstinada.

—Francamente, no estoy para este tipo de pruebas. Además, no me interesa la candidata de tu madre. Creo que hemos consolidado nuestra relación —sus ojos negros, rodeados de las ojeras que no la abandonaban desde la muerte de Alexander lo miraron con intensidad.

Alberto la besó y abrazó.

—Te adoro. Más que nunca.

—Me disguta este torneo; carezco de fuerzas.

—No cambiará mis sentimientos. Tampoco me gusta que vayas en estas condiciones.

—Tu madre comenzó a aceptarme.

—¿Cómo? ¿De dónde sacás esa conclusión?

—Tu madre me invita a la estancia, me deja penetrar en el santuario. Tal vez ella misma no se ha dado cuenta de que levanta una barrera.

—¡Las ocurrencias que afloran en tu cabecita! —volvió a besarla.

—Iré, aunque a disgusto —hundió sus cabellos en el pecho de Alberto.

—Yo te cuidaré como la más valiosa gema del mundo.

Y volvieron a extraviarse en la sensualidad de sus cuerpos. Besos, saliva, gemidos y semen les hicieron olvidar las horas.

Cuando Alberto fue a buscarla el domingo, un tenue rosicler se insinuaba sobre los tejados de la ciudad. Edith envolvió su cuello con una chalina. La atmósfera era fragante, pero en su corazón latía el mal augurio.

—Mi familia partió ayer —contó Alberto—; les gusta dormir en el campo.

Viajaron hacia el oeste. A medida que se alejaban de la ciudad se expandía la luz. El rocío había esmerilado las praderas. Ordenadas bandadas corrían hacia las escasas nubes.

Alberto describió la estancia que su padre había comprado tras el conflictivo reparto de la herencia. Enumeró las habitaciones del casco, su moblaje, vitrinas con marfiles y porcelanas, tapices rústicos, alfombras de cuero vacuno y profusión de espadas históricas. Después le explicó la utilidad de los potreros, las cualidades del stud y la abundancia de ganado. También mencionó los nombres de peones y mujeres que servían desde hacía años con sagrada lealtad.

Ella simuló escuchar cada detalle, pero a menudo sus pensamientos volaban en otra dirección: el secreto de su embarazo le mordía las entrañas.

Ingresaron en un corredor de álamos. En el fondo se divisaba la casona. Se detuvieron en una explanada sobre cuyo centro se erguía la sombrilla enorme de un ombú. Dos peones se arrimaron presurosos para ayudarlos a descargar el equipaje.

La casona era baja, sólida, pintada de rosa y blanco. Tenía una galería en torno a cuyas columnas se enredaban madreselvas en flor. Las ventanas estaban protegidas por rejas.

Edith siguió a Alberto rumbo a la entrada. El sol mañanero ya cubría las baldosas de la galería y nacaraba trozos de muebles en el interior. Pudo distinguir el aparador alto y las rústicas alfombras de cuero.

Emilio, Mónica y María Elena se adelantaron para darles la bienvenida y los invitaron a ubicarse en los sillones que daban a la chimenea apagada. Luego aparecieron Gimena y María Eugenia. Alberto las miró con ganas de controlarles la lengua, pero sus saludos fueron impecablemente cordiales.

Por último se hizo presente Mirta Noemí Paz con vistoso equipo: botas con espuelas, breeches, cinturón y chaleco; de su muñeca colgaba la fusta. Excepto su madre y Edith, todas las mujeres vestían pantalones de montar.

Una sirvienta gorda, en delantal blanco con puntillas ofreció un mate de plata.

—Para la señorita Edith —ordenó Gimena.

—Aquí empezamos a matear de madrugada —notificó Emilio—. Después viene el desayuno.

—¿Has tomado mate alguna vez? —preguntó Gimena en tono dulce, pero equivalente a la pregunta de un profesor malicioso.

—Por supuesto —dijo mientras recibía el mate de plata—. Y me gusta amargo.

Mientras se desarrollaba la ronda del mate, las miradas de los presentes cruzaban de una a otra dirección. Había comenzado una carrera entre dos mujeres que se empeñaban por parecer distendidas.

—¿Sabés cabalgar? —preguntó Gimena.

—Yo...

—Tenemos muchos caballos y podemos facilitarte el que te venga mejor. Sería lindo que los jóvenes den una vuelta antes del desayuno. Perdoname, no escuché tu respuesta.

—Cabalgué algo. En Bariloche.

—¡Ah, qué bien! —aplaudió suavemente—. Entonces vas a poder montar a Flecha; es un alazán bellísimo, de crin y cola blancas. Un sueño. ¿Te parece, Emilio?

—Es inestable. Quizá le convenga el tobiano.

—¿Ese matungo?

—No exageres, Gimena.

—Para un bebé, apenas se mueve. No ofendas a nuestra invitada. Dice que ya ha cabalgado.

—Dejémoslo para más adelante —interfirió Alberto—; tenemos todo el día. Además, no se vino con ropas de montar.

—¡Estamos en una estancia! —Gimena le miró la falda urbana, los zapatos de gamuza, la fina pero inadecuada blusa de seda con cuello de organdí—. Y en una estancia hay animales, campo. Para divertirse y gozarla hay que mezclarse con ellos.

—Podemos hacer muchas cosas sin cabalgar —sugirió Emilio.

—Pero una vueltita antes del desayuno... —insistió Gimena—. No los vas a privar. Mirta Noemí ama cabalgar. ¡Qué buenas botas, Mirta Noemí! Creo que no son las mismas de la última vez.

—¡Claro que sí! Las usé para montar a Flecha, precisamente.

—¿Te atrevés al alazán? —preguntó Emilio a Edith.

—Voy a probar.

—Sugiero que elijas otro —intervino Mirta Noemí con falsa generosidad—. A menudo se encabrita.

Gimena pidió a la mucama que transmitiese una orden a los peones. Mónica ofreció prestarle ropa a Edith, quien, tras un segundo de indecisión, fue tras sus pasos. Regresó vestida con breeches, pero no lucía como una amazona. En cambio Mirta Noemí no sólo usaba un conjunto impecable, sino que sabía cómo moverse dentro de él: le sacaba varios puntos de ventaja.

El mate siguió su minuciosa ronda hasta que se produjo un movimiento en el patio. Salieron a la galería alfombrada de sol. Tres peones avanzaban con seis corceles, la rienda baja y elegantes aperos. Alberto susurró a Edith:

—No montes a Flecha. Es redomón.

—¿Qué significa?

—Poco domado.

—No lo exigiré.

—Elegí el zaino.

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