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Authors: Marcos Aguinis

La Matriz del Infierno (40 page)

BOOK: La Matriz del Infierno
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—Empezamos bien —sonreí amargamente—. Con este prólogo ya contestó a varias.

Lanzó una carcajada breve.

—Alemania ha cambiado muchísimo. La situación económica era insostenible, ¿quién no lo sabía? El necio
Diktat
de Versalles estranguló a la República de Weimar e incrementó el odio popular. Yo ya tenía un año de residencia en Berlín cuando se estableció el gobierno autoritario de Von Pappen ante el fracaso de los partidos moderados. ¡Ufa, no se imaginan qué momentos! Von Pappen quiso obtener las soluciones desde arriba, con las clases superiores. Repetía que “el pueblo alemán necesita ser dirigido: es su idiosincrasia”. Sonaba a elogio. Pero la situación continuó empeorando y los nazis aprovecharon para redoblar su agresividad. Cayó Von Pappen y subió el General Von Schleicher, quien intentó una alianza social-militar. Lo conocí personalmente y adiviné su fin. El Parlamento ya era presidido por Goering, un nazi de la primera hora, un íntimo de Hitler. Las legiones de desocupados, enardecidas por los nazis, exigían soluciones milagrosas.

Giró en una esquina y aprovechó la detención de la marcha para mirarnos.

—¿Qué hacían las potencias extranjeras mientras tanto, ah? La tormenta amenazaba desintegrar el país. Con el embajador Labougle nos reuníamos para contar las horas que faltaban para que sucediese lo peor. Y sucedió. El mariscal Hindenburg tenía más de ochenta años cuando enfrentó la amarga decisión de entregar el poder a Hitler, aunque significara el abismo.

—Cobarde —masculló Edith.

Víctor French movió la cabeza.

—No sería tan drástico, señora. Había que estar aquí.

—Claudicó, French, claudicó —insistió Edith, furiosa.

—Reconozcamos que procuró algunas garantías...

—Tan frágiles como ramitas secas. ¿De qué sirvieron Von Pappen como vicecanciller y algunos ministros conservadores? Esas garantías fueron una ilusión.

—Parece que está enterada. Sí, duraron muy poco.

—¿Se da cuenta?

Anunció que acabábamos de ingresar en la elegante avenida Unter den Linden.

—Las botas y los uniformes le han quitado elegancia.

—Sin embargo —corrigió French—, hay cosas que mejoraron. Y mucho. En serio.

—¿Mejoraron?

—Hubo un vuelco espectacular en el campo económico, social, administrativo, espiritual y político. Un vuelco impresionante. Es otro país. Cosas feas y cosas buenas. Miren la prosperidad que lucen las calles, aunque desagraden las botas y los uniformes. Hace poco hasta Unter den Linden era desolación y miseria. Observe que la gente viste bien, algunos pasean y otros van y vienen de sus trabajos. El desempleo se ha evaporado por arte de magia.

—¡Qué magia! ¿No es el rearme? La propaganda nazi confunde al más pintado.

—Exageran con la propaganda, es cierto. Pero debemos reconocer que los nazis entraron con un empuje demoledor. Alemania estaba dividida, sin rumbo. Ahora asusta al planeta. No parece real.

—A qué precio, mi estimado French. A qué precio.

—Es tan difícil una evaluación equilibrada.

—Reconozca que los nazis tienen hambre de poder, son insaciables.

—En eso coincido.

—Y las ventajas que usted admira son transitorias. El fin del desempleo y el fervor patriótico se basan en el fanatismo y la segregación. ¿Cómo se puede construir sobre tamañas plagas?

—También coincido en eso. Pero los nazis han cambiado el humor del pueblo, han impuesto la certeza de que Alemania renace, que le sobran energías.

—Han enloquecido al pueblo.

—En gran parte —Víctor French movió nuevamente la cabeza—. Pero si queremos ser ecuánimes, reconozcamos que obtuvieron lo que nadie antes. ¡Y con qué rapidez! ¡Con cuánta decisión! Fíjese que Hitler, en su primer año de gobierno, después de perseguir y encarcelar a los diputados socialdemócratas y comunistas, tomó medidas hasta contra sus propios aliados...

—¿Y ése es un mérito?

—Una forma inédita de la política. De ahora en más, la política en el mundo no será la misma.

—Brillante contribución a la miseria del hombre —dije yo.

—Pero una contribución al fin. Hitler ha demostrado que en los tiempos modernos se puede violar cualquier regla. Convirtió a Hindenburg en su virtual prisionero, arrancó poderes extraordinarios al Congreso y suspendió las garantías constitucionales en materia de libertad individual, de prensa, de reunión, de propiedad, de secreto postal y telefónico, de lo que se les ocurra.


Heil Hitler!
—se burló Edith.

Ingresamos en la Wilhelmstrasse. Víctor French apuntó su mentón hacia un imponente edificio.

—Es el Ministerio de Relaciones Exteriores.

—Pronto lo visitaré.

—Así es —arregló su espejo retrovisor y miró a Edith—. Quisiera evitar un malentendido, señora: yo no soy nazi.

—Menos mal.

—Pero la democracia no podía con este país: Alemania era una ruina. Ahora, con locos y criminales, una potencia. Ya en los primeros cinco meses de gobierno los nazis pusieron la nación patas arriba. Después, piedra libre: rearme, imposición del partido único, leyes racistas, ocupación de Renania, reclamos sobre Austria, sobre los Sudetes, sobre Danzig.

—Sólo falta divinizar al Führer.

—Está en camino. De ahí los crecientes roces con algunos pastores y con la Iglesia.

—Explíqueme esto —pidió Edith.

ROLF

La mañana de otoño imprimió vehemencia en sus recién afeitadas mejillas. Vestía guerrera, pantalón verde grisáceo y brillantes botas de cuero. Unos ciento cincuenta metros separaban los dormitorios del edificio central. La breve caminata le permitió inhalar el aroma de los robles bávaros, cuyos follajes enrojecían con el cambio de temperatura. Restregó sus párpados para hacerlos entrar en completa vigilia y pasó sus dedos por lo que quedaba de la rubia cabellera; se la habían cortado prolijamente, como cuadraba a un aspirante a
Untersturmführer.

La institución pertenecía a las
Schutzstaffeln
(Escuadrones de Defensa), popularmente conocidas como SS. Ambas letras se escribían en caracteres rúnicos por varios motivos: actualizaban el pasado glorioso, se diferenciaban de otras siglas en gótico o latín y, además, tenían la forma quebrada de los rayos.

—¡Cómo rayos caeremos sobre nuestros enemigos! —repetía el
Obersturmführer
Edward von Lehrhold.

El Instituto de Enseñanza Ideológica había sido fundado por Heinrich Himmler y se llamaba Dachau por la vecina aldea de ese nombre. A tan sólo quince kilómetros se hallaba Munich, lo cual facilitaba las comunicaciones y permitía que docentes y discípulos se concedieran horas de esparcimiento. Muy cerca se erigían las grises murallas de un establecimiento completamente distinto, también llamado Dachau y también administrado por la SS: el campo de concentración donde se encerraba a los antisociales del Nuevo Orden. Las víctimas aprendían a someterse y los oficiales a castigar. Rolf alternaba la teoría en el Instituto con prácticas en el campo. Su aprendizaje había sido vertiginoso.

Había llegado a Alemania a fines de 1935 como
voluntario.
Cientos de voluntarios retornaban a la patria con los pasajes ofrecidos por las embajadas de ultramar. Traía recomendaciones del capitán Botzen y del embajador Edmund von Thermann. En la estación ferroviaria de Berlín recordó las instrucciones:

—No te presentarás en la
Wehrmacht,
sino en la SS. Amo a la
Wehrmacht,
naturalmente, pero el poder se ha desplazado a la SS. Yo te necesito donde está el poder.

También le dijo Botzen:

—Me escribirás, pero conviene que nadie se entere de nuestro contacto. No olvides que el enemigo acecha.

Botzen despacharía pronto también a otros jóvenes. Quería formar en el Reich una plataforma que sirviera a sus objetivos. Esa plataforma no eran únicamente los jóvenes: contaba ya con una red de amigos y admiradores entre los
junkers,
nacionalistas bávaros, y los disueltos DNVP, DVP y
Stahlhelm.
La lucha por el poder no había terminado.

Botzen hubiera preferido que el Nuevo Orden se afirmase sobre las viejas tradiciones; en muchos aspectos era así, pero en otros quedaban relegadas brutalmente. Los conservadores eran reemplazados por desconocidos.

—Algún día también mejoraremos esto.

Le relató que Hitler, cuando aún pataleaba en el llano, había decidido confiar a Heinrich Himmler la dirección suprema de sus “fanáticos más fieles”: su necesaria y amada “guardia personal”, la SS, “donde deberás incorporarte”. Hitler quería un bloque de hombres temerarios a su exclusivo servicio. No se trataba de una fuerza convencional, sino de una fuerza capaz de romper cualquier barrera, saltar todos los muros y reventar el más sagrado de los objetivos si él lo mandaba.

El escuálido Himmler era nieto de un comandante de Gendarmería y había sido educado con severidad. A partir de 1919 integró la Unión de Artamanes, donde gozó con la disciplina, los duelos y los ataques a judíos, liberales y socialistas. En una asociación de ex combatientes conoció a Ernst Roehm, se afilió al Partido Nazi y en 1923 acompañó a Hitler en el
putsch.
Hitler advirtió que tenía tres cualidades de oro: eficacia organizativa, crueldad en las acciones y estaba más convencido que él sobre la guerra de las razas.

Himmler organizó entonces a los “fanáticos más fieles” en forma selectiva. En diez años reunió 300 hombres que hicieron sentir su agresividad en asaltos callejeros, aunque menos numerosos y espectaculares que los cometidos por la SA de Roehm. En 1930 decidió ampliar sus fuerzas: había que quebrar muchas piernas para impulsar el alicaído ascenso de Hitler. Por un lado multiplicó las tropas y, por el otro, los ataques. No pudo contener la risa cuando le informaron que el presidente Hindenburg había tenido que recostarse, mareado, cuando supo que la “guardia personal” del “payaso austríaco” ya alcanzaba los 52.000 efectivos.

La SS era una prolongación del propio Hitler. Algunos remontaban sus antecedentes a los
Haschischi
de Persia o la
Bektaschi
de Anatolia. Hitler la comparó con los jesuitas, una tropa extraordinaria, devota y fiel hasta la muerte. Incluso identificó a Heinrich Himmler con Ignacio de Loyola. Jesuitas y SS compartían un excluyente ideal y no esquivaban el sacrificio. Ambos vestían de negro. La SS, más meritoria aún, reconocía abiertamente su fascinación por la muerte. Por eso exhibía la vibrante proclama en latín —cantada por la Unión de Artamanes—:
Perinde ac cadaver.

Tal como le había anticipado el capitán, en los exámenes de ingreso jugaría un papel decisivo su apariencia. Los científicos de la nueva Alemania valoraban lo evidente. Rolf tenía el cabello rubio y los ojos azules, medía un metro ochenta, y sus orejas, pómulos y nariz correspondían a los cartabones arios. Cruzó bien esa prueba. Luego tuvo que probar la pureza racial. Si bien no había escuchado de parientes judíos, apenas tenía noticias de sus parientes.

Demoró la entrega de la documentación y contempló la cara del oficial que leyó rápidamente las hojas; éste las pasó a otro que se concentró en una segunda lectura, más detenida. El tercero alternó el análisis de los papeles con vistazos al cuerpo del candidato.

Botzen conocía esos trámites. En las ajetreadas jornadas que corrieron desde el estrangulamiento de Sehnberg y la partida de Buenos Aires, volcó paciencia y esmero en la confección de documentos falsos. Como no había forma de conseguir que la deteriorada memoria de Ferdinand y el perpetuo susto de Gertrud aportaran datos sobre los nombres de sus respectivos abuelos, ni referencias a tíos y menos de un solo bisabuelo, el capitán dibujó un árbol genealógico en base al apellido de ambos. Su experiencia e imaginación le permitieron remontar varias generaciones, hasta los tiempos napoleónicos.

Rolf contempló extasiado la pluma de Botzen: parecía la varita de un mago que hacía brotar de las ramas personajes y profesiones que jamás se habían mencionado en su hogar. Ahora se enteraba de un pasado fascinante: ahí surgía un orfebre, al lado un músico y un poco más allá un guerrero; también había campesinos, desde luego. Botzen testimonió que, de acuerdo a la documentación disponible, en ningún tramo del frondoso árbol genealógico se había producido la infección semítica. Rolf estaba encantado de haber descubierto a su parentela, grande y variada.

—¿Y si piden una verificación?

—Los papeles llevan mi firma —lo tranquilizó el capitán—; es suficiente.

No hubo objeciones. La firma de Botzen estaba acompañada por un sello con su rango de Attaché Naval; una carta del embajador SS Edmund von Thermann elogiaba los servicios del capitán.

A continuación Rolf fue sometido a un agotador entrenamiento físico. Era una ceremonia iniciática que duraba semanas. A los jefes les importaba averiguar si resistiría el esfuerzo prolongado, así como su disposición a continuarlo hasta el sacrificio final. Pero Rolf no era un improvisado. El orgullo recorrió su piel cuando un oficial le informó solemnemente que había sido incorporado a la maravillosa orden. Resonaron por el salón violentos taconazos y el estentóreo
Heil Hitler! Sieg Heil!

Entonces lo condujeron a una sala desbordante de banderas y pronunció el juramento de obediencia y fidelidad al Führer con el tronco recto y la diestra tirante hacia el cuadrado bigote de una gran fotografía.

Durante 1936 y 1937 fue asignado a diversos trabajos que incluían oficina y calle, largas vigilancias y raudos operativos. Lo llevaron a Leipzig, Bremen y Marburgo; participó de formaciones y nuevos ejercicios. También recorrió ciudades más pequeñas. A principios de 1938 pernoctó dos noches en Wiesbaden, cerca de Freudenstadt.

Viajaba en tren, camión o autos militares según las distancias. El mayor placer se lo otorgaba la motocicleta, que por lo general tenía un acoplado lateral para el acompañante. Recorría veloz las calles mientras los temerosos vehículos le abrían paso.

Por último fue asignado al Instituto de Enseñanza Ideológica de Dachau: pisaba el umbral de la plenitud.

—La fortaleza de un SS reside en el absoluto sometimiento al Führer —insistían los profesores.

El adoctrinamiento llegaba a las honduras del alma. Rolf aprendía las lecciones, pero se destacaba por otras virtudes. Sus jefes advirtieron, por ejemplo, que era frío en la violencia: lo había demostrado mientras realizaban la inspección de un edificio para cazar a un agitador. El Dobermann que corría delante levantó de súbito el hocico, miró la mano armada del suboficial que sostenía la correa de cuero con adornos metálicos y le clavó los colmillos en la muñeca. El suboficial largó el revólver y cayó al suelo; con gritos y puntapiés intentó liberarse del brutal mordisco. Sus compañeros lo rodearon indecisos; no se atrevían a disparar. Entonces Rolf cerró con sus manos el cogote del animal y comprimió sus dedos como un torniquete. Parecía más loco que el perro. Los dientes del Dobermann seguían prendidos a la muñeca sangrante, pero su cuerpo se movió confundido. Soltó a su víctima y quiso dar cuenta de Rolf. Lo empujó contra la pared, pero sin conseguir desprenderlo de su cuello. El Dobermann chorreaba saliva sanguinolenta. Entonces sonó un disparo y el animal aflojó sus patas traseras. Otro y se sacudió agonizante.

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