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Authors: Marcos Aguinis

La Matriz del Infierno (38 page)

BOOK: La Matriz del Infierno
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Edith comprimió el brazo de su tío: por un instante creyó que la acompañaba su padre.

Enfrente esperaban Antonio Ferlic con su vestimenta ritual, los padres de Alberto, Cósima y los azules ojos de Raquel. Alberto recibió a Edith, cesó la música y se arrodillaron en el reclinatorio cubierto de raso blanco. Salomón permaneció de pie, la mirada fija en el sacerdote, como si esperase alguna indicación. Pero no hubo tal, sino el desarrollo de una ceremonia sencilla. Ferlic se expresó con inspirado sentido poético, que incluso sorprendió a quienes lo escuchaban con frecuencia. Se refirió a los bienes que prodiga el amor y describió los caracteres de Alberto y Edith con pinceladas tiernas.

La unión quedó consagrada. Alberto acercó sus labios a Edith. El beso, presenciado por la multitud, cargaba una novedosa intensidad.

Cósima debió sostenerse en el brazo de Salomón; era la segunda vez que perdía el equilibrio. Gimena empezó a llorar y Emilio, emocionado, le rodeó los hombros. Ambas mujeres estaban alteradas por causas que no se relacionaban con la ceremonia. Gimena había visto el rostro enojado de Mirta Noemí y Cósima sufría los primeros trastornos de su cáncer cerebral.

La música volvió a expandirse y toda la feligresía se puso de pie. Edith se enlazó a su flamante marido y caminaron por el corredor de guirnaldas hacia el atrio. De diestra y siniestra les arrojaron pétalos y susurros cómplices. Afuera resonaron palmadas, besos y buenos augurios. Por entre los hombres de etiqueta y las damas con vestidos largos circularon niñas envueltas en gasas blancas, celestes, rosas y verdes.

La alegría se multiplicó en la residencia, a la que Alberto y Edith llegaron tras un rodeo en coche. Circulaban las bandejas con canapés mientras una orquesta desgranaba suaves melodías. Con la reaparición de los novios se reanudaron las muestras de cariño. Junto a la mesa central aguardaban Gimena y Emilio, Cósima, Raquel y Salomón. Un militar en uniforme de gala tendió su mano a Alberto.

—Gracias —respondió y, dirigiéndose a Edith—: Te presento al coronel Ernesto Suárez.

El coronel hizo una reverencia y la saludó en alemán. Edith, perpleja, respondió en el mismo idioma.

—Lo habla usted muy bien.

—Amo esa lengua —sonrió Suárez—: es viril y ordenada. Perfecta para militares.

—También para enamorados —terció Alberto en español.

—¡Ah! —exclamó Suárez en alemán—. Usted entiende lo que hemos dicho.

—Sí —respondió ahora Alberto en alemán—, concentrándome sobre cada palabra. Lo estoy estudiando.

—Muy bien. Su flamante esposa lo ayudará. Es la lengua del futuro, ¿sabe? En las escuelas ya deberían abandonarse el inglés y el francés.

—Muy tajante, coronel.

—Realista; tan sólo realista. Alemania será en breve la mayor potencia de Europa y del mundo —los miró alternativamente—. ¿Me equivoco?

Edith miró a Alberto, también desconcertado.

—Permiso —decidió ella, y caminó hacia la mesa principal.

—¿Quién es este nazi? —le preguntó después al oído.

Alberto desplegó la servilleta sobre su regazo:

—Amigo de la familia, uno de los impulsores del golpe de 1930.

—Amigo...

—Ya te previne —siguió en voz baja mientras retribuía sonrisas a los que saludaban desde otras mesas—. Y no sólo amigos, también tenemos parientes nazis.

—Ya sé. Lo que no sé todavía es cómo me toleran.

—Tal cual: “te toleran”. Ahora te has casado conmigo, sos una Lamas Lynch.

—De raza judía.

—Creo que viven este asunto de una forma muy enredada. ¿No advertiste que el coronel Suárez estaba encantado de que le hablases en alemán? De repente olvidó tu mitad judía y estaba feliz de saludar a una integrante de... ¿cómo dijo? “la mayor potencia de Europa y el mundo”.

Una legión de mozos se abrió camino entre las mesas y, haciendo malabares, sirvió la comida.

Antes de los postres la pareja recorrió salas y jardín para sacarse fotos junto a los invitados. Ricardo se había mudado junto al ministro Saavedra Lamas. Con ellos estaba el embajador Leandro García O’Leary. Los fogonazos de magnesio iluminaron los rostros de los recién casados junto a las sonrisas del ministro, el embajador y sus respectivas esposas. Ricardo no quedó conforme y ordenó otra toma: su figura debía aparecer entre el ministro y la novia. Las risitas que provocó el flash se continuaron con chistes sobre el matrimonio.

—Debo recalcar el mérito de mi sobrino —Ricardo sacó pecho—: su valentía marca un récord.

Lo miraron intrigados. Ricardo entrecerró pícaramente los ojos y, tras concederse unos segundos, agregó:

—Se han mencionado muchas valentías frente al yugo del matrimonio —extendió los dedos a medida que citaba—: perder la libertad, reducir las horas destinadas a los amigos, asumir responsabilidades nuevas, incrementar la paciencia del oído, y etcétera. Pero mi querido Alberto nos ha mostrado una valentía adicional.

Volvió a callarse y aumentó la expectativa de los comensales. Edith presintió que estaba por lanzar una idea desagradable. Advirtió algo más triste aún: Ricardo se había arrepentido, ya no buscaba el suspenso, sino la forma de salir airoso. Se había trabado; en sus mejillas se abultaban el alcohol y pensamientos contradictorios.

—Mi sobrino Alberto nos regala el espectáculo de San Jorge en lucha contra el dragón. Sólo lleno de coraje se ha unido a esta dama —hesitó un segundo—, pese a la diferencia racial.

Dicho esto, palideció bruscamente al percibir el susto de su audiencia. Pero no se ahogaría en un vaso de agua; carraspeó y añadió:

—Hay que ser valiente, les aseguro, para hacerle un corte de manga a una concepción que se está imponiendo en el planeta y, pese a todo, decidirse como en las grandes novelas, por el amor.

Alberto y Edith contrajeron el ceño. El ministro Saavedra Lamas, el embajador O’Leary y sus esposas no se decidían entre sonreír o expresar algo que eliminase la tensión. Ricardo, insatisfecho con el resultado de sus palabras, se conformaría con cualquier recurso más o menos potable para resolver su extravío. Había regalado una mezcla de chiste y reflexión, después de todo, y había apagado la mecha antes de que la reflexión explotase. Entonces, para que reinara el buen clima, propuso un sonoro y vacuo brindis “por el coraje de Alberto y la belleza de Edith”.

Se levantaron las copas y Edith tuvo ganas de arrojar el champán a su asquerosa cabellera engominada. Se sintió peor cuando vio que Leandro García O’Leary sonreía con retardo, como si las expresiones de esos incómodos minutos le hubiesen sugerido algo perverso.

ROLF

Dobló en calle Alsina y cruzó a la vereda opuesta, donde estaba su pensión. El breve zaguán ya contenía los olores típicos del anochecer, mezcla de creolina y cebolla. En el comedor aún vacío, apoyado contra los vidrios que daban al patio, lo esperaba Hans Sehnberg.

Rolf casi retrocedió ante la sorpresa. Hans vestía ropas de calle, pero al instante adoptó la postura del instructor, con el mentón desafiante y un pulgar enganchado al cinto; sólo le faltaba la fusta. Ese cubo compacto, de cabeza hundida en los hombros y mirada feroz, irradiaba poder. Le dio bronca acobardarse ante ese poder. Sehnberg lo miró de arriba abajo, como solía hacerlo en la isla. Poco a poco el resplandor de sus ojos se tornó cordial, sonrió con la mitad de la cara y se acercó a Rolf. Con el brazo izquierdo le descargó una palmada en el hombro al tiempo que estiraba su mano derecha. El saludo entre ambos fue asimétrico: Hans dichoso y Rolf confundido.

—¿No me invita con una jarra de cerveza?

Rolf le señaló una mesita apartada y dijo:

—No lo sorprendió encontrarme en la estancia.

—La verdad que no.

Enrolló el borde del mantel de hule mientras pensaba. Llegaron las jarras desbordando espuma y, con cuidado, trató de sacarle información.

Hans no tuvo inconvenientes en contarle que había sido contratado como instructor de organizaciones católico-nacionalistas.

—Tienen curiosidad por el “método prusiano”, admiran a la SA.

—¿Hace mucho?

—Los entreno desde que decidí poner fin a mi dependencia de Botzen.

—¿Quién le puso fin?

—Yo.

—¿Y cómo se contactó con Lamas Lynch?

—Nos conocemos desde hace rato.

—¿Hace?

—Rato. ¿Para qué necesita las fechas?

—Nada. Se enteró de que usted quedó libre.

—Sí, se enteró.

—Usted le dijo.

—Por supuesto. Si no, cómo.

—Claro —bebió media jarra.

La conversación no arrojó datos importantes. Hans respondía de tal forma que lo grueso quedaba oculto, no era un imbécil. Rolf intentó estimular su confidencia contándole sus hazañas en el Teatro Cómico y la sinagoga central. Hans, por su parte, le contó sobre los jóvenes criollos que entrenaba en El Fortín. Cuando se despidieron, dijo sin rodeos:

—Lo vine a buscar porque lo extrañaba.

Rolf sintió esta muestra de afecto como un golpe al hígado. ¿Qué pretendía?

Analizó con Botzen el inesperado giro de los acontecimientos. El capitán se frotó las cejas y dijo exactamente lo que necesitaba escuchar:

—Estuvo bien. Paso a paso es la consigna. Ahora debe encarar un trabajo más repulsivo que visitar la estancia del doctor: hacerse amigo de Hans, devolverle la visita y salir con él. Terminará por largar el rollo.

—Lo detesto.

—Yo más.

Rolf era consciente de su ineptitud para el espionaje. Lucubraba demasiado y se embrollaba. Cuando hacía el balance, quedaba insatisfecho. Había fracasado su espionaje sobre la conspiración judía y fracasaban sus averiguaciones sobre la venta de información reservada. De Hans sólo sabía que era cruel y cínico, que le gustaba beber y solía terminar borracho. Que se proclamaba nazi de la primera hora y atribuía la Noche de los Cuchillos Largos a los arribistas ineficientes.

Más adelante, en las conversaciones que mantuvo con él en la calle y en su casa de Balvanera, se enteró de que estaba más contento con Lamas Lynch de lo que había estado con Botzen. Llegó a confesarle cosas más íntimas aún: que tuvo una novia a los dieciséis años, pero que debió abandonarla por puta. Desde entonces cogía con “carne fresca”. Rolf creyó que se refería a jovencitas, pero después entendió que eran niños, sobre todo varones. No dijo cómo los conseguía.

En su casa, bien entrada la noche y con tanta cerveza que le brotaba en forma de lágrimas, Sehnberg se deschavó contra Botzen. Botellas vacías sobre la mesa y el suelo sin barrer reverberaban a la luz de una lámpara baja. Dijo que era un viejo frustrado, un aristócrata decadente y un militar de pacotilla. En el fondo de su alma Botzen despreciaba a Hitler por plebeyo. Escupió a la pared como si lo hiciera a los bismarckianos bigotes y le gritó inútil y desleal.

Fue en busca de más cerveza. Rolf también había bebido mucho y yacía en el angosto sofá. Oyó el desparramo de vidrios y se incorporó con esfuerzo. Hans rompía botellas contra los muebles, enojado por el agotamiento de su provisión. Rolf lo abrazó para detenerlo.

—¡Basta, Hans!

Sudado y maloliente, dejó caer el brazo y aflojó sus dedos: el cogote de la botella rota llegó al piso y estalló. Antes de que Rolf lo soltara, Hans lo abrazó también y estiró la cabeza hacia arriba, hacia su boca. Alcanzó a besarlo en la garganta. Rolf lo separó.

—¿Qué... le pasa? —protestó Hans, bamboleándose.

Rolf fue hacia la puerta.

—¿No somos... amigos? —siguió Hans—. ¡No se vaya, carajo!

La orden resonó como en la isla; paralizaba. Rolf apretó el picaporte, pero no abrió. Le dolía la cabeza.

La pesada mano de Hans se abrochó sobre su hombro y lo obligó a retroceder hasta una silla.

—¡Si no queda cerveza, tomaremos grapa!

Zigzagueó hasta la alacena y extrajo una botella. Llenó dos copitas hasta el borde. Le tendió una a Rolf; le temblaba el pulso y derramó unas gotas.

—No se preocupe. Tengo dos botellas más.

Vació la copita de un golpe y el lengüetazo de fuego pareció mejorarle las fuerzas.

—Me gustan sus manos, Rolf, amigo mío. Son las más grandes que he visto nunca. Y, además, es alto, muy alto. Lo que a mí me falta. Por eso también lo quiero a Lamas Lynch: es alto —lamió el borde de la copita—. Yo lo quiero hace mucho... supongo que se ha dado cuenta.

—Me di cuenta aquel día —contestó resentido.

—¿Qué día?

—Cuando me obligó a caminar en cuatro patas, en la isla.

Los ojos de Hans giraron en sus órbitas y de repente lanzó una carcajada tan fuerte que casi derribó su silla. Se apretó el abdomen.

—¡Síííí!... ¡Fue tan gracioso! ¡Ja, ja, ja! ¡Y le di fustazos en el culo!

Rolf mordió sus labios, la puta madre que lo parió. Ese energúmeno gozaba hasta el recuerdo de su humillación.

—¡Así les hago a los pendejos! ¡Ja, ja! ¡Se ríen conmigo, jugamos al caballito..., ja, ja, ja! ¡Pero en vez de pegarles con la fusta les meto el dedo! ¡Ja, ja, ja! ¡Les encanta! —vació otra copita—. Pero después lloran... Cuando... ¿me entiende? Cuando se la meto bien metida. ¿No es fantástico?

Rolf miró las lúgubres sombras que producía la lámpara. Sintió molestias en el recto y pensó que debía irse antes de que la situación ingresara en un clima ingobernable.

—A Lamas Lynch le divierten estas historias. Se rííííe... ¿Nunca probó carne fresca? Le gustaba a Roehm. Dicen que siempre le tenían listos platos muy sabrosos, especialmente en los últimos años. ¿Se imagina? Unos ricos chanchitos judíos. ¡Ja, ja, ja!

Hizo girar entre sus dedos otra copita desbordante, la miró con ternura y la tragó de un sorbo.

—Lo amo de verdad —farfulló—. También lo aprecia Lamas Lynch. ¿Sabe cómo lo llama? “El teutón”. ¡Ja, ja!

Hans vaciló hacia él; sus ojos brillaban con codicia.

Rolf se corrió hacia atrás, pero la cabezota de Hans se pegó a su nariz.

—Soy su amigo... Yo lo quiero.

Lo besó en la boca.

Rolf le dio un empellón que hizo caer la lámpara y provocó un choque de botellas vacías.

—¡Idiota! —gruñó Hans y fue a la cocina—. Va a ver.

El aire olía a pólvora. Rolf se secó la frente y enderezó la lámpara. Caminó hacia la puerta de calle. Quería desaparecer.

—¡Alto! —rugió Hans.

La respiración del instructor soplaba en su oído. Se dio vuelta y lo vio en posición desafiante, un enorme cuchillo de punta en una mano y la fusta en la otra. Apretó el picaporte y lo giró, pero debió saltar hacia un lado porque el arma silbó junto a su mejilla y se clavó en la puerta. Hans tomó de nuevo el cuchillo y se puso de espaldas a la salida.

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