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Authors: Marcos Aguinis

La Matriz del Infierno (64 page)

BOOK: La Matriz del Infierno
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Las grandes manos se apoyaron por fin sobre la nerviosa piel. El contacto de Rolf pretendía ser tierno, pero ella pegó un respingo. Rolf acercó sus labios al blanco cuello.

—¡Me has vuelto loco, Edith! —susurró.

Ella se desprendió y corrió hacia el extremo de la alcoba.

—No... —adhirió su espalda a la pared.

—Yo te quiero, Edith —dijo sin pensar en el significado de las palabras—. Me pasé noches soñando este momento.

—No, no... Estás borracho.

Rolf fue hacia ella lentamente, en actitud suplicante.

—Desde que te encontré en la residencia del embajador no salís de mi cabeza. Necesito besarte.

—Estás lleno de odio.

—No me rechaces otra vez. Has vivido rechazándome.

—No te rechazo. Estoy casada, quiero a otro hombre.

Rolf abrió los brazos.

—¡No te merece! Es un cobarde, huía. Yo le mostré el camino a tu casa —se desabrochó el cuello.

—Los dos huían.

—Dejame besarte.

—Ya me besaste. ¡A la fuerza! ¿Te acordás?

—Deliro por vos. Nunca me fijé en otra. Nunca. Acabo de darme cuenta de que es así.

—¡Me violaste!

—Tu sola presencia me enardece, ¿qué puedo hacer? Me has hechizado —la abrazó de súbito e intentó llegar a su boca.

—¡Me violaste y embarazaste, Rolf! Con una vez alcanza.

Rolf siguió forcejeando. Ella le mordió la muñeca.

—¡Casi tuve un hijo tuyo! —gritó a su oreja.

Ocurrió un instante de perplejidad, luego de parálisis. La soltó.

Edith corrió hacia una silla y la levantó para defenderse como lo había hecho su tío contra Ferdinand. Pero en Rolf se había desencadenado el caos. Inmóvil, las manos colgando, miraba a Edith con ojos ciegos. Se le revolvía el orbe. Jamás hubiera imaginado ni por reducción al absurdo que podía convertirse en padre mediante un hijo gestado por una mujer de la raza inferior.

Edith estalló en lágrimas. Otra vez la confluencia del indeseado embarazo y la muerte de su padre la volvían a desgarrar. ¿Qué podía entender este hombre bello y maligno sobre el vía crucis que le había impuesto? ¿Qué podía entender de las ganas de matarse que tuvo en aquellos días?

Rolf la miraba con los ojos en blanco y movía sus dedos grandes, indecisos. Dio unos pasos hacia la vitrina y sacó nuevamente la botella de kirsch casi vacía; la acabó de un tirón. Se sentó y dejó caer su cabeza entre las rodillas abiertas; el transpirado pelo parecía gotear.

—Ya me has hecho suficiente daño, Rolf.

—Nunca supuse... —balbuceó—. De todas formas, era lo que merecías.

—¿Merecía? Tus cómplices asesinaron a mi padre.

—¿Mis cómplices?

—Lo mataron a patadas y cachiporrazos frente a la sinagoga. ¿Te acordás o no? Lo mataron mientras me arrancabas de su lado para violarme.

—Yo no lo maté —eructó y sacó el revólver de su cartuchera. Su embriaguez lo hacía oscilar.

Le apuntó a la cabeza.

—Yo no lo maté ni ordené que lo mataran.

—Rolf...

—Me atribuís una muerte que no cometí. Siempre tu maldito deseo de perjudicarme.

—Guardá el arma.

—Tu muerte me aliviará. Hace rato que debí liquidarte. Quitó el seguro y le apuntó a los ojos. —A tu padre lo mató el hijo de puta de Sehnberg —dijo tambaleándose—. Lloro su muerte, como lloro al traidor de Botzen y a todos los canallas como él. También voy a llorar por vos.

Ella retrocedió hasta la pared y la palpó ansiosa. Este hombre estaba perdido; debía encontrar algún bastón o algún florero.

—Lo único que deberías hacer, Rolf, es dejarme ir —se desesperaba por ganar tiempo.

La voz paradójicamente calma de Edith le revolvió los sesos.

Bajó el brazo y disparó al piso, con rabia. La explosión hizo caer la botella vacía de kirsch, que se partió en pedazos. Edith estaba rígida.

Enfundó el revólver humeante, eructó piedras, se puso la chaqueta y salió chocando los muros.

Dos minutos después, antes de que ella lograra recuperarse, el suboficial que le había traído la comida le devolvió la cartera.

—Venga conmigo; tengo órdenes de llevarla a su casa.

Abrazó fuerte a Alberto. Entre besos y lágrimas le contó de manera fragmentaria, incomprensible, su oscura odisea.

—Insisto en que volvamos a Buenos Aires de inmediato —dijo Alberto mirando el reloj: eran las cuatro de la madrugada—. Si no me han concedido el traslado hasta ahora, pese a las insistencias y las presiones de papá, no me lo darán en años. Renuncio a esta carrera de mierda.

—No sé qué decirte. Estoy asustada, confusa.

—¡Si te vieras! —le acarició los cabellos—. Yo también estoy asustado.

—Pero no deberíamos huir... —le estallaba la cabeza.

—¿Otra vez? Te salvaste de un loco. ¿Cuántas veces más tendrás esa suerte? El país está lleno de locos.

—También quiero irme, la verdad es que quiero irme ya. Pero algo aquí dentro, ¿entendés? Algo no lo permite. Es tan complicado.

—¿No permite salvarte?

—No quiero ser cómplice de la victoria nazi, Alberto. Si nos vamos, contribuimos a su victoria.

—Querida, nuestra contribución no pesa un gramo de polvo.

—¿Habrá ocurrido en vano la muerte de mi padre? ¿En vano el sufrimiento de millones? ¿En vano las ofensas que me han infligido?

—Sí, en vano. Y en vano todo tu sacrificio, Edith.

—No. La ayuda de San Rafael es lo poco digno que quedará de estos tiempos.

—¿Me estás proponiendo seguir aquí?

—Lo decís de una forma... Bueno, sí, no me perdonaría abandonar a Lichtenberg, a Margarete. Aunque al mismo tiempo quisiera esfumarme de aquí. ¿Podés entenderme?

—Ellos tienen la protección de un obispo. Vos no; además, hay quienes se han enterado de tu sangre judía.

—Mi marido es diplomático —Edith se apretó contra su cuerpo.

—No es suficiente garantía —le levantó los cabellos y le acarició la nuca—. Mi mayor deseo, ahora, es estar lejos, muy lejos de Berlín.

Alberto tenía razón, pensó ella; debían marcharse enseguida.

—Aguantemos dos meses más —rogó—. Sólo dos meses. No quiero partir de golpe; los afectaría. Están muy solos.

—Está bien: en dos meses nos vamos. Como sea.

—Estoy segura de que podrás conseguir el traslado. Tu tío prometió...

—Nunca le tuve confianza. Y los burócratas desconocen el apuro.

—Avisaré en San Rafael que nos marcharemos en dos meses. Los iré preparando.

—Ya has sufrido bastante, querida. No acepto que te inflijan una sola injuria más. Te llevaré y buscaré con mi auto todos los días; se terminaron tus caminatas. Y si me demoro, me esperarás dentro de San Rafael —le pellizcó cariñosamente la mejilla.

Ella sonrió y se fueron a dormir.

Al día siguiente Alberto volvió de la Embajada con una desagradable noticia: el capitán Botzen había intentado suicidarse.

—¿Cómo? —parpadeó Edith.

—Lo descubrieron al llevarle el desayuno. Estaba tendido en el piso de su habitación, inconsciente, respirando apenas, con un cinturón alrededor del cuello. Como consecuencia de la prolongada asfixia parece que quedará hemipléjico y afásico.

—¡Horrible!

—Labougle negoció su entrega al gobierno. Exige que lo internen en un hospital. Me parece lógico. Lo vinieron a buscar en ambulancia, espero que sean fieles al compromiso.

El 12 de febrero de 1939 falleció el Papa Pío XI. Margarete se enteró por boca de monseñor Konrad Preysing de que el pontífice había redactado un severo documento contra el nazismo, pero no había alcanzado a darle forma definitiva.
Mit brennender Sorge,
la comprometida Carta Pastoral de 1937 quedaba como el solitario y poco difundido documento de su creciente preocupación. En Roma se interrumpieron las gestiones ajenas a los suntuosos ritos fúnebres. Los cables aseguraban que su sucesor sería el Secretario de Estado, Eugenio Pacelli, cuya influencia sobre el colegio de cardenales nadie ignoraba. Una multitud se reunía a diario en la Plaza de San Pedro para aguardar la fumata reveladora.

Mientras, Hitler seguía decidido a violar las garantías que había ofrecido a Londres y París; cada vez le interesaba menos la opinión de sus gobiernos, parlamentos y fuerzas armadas. Sus gritos empezaron a quitar el sueño de los más optimistas. Su sombra se extendía como las nubes del inminente diluvio.

Eugenio Pacelli fue elegido nuevo Papa y escogió el nombre de Pío XII. La gente rezaba y se regocijaba: seguro que iba a perfeccionar el reinado de su predecesor. La coronación imponente congregó altas personalidades y una ferviente muchedumbre. Se desplegaron símbolos y fastos,
urbi et orbi.
La prensa llenó el Vaticano de corresponsales para difundir los inacabables detalles de la pomposa coronación. El poder de la Iglesia continuaba y debía mantenerse. Era posible que el flamante pontífice, conocedor del alemán y de los alemanes, influyera sobre el cada vez más desenfrenado Hitler.

Hitler, mientras, ocupó Bohemia y Moravia. París y Londres recibieron las notificaciones sobre el arrogante despliegue nazi como si hubiera sido programado por ellos mismos. Lord Chamberlain había prometido que no acusaría al Führer de obrar con mala fe; así lo venía haciendo desde que asumió su cargo. Pero de pronto desconcertó a sus conciudadanos y al universo: en Birmingham pronunció un discurso que giraba en 180 grados su política de apaciguamiento y denunció a Hitler por romper en forma unilateral los tratados. Algunos periodistas filtraron que “el cobarde pájaro” había preparado otro discurso, tan condescendiente como los anteriores, pero la mitad de sus ministros, la mayoría de los diarios y casi dos tercios del Parlamento se estaban levantando en armas contra su irresponsabilidad. Entonces se vio obligado a reescribirlo en el tren.

El 29 de marzo se rindió la ensangrentada Madrid a las fuerzas de Francisco Franco, quien había obtenido la significativa ayuda de Italia y Alemania mientras los simpatizantes de la República se manifestaban neutrales. La carnicería de la Guerra Civil llegaba a una sepulcral culminación. El desenfreno criminal dejó un sobrecogedor millón de muertos. Terminaba una contienda que serviría de modelo y prefacio a la que estaba por comenzar.

Winston Churchill, desde la oposición a Chamberlain, sintetizó el panorama: “Francia y Gran Bretaña pudieron elegir entre la indignidad y la guerra. Eligieron la indignidad: tendrán la guerra”.

Margarete, mientras revolvía el café, pronosticó que ella y Lichtenberg acabarían en un campo de concentración. Edith le tomó la mano y quiso alejarla de semejante idea. Los campos de concentración eran la nueva versión de los circos romanos, dijo entonces.

—Se llenan de mártires mientras los opresores dan rienda suelta al sadismo, y se divierten. No soy una santa, pero me da fuerzas pensar que, en el mejor de los casos, llegaré a ser una mártir.

—Te necesitan viva, Margarete.

En el rostro de Alberto se dilató la sonrisa mientras leía la extensa carta de su padre. Quería comentar su contenido a Edith, sentada a su lado, pero la impaciencia lo bloqueaba: párrafos sucesivos atrapaban sus ojos y su garganta. Contuvo las ganas de compartir novedades hasta leer la última palabra y luego, rodeando la cintura de su mujer, la obligó a incorporarse y dar vueltas al ritmo de un tarareado Danubio Azul.

Emilio le informaba que había logrado su cambio de destino: en la Cancillería confirmaron que iría a México con su actual rango de consejero; en cualquier momento le llegaría la resolución. Pero lo más feliz de este desenlace era que antes de partir hacia la capital azteca debería permanecer unos meses en Buenos Aires. No podía haber conseguido algo más perfecto.

Lo extrañaban mucho —decía a continuación—. Gimena lo mencionaba a diario. Y no sólo a Alberto: tanto Emilio como Gimena tenían las manos llenas del cariño que debían a esa deliciosa muchacha que era Edith. Los seis meses que pasarían en Buenos Aires serían disfrutados intensamente, para borrar tantos dolores.

Confirmó que Mónica llevaba flores a la tumba de Cósima una vez por mes y que en algunas oportunidades la habían acompañado sus hermanas y Gimena. En cuanto a Raquel y Salomón Eisenbach, nunca dejaban de visitarlos cuando venían a Buenos Aires; eran una pareja culta y agradable con la que se sentían cada vez más cómodos. Emilio decidió efectuar su postergado viaje a Bariloche; la insistencia de Salomón había acabado por convencerlo. ¿Querrían acompañarlo Alberto y Edith? En ese caso irían también María Eugenia, Mónica y María Elena; se produciría una concentración familiar inolvidable en un paraje cuya belleza, decían, era también inolvidable.

Dentro de cuatro meses se iba a casar Mirta Noemí Paz con Lucas García Unzué y ya habían anunciado a Gimena y Emilio que estaban invitados a la boda. La noticia era doblemente buena porque revelaba que se habían superado las tensiones con los Paz.

Ahora se disponían a pasar quince días seguidos en la estancia Los Cardales. Emilio quería supervisar personalmente las mejoras introducidas en los campos y tenía la intención de estudiar las perspectivas de la producción lechera; tenía informes de que le brindaría un enorme rédito a corto plazo. Un pequeño dato triste era la muerte del alazán Flecha, ocurrida tras una prolongada infección.

La melodía del Danubio Azul no cesaba. Los pies de Edith y Alberto danzaron sobre la alfombra del living con la intensidad de la primera vez, en la residencia de los Lamas Lynch en Buenos Aires, sobre la avenida Callao.

Tal como había prometido, Alberto la llevaba y traía de San Rafael. Salían juntos por las mañanas luego de compartir el desayuno y la lectura de los diarios. La dejaba junto a la chapa que exhibía los relativamente eficaces emblemas del Vaticano y enfilaba hacia su oficina en la Embajada. Por la tarde le telefoneaba con suficiente antelación a fin de no tener que esperarla más de unos minutos delante de la vigilada puerta. Había llegado la resolución de la Cancillería argentina y en un mes debían partir hacia Buenos Aires. En un mensaje adjunto, el canciller manifestaba estar conforme con el trabajo realizado por Alberto en Berlín. Era cuestión de ir quemando horas y días; incluso ya habían comenzado a empacar.

Ese 29 de marzo empeoró el tiempo. Bajó la temperatura de golpe y una ventisca con aguanieve sacudía las flacas ramas de los árboles. Alberto manejó con dificultad por las calles de tránsito perezoso, indeciso. Se asomó por la ventanilla para ver mejor y sus cabellos fueron tironeados por la ráfaga. A un lado estaban las ruinas de una sinagoga destruida en la Noche de los Cristales. Avanzó con el pie puesto en el freno; miraba el reloj y aumentaba su ansiedad. A dos cuadras de San Rafael lo sobresaltó una multitud. Esto era inexplicable porque los católicos se cuidaban de mostrarse demasiado cerca del viejo edificio y la Gestapo impedía cualquier manifestación pública, en especial frente a entidades de dudosa filiación. Disminuyó aun más la velocidad hasta quedar detenido. Lo cruzaron fragorosos vehículos militares. Comprendió que se trataba de una razzia. Se mordió los labios y tocó bocina, pero ya no pudo avanzar: la policía le cruzó un coche y desviaba imperativamente el tránsito hacia la derecha. Sin darse tiempo para apagar el motor ni cerrar la puerta, corrió hacia la sitiada San Rafael quemado por un atroz presentimiento.

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