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Authors: Mathias Malzieu

Tags: #Fantástico, romántico

La mecánica del corazón (11 page)

BOOK: La mecánica del corazón
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Toda esta fauna perfumada me asusta más que una manada de lobos en una noche de luna llena. Todos son falsas apariencias, palabrería más hueca que un panteón funerario. Aprecio la valentía que tiene de nadar por encima de ese torbellino de barro y oropeles.

Cualquier día me la mandan a la luna para experimentar las reacciones de los extraterrestres al erotismo. Cantará, bailará, responderá a las preguntas de los periodistas de la luna, le harán fotografías, y terminará por no volver nunca más. A veces me digo que solo faltaría Joe en el papel de cereza pasada coronando el pastel podrido.

La semana siguiente, Miss Acacia canta en Sevilla. Saco la plancha rodante fabricada por Méliès y cabalgo por las montañas rojas para encontrarme con ella en su habitación del hotel al final del espectáculo.

De camino, la paloma mensajera me entrega una nueva carta de Madeleine. Apenas unas pocas palabras, siempre las mismas palabras que no se le parecen en nada. Habría preferido… Me gustaría tanto que conociera a Miss Acacia. Claro, Madeleine se asustaría a causa del amor que vivimos, pero estoy seguro de que la personalidad de mi pequeña cantante le gustaría. Imaginar esas dos lobas charlando constituye un dulce sueño que no deja de mecerme.

La mañana siguiente del concierto, nos paseamos por Sevilla como una pareja más de enamorados. La temperatura es agradable, un viento tibio nos acaricia la piel. Sin embargo, nuestros dedos resultan torpes cuando quieren hacer cosas de gente normal en pleno día. De noche, telecontrolados por el deseo, se conocen de memoria, pero, ahora, diríase que se trata de cuatro manos izquierdas a las que alguien hubiera pedido escribir «Buenos días».

Estamos aturdidos por el día, por la luz; somos una auténtica pareja de vampiros que deambula por la ciudad sin gafas de sol. El colmo del romanticismo. Y para nosotros, besarse a orillas del río Guadalquivir, a plena tarde, es la cima del erotismo.

Por encima de esta felicidad simple y evidente planea, a pesar de todo, una nube de amenazas. Estoy orgulloso de ella como jamás lo he estado de nada más. Pero conforme pasa el tiempo, las miradas extasiadas de los machos de mi especie me ponen cada vez más celoso. Me consuelo diciéndome que, sin gafas, tal vez ella tampoco la vea, esta bandada de hombres que son más atractivos que yo. Me siento solo en medio de esta multitud cada vez mayor que viene a aplaudirla, mientras por mi parte tengo que reacomodarme el papel de extranjero y volver solo a mi desván sombrío.

Y aún más solo en tanto ella no acepta la idea de que eso me hace sufrir. Me parece que sigue sin creer en mi reloj corazón.

Aún no le he contado que, con este corazón postizo, mi comportamiento era tan peligroso como el de un diabético que se atiborra de cruasanes con chocolate de la mañana a la noche. No estoy seguro de que me apetezca contárselo. Si me amparo en las teorías de Madeleine, ahora mismo estoy con un pie en la tumba.

¿Estaré a la altura? ¿Resistiría mi vieja chapuza de corazón?

Y para salpimentar esta salsa ya de por sí bien picante, Miss Acacia está al menos tan celosa como yo. Sus cejas se fruncen como las de una leona dispuesta a saltar tan pronto como cualquier medio adefesio más o menos bien peinado entra en mi campo de visión, incluso fuera del tren fantasma.

Al principio eso me parecía halagador, me sentía capaz de volar por encima de cualquier obstáculo. Mis alas eran nuevas; estaba convencido de que ella me creía. Pero al descubrir que me tomaba por un farsante, me sentí debilitado. En lo profundo de mis soledades nocturnas, yo también he arruinado mi propia confianza.

Ya no es más una salsa picante, nuestra historia, sino una sopa de erizos.

10

Un día, un hombre extraño se presentó en el tren fantasma para solicitar la plaza de asustador. Ese mismo día, la sopa de erizos comenzó a atravesárseme en la garganta.

Es un tipo grande, muy grande. Su cabeza parece superar el techo del tren fantasma. Su ojo derecho se esconde detrás de un pedazo de tela negra. Su ojo izquierdo escruta el Extraordinarium como un faro lo haría con el mar. Se detiene al fin sobre la silueta de Miss Acacia. Y ya no la abandona.

Brigitte, a quien se la ha agotado la paciencia después de verme como un cómico protagonizando un espectáculo basado en el miedo, lo contrata inmediatamente. Así que me encuentro de la noche a la mañana, despedido, en la calle. Todo ha sucedido deprisa, demasiado deprisa para mí. Voy a tener que pedir a Méliès que me aloje en su taller. Y lo que más me preocupa es que no sé cómo voy a poder salvaguardar mis encuentros, mi intimidad con la pequeña cantante. No sé si nuestro amor podrá perdurar en estas condiciones.

Miss Acacia canta esta noche en un teatro de la ciudad. Como tengo por costumbre me deslizo al final de la sala después de la primera canción. El nuevo asustador está sentado en la primera fila. Es tan grande que perjudica la visión de la mitad de la audiencia. Yo, en cualquier caso, no veo nada.

Ese ojo apuntando hacia los de Miss Acacia me hace hervir la sangre. Toda la velada, incluso después del concierto, permanece con el girofaro fijo. Me dan ganas de decirle que desaparezca, a ese foco ambulante. Pero me aguanto. Mi corazón, por su parte, no tarda en desgañitarse, en un
la
menor un poco falseado. Toda la sala se vuelve para reír. Algunos me preguntan cómo hago esos ruidos extraños, luego uno me lanza:

—¡Le conozco! ¡Usted es el tipo que hace reír a todo el mundo en el tren fantasma!

—Ya no trabajo ahí desde ayer.

—Ah, perdón… muy divertido su truco en cualquier caso.

De repente me veo a mí mismo en el patio de la escuela y escucho las burlas de mis compañeros. En apenas unos instantes se ha desvanecido toda la confianza ganada en brazos de Miss Acacia. Y todo mi ser se disloca lentamente.

Después del espectáculo, me resulta difícil no contar lo sucedido a mi amada, que exclama:

—¿Ese grandullón? Pfff…

—Parece que lo hipnotizas.

—¿Eres tú el que habla todo el tiempo de confianza y ahora vienes a armarla por culpa de ese pirata tuerto?

—A ti no te reprocho nada, eso ya lo veo, es él quien gira a tu alrededor como un tiburón.

Me siento débil e inseguro pues, aunque confío en ella, no dudo de que ese pirata hará todo lo posible por seducirla. Ciertas miradas no engañan nunca, ni que las arroje un solo ojo. Peor, la intensidad se redobla.

Pero el momento en que todo se tensa hasta volverse insoportable es cuando el grandullón tuerto se acerca a nosotros y nos suelta:

—¿No me reconocéis?

En el momento en que pronuncia esas palabras un largo escalofrío recorre mi columna vertebral. Desde la escuela, no he vuelto a sufrir esta sensación, que conozco muy bien y detesto por encima de todo.

—¡Joe! Pero ¿qué haces aquí? —exclama Miss Acacia incómoda.

—He hecho un viaje muy largo para encontraros, a los dos, un viaje muy largo…

Su discurso es lento. Salvo por el ojo y unos cuantos pelos en la barba, no ha cambiado. Es extraño que no lo haya reconocido enseguida. En realidad, no logro hacerme a la idea de que Joe está aquí. Me repito en bucle para darme valor: «Este no es tu lugar, Joe, vas a volver enseguida al fondo de tus brumas escocesas».

—¿Os conocéis? —pregunta Miss Acacia.

—Íbamos juntos a la escuela. Digamos que somos… viejos conocidos —responde él sonriendo.

El odio me petrifica. Le destrozaría el segundo ojo allí mismo para mandarlo de vuelta al lugar de donde viene, pero intento mantener la calma delante de mi pequeña cantante.

—Vamos a tener que charlar un poco —dice fijándome con su ojo frío.

—Mañana al mediodía, delante del tren fantasma, los dos solos.

—De acuerdo, y no te olvides de traer el duplicado de las llaves —responde él.

Esa misma noche, en efecto, Joe toma posesión de mi vieja habitación. Va a dormir en la cama donde Miss Acacia y yo nos prodigamos nuestros primeros cariños, se paseará por los pasillos en los que tan a menudo nos hemos besado, percibirá los restos de nuestros sueños en los espejos… Desde el cuarto de baño donde nos hemos escondido, le escuchamos instalar sus cosas.

—Joe es un antiguo amor tuyo, ¿verdad?

—Oh, un amor… Yo era una niña. Cuando lo veo ahora, me pregunto cómo pude interesarme por un muchacho así.

—Yo también me lo pregunto… ¡Y te lo pregunto, de hecho!

—Era un poco el cabecilla de la escuela, impresionaba a todo el mundo en aquella época. Era muy joven, eso es todo. ¡Es una coincidencia curiosa que los dos le conozcamos!

—No del todo.

No quiero contarle la historia del ojo. Tengo miedo de que me tome por un maníaco peligroso. Siento como la trampa se cierra a mi alrededor, inexorablemente. Una sola cosa me obsesiona: Joe ha vuelto y no tengo ni idea de cómo dominar la situación.

—¿Para qué te ha pedido el duplicado de las llaves?

—Brigitte Heim acaba de contratarlo para sustituirme en el tren fantasma. A partir de esta noche, ocupará también mi habitación.

—Esa mujer no entiende nada.

—¡El problema es Joe!

—Te habría echado de todos modos, ya lo sabes. Ya encontraremos otros escondites, vamos… Pasaremos la noche en el cementerio si no hay otro remedio, ¡así podrás fingir que me regalas flores de verdad! Vamos, no te preocupes, pronto encontrarás otro trabajo. Puede incluso que ya no tengas que asustar para existir. Estoy convencida de que si te concentras en lo que sabes hacer, encontrarás algo mucho mejor que el tren fantasma. Y no hagas ningún drama con el regreso de Joe. No quiero a nadie más que a ti, ¿me oyes?

Estas pocas palabras prenden en mi interior, luego se extinguen enseguida. La angustia teje una tela de araña en mi garganta, mi voz está atrapada en la trampa. Me gustaría parecer fuerte, pero me derrumbo por todas partes. ¡Vamos, mi viejo tambor, hay que aguantar el golpe!

Intento reavivar la mecánica de mi corazón, pero no importa, me hundo en las brumas sombrías de mis recuerdos de infancia. Como en la escuela, el miedo toma el control. ¡Oh, Madeleine, cómo te enfurecerás…! Pero me gustaría tanto que vinieras a susurrarme tus «Love is dangerous for your tiny heart» al hueco de mi oído esta noche. Tengo tanta necesidad de verte en estos momentos…

El sol tropieza contra el techo del tren fantasma. En el reloj de mi corazón es mediodía en punto. Mientras espero a Joe, mi piel de pelirrojo se enciende tranquilamente. Tres aves de presa dan vueltas en silencio.

Ha vuelto para vengarse de mí, y quitarme a Miss Acacia representaría evidentemente la venganza absoluta, lo sé. Le espero. Las arcadas de la Alhambra se tragan sus sombras. Una gota de sudor perlea sobre mi frente y cae en mi ojo derecho. La sal que deposita desencadena una lágrima.

Joe aparece en la esquina de la calle principal que atraviesa el Extraordinarium. Tiemblo, más de rabia que de miedo, al fin. Adopto una actitud que quiere ser desenvuelta, mientras bajo mi piel los engranajes se carbonizan. Las palpitaciones de mi corazón arman más ruido que la pala de un sepulturero.

Joe se queda inmóvil a una decena de metros, justo enfrente de mí. Su sombra lame el polvo de sus pasos.

—Quería volver a verte, pero no para vengarme, en contra de lo que puedas pensar.

Su voz sigue siendo un arma temible. Como la de Brigitte Heim, tiene el don de hacer estallar los cristales de mis sueños.

—Yo no pienso nada. Me has humillado y maltratado durante años. Un día, la situación terminó de manera sangrienta por ese motivo. Me parece que estamos en paz.

—Reconozco haberte hecho daño marginándote voluntariamente en la escuela. Comprendí tu sufrimiento después de que todo ocurriera, cuando me encontré sin un ojo. Vi las miradas de terror. Sentí cómo la gente cambiaba su comportamiento. Algunos me evitaban como si fuera contagioso, como si hablándome, fueran a perder sus propios ojos. Tomé conciencia día tras día del mal que podía haberte hecho…

—Pero no has cruzado media Europa para venir a disculparte, supongo.

—No, tienes razón. Aún tenemos algunas cuentas pendientes. ¿No te preguntaste jamás por qué me encarnicé contigo?

—Al principio sí… Intenté incluso hablar contigo, pero te comportabas de manera distante e inaccesible. Ya sabes, yo vivía en casa de «la bruja que ayuda a nacer a los niños del vientre de las putas», yo mismo, sin duda, debía de «haber salido del vientre de alguna puta», para citar lo que me repetías amablemente a lo largo de toda la jornada… Y además era nuevo, el más pequeño de la clase, y mi corazón hacía ruidos extraños; era fácil burlarse de mí y dominarme psíquicamente. La presa ideal, en una palabra… Hasta ese famoso día en que cruzaste el límite.

—En parte es cierto. Pero me cebé contigo ante todo porque el primer día de clase me preguntaste si conocía a la que en aquella época llamabas «la pequeña cantante». Ese mismo día, para mí, firmaste tu condena a muerte. Estaba loco de amor. Durante todo el año anterior a tu llegada intenté acercarme sin éxito a Miss Acacia. Pero un día de primavera, mientras ella patinaba sobre el río helado, canturreando como tenía por costumbre, el hielo se rompió bajo sus pies. Gracias a mis largas piernas y a mis grandes brazos, logré sacarla de ese mal paso. Habría podido morir. La veo aún tiritar en mis brazos. Desde aquel día, ya no nos separamos hasta que comenzó el verano. Jamás había sentido tanta felicidad. Pero el primer día de escuela, después de haber pasado el verano soñando con volver a verla, me entero de que se quedó en Granada, que nadie sabe cuándo va a volver.

En boca de Joe, la palabra «soñando» me produce el mismo efecto de incongruencia que un pastor alemán degustando un cruasán con la atención puesta en no llenarse de migas todo el podrido pelaje.

—¡Y tú, aterrizas ese mismo día con tus aires de duende para decirme que quieres encontrarla y regalarle unas gafas! No contento con sufrir por su ausencia, me encuentro cara a cara contigo que redoblas mis celos dándome a conocer el espantoso punto en común que nos une aún hoy: el amor loco por Miss Acacia. Me acuerdo del ruido que hacía tu corazón cuando hablabas de ella. Te odié desde ese mismo instante. El ruido de tu tic-tac representaba para mí el instrumento de medida del tiempo que se escapaba sin ella. Un instrumento de tortura colmado con tus propios sueños de amor por mi Miss Acacia.

—Eso no justifica las humillaciones diarias a las que me sometiste, ¡yo no podía adivinar lo que había sucedido antes de mi llegada!

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