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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza

BOOK: La mejor venganza
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LA MEJOR VENGANZA La guerra puede ser un infierno, pero para Monza Murcatto, la Serpiente de Talins, a sueldo del duque Orso, también es una forma excelente de hacer dinero. Sus victorias la han hecho muy popular, quizá demasiado para el gusto de Orso. Traicionada y dada por muerta, la recompensa de Murcatto es un cuerpo desfigurado y una sed de venganza que no se detendrá ante nada.Sus aliados son el borracho menos fiable de Styria, el envenenador más traicionero de Styria, un asesino en serie obsesionado con los números y un bárbaro que quiere enderezar su vida. Entre sus enemigos están los más poderosos del país, y eso antes de que el Orso envíe al hombre más peligroso para acabar con ella. La mejor venganza es una novela independiente que tiene todas las características que hicieron un éxito de la trilogía La primera Ley. «Entre sus personajes hay tiranos y torturadores, un par de envenenadores, un asesino en serie, un borracho traidor, un oscuro bárbaro y un sangriento mercenario. Y éstos son los buenos. Las batallas son vívidas y viscerales, la acción brutal, el ritmo imparable y Abercrombie amontona las traiciones y los giros de la trama de forma que no dejamos de preguntarnos cómo acabará todo. Éste es su mejor libro hasta el momento. » George RR Martin. Elegido entre los diez mejores libros de 2009 por los lectores de SF Site. Seleccionado por Amazon como una de las mejores publicaciones del género en 2009.Libro favorito de SFFWorld en 2009.Finalista del British Fantasy Award 2010.Finalista del David Gemmel Legend Award 2010.

Joe Abercrombie

La mejor venganza

ePUB v1.0

GranOso
11.04.12

Autor:
Abercrombie, Joe

Titulo original:
Best Served Cold

Fecha edicion original:
Junio 2009

Traducción:
Javier Martin Lalada

©2010,
Alianza Editorial, S.A.

Colección: Runas

Fecha primera edición:
Septiembre 2010

ISBN: 9788420683324

Para Grace.

Un día leerás esto

y te sentirás algo inquieta

Benna Murcatto salva una vida

El amanecer tenía el color de la sangre enferma. Huía del este y manchaba de rojo el cielo oscuro, dando a los jirones de nubes un color dorado que no les pertenecía. Bajo él, la carretera se retorcía montaña arriba, hacia la fortaleza de Fontezarmo, un cúmulo de torres bajas de color ceniza oscuro que se recortaba ante los cielos heridos. El amanecer era rojo, negro y oro.

Los colores de su profesión.

—Monza, esta mañana estás especialmente hermosa.

Ella suspiró como si aquella circunstancia fuese accidental. Como si no hubiera pasado una hora acicalándose ante el espejo.

—Las cosas son lo que son. Y el hecho de decir cómo son no tiene mérito. Acabas de demostrar que no estás ciego, sólo eso —dijo, mientras se desperezaba en la silla de montar y hacía una larga pausa, para luego añadir—: Pero sigue diciéndome cosas.

Él se aclaró sonoramente la garganta y alargó una mano como el mal actor que se dispone a soltar su parlamento.

—Tu cabello es como… ¡un velo de arena que rielase!

—Eres un gallito presumido. ¿Ayer qué era? ¿Una cortina de medianoche? Eso me gustó más, tenía cierta poesía. Aunque mala, pero sigue.

—Mierda —miró hacia las nubes y bizqueó—. Entonces diré que tus ojos relucen como zafiros penetrantes y sin precio.

—¿Acaso tengo ahora piedras en la cara?

—Tus labios son como pétalos de rosa.

Ella le escupió, pero él anduvo listo y se apartó, de suerte que el escupitajo pasó cerca de su caballo y cayó en las piedras resecas que se encontraban junto al sendero.

—Eso es para que tus rosas crezcan más rápido, capullo. Puedes hacerlo mejor.

—Cada día es más difícil —murmuró él—. La joya que te regalé te queda muy bonita.

Ella alzó la mano derecha para admirarla, un rubí tan grande como una almendra, que atrapaba los primeros destellos de la luz del sol y relucía como una herida abierta.

—Me han hecho regalos peores —dijo.

—Le pega a tu temperamento tan fogoso.

Ella lanzó una risotada mientras decía:

—Y a mi reputación sangrienta.

—¡A la mierda tu reputación! ¡Sólo sirve para que cotilleen los idiotas! Eres un sueño. Una visión. Eres como… —chasqueó los dedos— ¡la mismísima diosa de la guerra!

—Una diosa, ¿eh?

—De la guerra. ¿Te gusta?

—No está mal. Si puedes besarle el culo al duque Orso la mitad de bien que piropeas, quizá nos dé un premio.

—Sólo hay una cosa que me guste más que el amanecer: mirar las nalgas llenas y redondas de Su Excelencia. Es como contemplar… el poder —Benna fruncía los labios en una mueca.

Los cascos de los caballos golpeaban el arenoso sendero, las sillas crujían y los arneses tintineaban. El camino iba sin parar de un lado para otro. El resto del mundo se desplazaba bajo ellos. El cielo del este se desangró, pasando del rojo a un rosa de matadero. El río surgió lentamente ante su vista, serpenteando entre los bosques otoñales que circundaban la base del empapado valle. Centelleante, como un ejército en marcha, corriendo rápido e implacable hacia el mar. Hacia Talins.

—Estoy esperando —dijo él.

—¿El qué?

—Los cumplidos que ahora te toca decir a ti, por supuesto.

—Si no se te quitan esos humos de la cabeza, te va a estallar de mala manera —retorció los puños de seda de su camisa—. Y no quiero tus sesos encima de mi camisa nueva.

—¡Me has matado! —Benna se llevó una mano al pecho—. Zorra desalmada, ¿así es como me pagas la devoción que he mostrado por ti todos estos años?

—Campesino, ¿cómo te atreves a presumir de la devoción que sientes por mí? ¡Es como si una garrapata sintiera devoción por un tigre!

—¿Un tigre? ¡Vaya! Cuando te comparan con un animal, siempre sale a relucir una serpiente.

—Mejor eso que un gusano.

—Furcia.

—Cobarde.

—Asesina.

Apenas podía negar aquel último apelativo. El silencio cayó nuevamente sobre ellos. Un pájaro gorjeó desde el árbol sediento que se encontraba junto al camino. Benna acercó poco a poco su caballo al suyo y murmuró cortésmente:

—Monza, esta mañana estás especialmente hermosa.

Una sonrisa asomó por una de las comisuras de su boca. Por el lado que él no podía ver.

—Bueno, las cosas son lo que son.

Ella espoleó su caballo, y la muralla exterior de la ciudadela de Fontezarmo salió a su encuentro. El estrecho puente que cruzaba un vertiginoso precipicio terminaba ante la barbacana, cubierto todo él por las chispeantes gotas de agua que caían. En su extremo se abría, bostezante, una puerta que parecía conducir a la tumba.

—Han reforzado las murallas en el último año —musitó Benna—. No me gustaría tener que atacar este sitio.

—¿No irás a pretender ahora que tienes los redaños suficientes para subir por una escala?

—No me gustaría tener que ordenar a alguien que atacase este sitio.

—¿No irás a pretender ahora que tienes los redaños suficientes para dar órdenes?

—Pues no.

Ella se inclinó con cuidado en la silla de montar y miró la pendiente muy empinada que quedaba a su izquierda. Luego echó un vistazo a la escarpada muralla de su derecha, cuyas almenas formaban una negra línea mellada que se recortaba contra el brillante cielo, y comentó:

—Es como si temiera que alguien pudiese matarle.

—¿Entonces… tiene muchos enemigos? —preguntó Benna con un susurro, abriendo unos ojos tan grandes como platos y esbozando una mueca de sorpresa.

—Sólo media Styria.

—Y yo, que me había empeñado tanto en ser popular… —Pasaban al trote entre dos soldados de rostro severo, con lanzas y bonetes de hierro tan relimpios que tenían un resplandor asesino. Los cascos de los caballos resonaban en la oscuridad del largo túnel, que comenzaba a hacerse más empinado—. Ahora tienes ese aspecto…

—¿Qué aspecto?

—Ya basta de bromas por hoy.

—Uh —ella sintió que una mueca archiconocida afloraba en su rostro—. Tú puedes permitirte una sonrisa. Eres el bueno.

Al otro lado de las puertas el mundo era diferente, el aire estaba cargado con olor a lavanda y, después de recorrer la gris ladera de la montaña, parecía llenarse con un color verde brillante. Un mundo de césped cortado al ras, de setos torturados para que adquiriesen formas irreales, de fuentes que lanzaban hacia lo alto su reluciente lluvia. Unos guardias siniestros, con la cruz negra de Talins sobre sus blancas sobrevestes, aguaban delante de todas las puertas tan bonito espectáculo.

—Monza…

—¿Sí?

—Que sea la última campaña que hacemos —Benna intentaba convencerla—. El último verano que nos arrastramos por el polvo. Busquemos una actividad más placentera. Ahora, que aún somos jóvenes.

—¿Y qué hacemos con las Mil Espadas, ahora ya casi diez mil, que nos buscan a la espera de órdenes?

—Que nos sigan buscando. Se unieron a nosotros para saquear y nosotros hemos cumplido. Su lealtad nunca va más allá de su propio beneficio.

Ella tuvo que admitir que las Mil Espadas nunca habían representado lo mejor de la humanidad, ni siquiera lo mejor de los mercenarios. La mayoría de sus miembros sólo se encontraban un peldaño por encima de los criminales. Los demás estaban un peldaño por debajo. Pero ésa no era la cuestión. Por eso dijo con un gruñido:

—En esta vida hay que tener apego por algo.

—No sé por qué.

—Como siempre. Una campaña más y Visserine caerá, Rogont se rendirá y la Liga de los Ocho sólo será un mal recuerdo. Orso podrá coronarse a sí mismo rey de Styria, y entonces nosotros nos esfumaremos y nadie nos recordará.

—Merecemos que nos recuerden. Podríamos tener nuestra propia ciudad. Tú podrías ser la noble duquesa Monzcarro de… donde sea…

—¿Y tú el impávido duque Benna? —rió mientras lo decía—. Eres tonto del culo. Apenas podrías gobernar tus propias tripas sin mi ayuda. La guerra es un negocio bastante turbio, y yo no domino la política. Si Orso acaba siendo coronado, nos retiramos.

Benna suspiró y dijo:

—Suponía que éramos mercenarios. A Cosca jamás le gustaron los tipos como él.

—Pero yo no soy Cosca. De cualquier modo, no es prudente negarle nada al señor de Talins.

—Pero si te gusta luchar…

—No. Me gusta ganar. Sólo una campaña más y luego veremos mundo. Visitaremos el Viejo Imperio. Recorreremos las Mil Islas. Navegaremos hasta Adua y nos hospedaremos en la Casa del Hacedor. Viajaremos por todas partes —Benna puso mala cara, como siempre que algo no le gustaba. Pero, aunque pusiera mala cara, no le llevó la contraria. En ocasiones era consciente de que ella debía tomar la iniciativa—. Puesto que sólo nos diferenciamos en un par de pelotas, ¿nunca has sentido la necesidad de hacerte con unas?

—A ti te sientan mejor. Además, también te tocó el cerebro. Mejor será que sigamos juntos.

—¿Y tú qué sacarás de todo esto?

—La sonrisa de la victoria —Benna hizo una mueca.

—Pues, entonces, sonríe. Sólo una campaña más. —Bajó con un salto de la silla, enderezó el tahalí de su espada, lanzó las riendas hacia el mozo de cuadra y se encaminó a grandes pasos hacia la puerta interior de la entrada. Benna tuvo que seguirla a la carrera, porque, al echar a andar, se había enredado con su propia espada. Para ser una persona que vivía de la guerra, era un desastre en todo lo que tuviese que ver con las armas.

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