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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

La mejor venganza (10 page)

BOOK: La mejor venganza
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—Ella dijo que estaría aquí —Escalofríos casi hablaba entre dientes.

—¿Ella? —su mano fue a la empuñadura del cuchillo—. ¿Quién diablos eres…?

—Por aquí, viejo capullo —salió por detrás del tronco de un árbol y se quedó bajo un retazo de luz, con la capucha quitada. Escalofríos pudo verla con claridad, aún más guapa que antes, y también más resuelta. Muy guapa y muy resuelta, con una sutil línea roja a un lado del cuello, muy parecida a la que se les queda a los ahorcados. Enarcaba las cejas, apretaba los labios, entornaba los ojos y miraba fijamente al frente. Como si se preparara para tirar abajo una puerta con la cabeza y el resultado le importase un carajo.

La cara de Sajaam estaba igual de flácida que una camisa empapada.

—Sigues viva.

—Tan agudo como siempre.

—Pero me habían dicho…

—Pues no.

—No deberías estar en Talins, Murcatto —el viejo no había tardado mucho en atar cabos—. Ni siquiera a ciento cincuenta kilómetros de Talins. Y, lo que es más importante, ni siquiera a mil quinientos de mí —lanzó un juramento en una lengua que Escalofríos no conocía, y luego ladeó la cabeza hacia el oscuro cielo—. Dios, Dios, ¿por qué no me darías una vida más honrada?

—Porque no tienes los suficientes redaños para sobrellevarla —la mujer lanzó un bufido— Por eso, y porque te gusta demasiado el dinero.

—Lamentablemente, todo eso es cierto —aunque hablasen como antiguos amigos, la mano de Sajaam no había soltado el cuchillo—. ¿Qué quieres?

—Que me ayudes a matar a unos cuantos hombres.

—¡Vaya! La Carnicera de Caprile me necesita para que le ayude a matar. Con tal de que ninguno de ellos se encuentre demasiado cerca del duque Orso…

—Él será el último.

—Oh, zorra loca —Sajaam bajó lentamente la cabeza—. Cuánto te gusta ponerme a prueba, Monzcarro. Cuánto te gustó siempre ponernos a prueba a todos. Jamás lo conseguirás. Jamás, aunque esperes a que el sol se apague.

—¿Y si lo consiguiera? Dime que no lo has estado deseando todos estos años.

—¿Te refieres a todos esos años en los que tú recorrías Styria a sangre y fuego en su nombre? ¿Contenta de aceptar sus órdenes y su dinero, y de lamerle el culo como hace el cachorrillo con el hueso que acaba de encontrar? ¿Te refieres a todos esos años? No recuerdo que me ofrecieras tu hombro para llorar en él.

—Mató a Benna.

—¿De veras? Los pasquines decían que los agentes del duque Rogont os habían cogido a los dos —Sajaam señaló con el dedo varios papeles viejos que se agitaban en la pared situada detrás de Monza. En ellos aparecían los rostros de una mujer y de un hombre. Con una punzada en el estómago, Escalofríos vio que aquel rostro de mujer era el de Monza—. Asesinados por la Liga de los Ocho. Todo el mundo se sintió conmovido.

—No estoy de humor para burlas, Sajaam.

—¿Y cuándo lo estás? Pero no es broma. Fuiste una heroína para esa gente. Así te llamaron, porque habías matado a tantos que lo de «asesina» se quedaba corto. Orso hizo un gran discurso y dijo que todos teníamos que pelear más que nunca para vengarte, y todo el mundo lloró. Lo lamento por Benna. Siempre me gustó ese chico. Pero me he reconciliado con mis demonios. Y tú deberías hacer lo mismo.

—Los muertos pueden olvidar. Los muertos pueden ser olvidados. Los demás tenemos mejores cosas por hacer. Necesito tu ayuda. Me la debes. Salda tu deuda, bastardo.

Durante un buen rato, ambos se miraron con cara de pocos amigos. Luego, aquel hombre mayor dio un largo suspiro y dijo:

—Siempre dije que serías mi muerte. ¿Qué quieres de mí?

—Que me des alguna dirección. Que me presentes a alguien de aquí o de allá. Eso es lo que ahora haces, ¿no es así?

—Conozco a cierta gente.

—Entonces necesito un hombre de cabeza fría y brazo decidido. Un hombre que no se aturrulle al ver la sangre vertida.

Dio la impresión de que Sajaam recapacitaba acerca de lo que le había dicho. Luego volvió la cabeza y dijo por encima del hombro:

—Amistoso, ¿conoces a alguien con esas características?

Un ruido de pasos hirió las tinieblas del camino por donde había llegado Escalofríos. Al parecer, alguien había estado siguiéndoles, y muy bien, por cierto. La mujer se agachó para adoptar una postura de combate, entornó la mirada y llevó su mano izquierda a la empuñadura de la espada. Escalofríos habría cogido un arma en caso de tener una, pero había vendido la suya en Uffrith y su cuchillo lo tenía Sajaam. Así que se contentó con abrir y cerrar la mano, lo cual no servía para nada.

El recién llegado se acercó con parsimonia, se agachó y bajó la mirada. Aunque fuese media cabeza más bajo que Escalofríos, su apariencia maciza daba miedo, porque tenía el cuello más ancho que la cabeza y unas manos enormes que colgaban por las mangas de su tupida casaca.

—Amistoso —Sajaam era todo sonrisas por la sorpresa que el recién llegado les había causado—, te presento a una antigua amiga llamada Murcatto. Si no tienes nada que objetar, estarás a su servicio durante una temporada. —El hombre encogió sus pesados hombros—. ¿Cómo me dijiste que te llamabas?

—Escalofríos.

Los ojos de Amistoso se elevaron por un instante y luego volvieron a mirar el suelo, para no apartarse de él. Unos ojos tristes y extraños. Durante un momento se hizo el silencio.

—¿Es buena persona? —preguntó Murcatto.

—La mejor que conozco. O la peor, si estás en el bando contrario. Me lo encontré en Seguridad.

—¿Qué hizo para que lo encerraran allí junto con tus semejantes?

—De todo, y más.

Más silencio.

—Para llamarse Amistoso, no parece que sea muy amigo de hablar.

—Es lo primero que pensé cuando me lo encontré —dijo Sajaam—. Supongo que le pusieron ese nombre con algo de ironía.

—¿Ironía? ¿En una prisión?

—A la prisión llega todo tipo de gente. Algunos tenemos sentido del humor.

—Si tú lo dices. Creo que voy a fumarme unas cáscaras.

—¿Tú? Eso le habría ido al estilo de tu hermano. ¿Para qué quieres fumar cáscaras?

—Viejo, ¿desde cuándo les preguntas a tus clientes por qué quieren tu mercancía?

—Buen punto —se sacó algo del bolsillo y lo lanzó a la mujer, que lo recogió en el aire.

—Ya te avisaré cuando necesite más.

—¡El enfado me durará horas! ¡Siempre dije que serías mi muerte, Monzcarro! —Sajaam se apartó—. Mi muerte.

Escalofríos se le acercó para decir:

—Mi cuchillo —aunque no hubiese comprendido qué quería decir eso de «buen punto», sabía cuándo estaba metido en algo turbio y sangriento. Algo en lo que iba a necesitar una buena hoja.

—Con mucho gusto —Sajaam lo depositó en la palma de la mano de Escalofríos, que la bajó un poco por todo lo que pesaba—. Me siento en la obligación de aconsejarte que, si ya has decidido estar a su servicio, te hagas con una hoja más larga —Escalofríos echó una mirada a su alrededor y asintió lentamente—. ¿Vosotros tres, héroes, vais a acabar con el duque Orso? Cuando le matéis, ¿querréis hacerme un favor? Que lo hagáis rápidamente y que mi nombre no salga a relucir —y con aquella recomendación tan singular, echó a caminar, tambaleándose, y desapareció en la noche.

Cuando Escalofríos se volvió, la mujer apellidada Murcatto le miró directamente a los ojos y dijo:

—¿Qué pasa contigo? El oficio de pescador es una mierda. Casi tanto como el de granjero, aunque huele mucho peor —levantó la mano enguantada y la plata brilló dentro de su palma—. Sigo necesitando otro hombre. Dime, ¿te conformas con esta escama o te gustaría tener cincuenta más?

Escalofríos lanzó una extraña mirada al metal que relucía. En su época de combatiente, había matado por mucho menos. Batallas, disputas, peleas, en todas las situaciones y en cualquier tiempo. No siempre justas, aunque en ocasiones sirvieran para hacer algo de justicia. Nunca un asesinato, sino una venta de sangre y un pago por ella.

—Ese hombre al que vamos a matar… ¿qué le hizo?

—Te pago cincuenta escamas por su cadáver. ¿No te basta con esto?

—No.

—Veo que eres uno de ellos —le miró enfadada. De alguna manera, su mirada franca comenzaba a crearle problemas.

—¿Uno de quiénes?

—Uno de esos hombres que se mueren por los motivos. Que necesitan excusas. Tío, eres muy peligroso. Difícil de predecir —se encogió de hombros—. Pero si eso te ayuda…, te diré que mató a mi hermano.

Escalofríos parpadeó. El hecho de escuchar aquella confesión le hizo revivir aquel día, para recordar lo sucedido con mayor nitidez que nunca. Veía la cara gris de su padre y comprendía. Le decía que a su hermano lo habían asesinado mientras pedía merced. Junto a las cenizas del salón, con las lágrimas en los ojos, juraba que se cobraría venganza. Un juramento que había decidido romper para dejar atrás la sangre y ser mejor persona.

Y ahí estaba ella, salida de la nada, ofreciéndole otra posibilidad para vengarse.
Mató a mi hermano
. Se sintió como si hubiera dicho «no» a todo. Aunque quizá sólo fuera porque necesitaba dinero.

—A la mierda —dijo—. Deme las cincuenta escamas.

Seis y uno

Los dados sacaron seis y uno. Pero la puntuación más alta puede llegar a convertirse en la más baja. Algo parecido a la vida de Amistoso. El terrible vértigo que se siente en lo más alto del triunfo. Y luego al bajar de él.

Seis más uno eran siete. Amistoso tenía siete años cuando cometió su primer delito. Pero seis años después fue capturado y condenado por primera vez. Fue cuando escribió su nombre en el gran libro y pasó los primeros días en Seguridad. Aunque supiera que había sido por robar, apenas podía recordar por qué. Pero sí estaba seguro de por qué no lo recordaba. No lo recordaba porque sus padres habían trabajado mucho para darle todo lo que necesitaba. Y, aun así, había robado. Quizá lo hiciera porque algunas personas nacen para hacer cosas malas. Eso le habían dicho los jueces.

Recogió los dados, los agitó dentro del puño y luego los mandó a rodar nuevamente por el suelo, mirándolos mientras caían. Con la alegría premonitoria de siempre. Los dados pueden conseguir cualquier resultado antes de detenerse. Vio cómo giraban, ya fuera a favor o en contra de su vida y de la del norteño. Todas las vidas de la gran ciudad de Talins giraban con ellos.

Seis y uno.

Amistoso esbozó una mueca. La probabilidad de volver a sacar un seis y un uno eran de uno entre dieciocho. Mirando al futuro, alguien hubiera dicho que era muy pequeña. Pero mirando al pasado, como él hacía en aquellos momentos, la posibilidad de sacar otra puntuación era cero. ¿Qué es el futuro? Algo lleno de posibilidades. ¿Qué es el pasado? Algo muerto y tieso, como la pasta que se convierte en pan. No había vuelta atrás.

—¿Qué dicen los dados?

Amistoso levantó la mirada mientras recogía los dados con el extremo de la mano. El tal Escalofríos era un individuo grande, aunque no tan fibroso como algunos tipos altos. Fuerte. Pero no como un granjero o un agricultor. No era lento. Conocía su oficio. Amistoso sabía interpretar cualquier indicio. En Seguridad tienes que calcular en un instante si un hombre encierra o no una amenaza. Calcularla, tenerla en cuenta y no dudar nunca de ella.

Quizá hubiera sido soldado, a juzgar por sus cicatrices, la expresión de su rostro y el modo en que sus ojos miraban antes de decidirse a hacer algo violento. No una mirada tranquila, sino alerta. No la mirada que se tiene antes de echar a correr o de buscar la manera de huir. Son muy pocos los hombres que mantienen la cabeza alta cuando comienzan los problemas. En la delgada muñeca de su mano izquierda tenía una cicatriz que, vista desde cierto ángulo, parecía un siete. Aquel día, el siete era un buen número.

—Los dados no dicen nada. Sólo son dados.

—Entonces, ¿por qué los tiras?

—Son dados. ¿Qué otra cosa quieres que haga con ellos?

Amistoso cerró los ojos, cerró el puño donde estaban los dados y se lo acercó a una mejilla, sintiendo en la palma de la mano su calor y sus aristas redondeadas. Mientras esperaban a que los soltase, ¿qué número sacarían para él? ¿Otra vez seis y uno? Una pizca de excitación. La probabilidad de sacar seis y uno por tercera vez era de una entre trescientas veinticuatro. Trescientas veinticuatro eran las celdas que había en Seguridad. Un buen presagio.

—Ahí están —susurró el norteño.

Eran cuatro. Tres hombres y una fulana. En el aire helado, Amistoso podía distinguir el suave tañido de la campanilla de la mujer y la risotada de uno de los hombres. Estaban borrachos, siluetas sin forma que bajaban a duras penas por el callejón a oscuras. Los dados tendrían que esperar.

Suspiró, los envolvió cuidadosamente con la gamuza donde siempre los guardaba, una, dos, tres veces, y entonces, bien apretados, los introdujo a salvo en la oscuridad de su bolsillo interior. Aunque a él también le habría gustado estar cómodo y seguro en algún lugar oscuro, así estaban las cosas. No había vuelta atrás. Se levantó y se quitó de las rodillas la porquería de la calle.

—¿Cuál es el plan? —preguntó Escalofríos.

—Seis y uno —dijo Amistoso, encogiéndose de hombros.

Se puso la capucha y echó a andar, agachado y con las manos en los bolsillos. La luz de una ventana bastante alta iluminaba el grupo mientras ellos se iban acercando. Cuatro grotescas máscaras de carnaval que lanzaban las risotadas impúdicas de los borrachos. El hombre alto del centro tenía un rostro suave de ojillos vivos y expresión avariciosa. La mujer pintarrajeada que iba a su lado apenas se tenía en pie a causa de sus zapatos de tacón alto. El hombre de la izquierda, delgado y barbudo, le sonreía a ella con afectación. El de la derecha se enjugaba la lágrima de felicidad que corría por su mejilla gris.

—Y entonces, ¿qué? —dijo, chillando en medio de su parloteo, mucho más alto de lo que habría sido necesario.

—¿Tú qué crees? Le di de patadas hasta que se rompió —una nueva oleada de risas, mientras la voz en falsete de la mujer hacía de contrapunto a la de bajo del hombre—. Ya te he dicho que al duque Orso le gustan los hombres que dicen «sí», maldito mentiroso…

—¿Gobba? —preguntó Amistoso.

Volvió rápidamente la cabeza y la sonrisa se borró de su rostro blando. Amistoso se detuvo. Después de tirar los dados había dado cuarenta y un pasos. Seis más uno son siete. Siete por seis son cuarenta y dos. Quítale uno…

—¿Quién eres? —preguntó Gobba con un gruñido.

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