La mejor venganza (38 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Tags: #Fantasía

BOOK: La mejor venganza
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—¿Y Ario? —musitó Eider, que se había quedado muy pálida.

Monza la miró a los ojos cuando dijo:

—Todo lo muerto que se puede estar.

—¿Y el rey? —su voz casi era un susurro.

—Vivo. Al menos cuando yo le dejé. Pero al edificio le dio después por arder. Supongo que acabarían sacándole de allí.

Eider miró al suelo, llevó una mano enguantada a una de sus sienes y dijo:

—Esperaba tu fracaso.

—No ha habido suerte.

—Pues entonces habrá consecuencias. Cuando se hace algo como lo que acabas de hacer, hay consecuencias. Algunas las verás venir, otras no —alargó una mano—. Mi antídoto.

—No lo hay.

—¡He cumplido mi parte del trato!

—No había veneno. Sólo se te clavó una simple aguja. Eres libre.

—¿Libre? —la risa de Eider ocultaba su desesperación—. ¡Orso no parará hasta que me dé de comer a sus perros! Quizá pueda llevarle la delantera, pero nunca iré por delante del Lisiado. Le traicioné y arriesgué la vida de su preciado rey. No lo pasará por alto. Jamás pasa nada por alto. ¿Estás contenta?

—Hablas como si hubiese tenido otra opción. O bien mueren Orso y los demás, o bien muero yo. Eso es todo. Estar contento o no, nada tiene que ver con todo esto —Monza se encogió de hombros mientras se volvía para irse—. Mejor harías en salir corriendo.

—He mandado una carta.

—¿Una carta? —Monza se detuvo y se volvió para mirarla.

—Hoy, a primera hora. Al gran duque Orso. Como la escribí de una manera un tanto apasionada, no recuerdo exactamente todo lo que dije en ella. Creo haber mencionado el nombre de Shylo Vitari. Y el de Nicomo Cosca.

Cosca movió una mano, como no dándole importancia, y dijo:

—Siempre he tenido un montón de enemigos poderosos. Lo considero una cuestión de orgullo. Enumerarlos se convierte en un excelente tema de conversación a la hora de comer.

Eider dejó de mirar con sorna al viejo mercenario y se enfrentó a Monza.

—Esos dos nombres, y también el de Murcatto.

—Murcatto —Monza acababa de fruncir el ceño.

—¿Acaso me habíais tomado por una idiota? Sé quiénes sois, y ahora también lo sabrá Orso. Que estás viva, que has matado a su hijo y que ellos te han ayudado. Quizá sea una venganza insignificante, pero era la única que me quedaba.

—¿Venganza? —Monza asintió lentamente—. Bueno. Todos estamos en esto. Las cosas habrían salido mejor si no hubieras hecho esa tontería —la Calvez se estremeció cuando Monza puso una mano encima de su empuñadura.

—Vaya, ¿quieres matarme por eso? ¡Bah! ¡Si ya estoy muerta!

—Entonces, ¿para qué molestarme? No estás en mi lista. Puedes irte —Eider se la quedó mirando durante un momento con la boca entreabierta, como si fuese a decir algo; luego la cerró y se volvió hacia la puerta—. ¿No vas a desearme buena suerte?

—¿Cómo?

—Vista la situación, tu única esperanza es que mate a Orso.

La que fuera amante de Ario se detuvo en el umbral y dijo:

—¡Pues que tengas una suerte bestial! —y se fue.

IV. VISSERINE

«
La guerra sin fuego vale tan poco como las salchichas sin mostaza.
»

ENRIQUE V

Las Mil Espadas lucharon a favor de Ospria y en contra de Muris. Lucharon a favor de Muris y en contra de Sipani. Lucharon a favor de Sipani y en contra de Muris, y luego nuevamente a favor de Ospria. Entre contrato y contrato, saquearon Oprile por puro capricho. Un mes después, considerando que quizá no hubieran sido muy minuciosos, volvieron a saquearla, dejando de ella sólo unas ruinas humeantes. Luchaban a favor de cualquiera contra quien fuese, y por quien fuese en contra de cualquiera y, mientras tanto, apenas combatían.

Porque se limitaban al robo y al saqueo, al incendio y al pillaje, a la violación y a la extorsión.

A Nicomo Cosca le gustaba rodearse de todo aquello que pudiera hacerle parecer un individuo extraño y romántico. Y como una espadachina de diecinueve años, que nunca se separaba de su hermano más joven, cuadraba con aquella idea, siempre los tenía muy cerca de sí. Al principio le parecieron interesantes. Luego útiles. Y al final indispensables.

Él y Monza salían a entrenarse juntos durante las frías mañanas…, el fulgor y el choque de los aceros, el jadeo y el aliento de la respiración entrecortada. Como él era el más fuerte y ella la más rápida, quedaban a la par. Les gustaba insultarse, zaherirse y reír. La gente de la compañía se reunía para observarlos, riendo al ver cómo su capitán era superado en ocasiones por una chica que tenía la mitad de su edad. Todos reían, excepto Benna. El no era un espadachín.

Pero tenía talento para los números y se encargaba de las cuentas de la compañía, de comprar las provisiones, de la administración y reventa del botín y de la distribución de las ganancias. Y como a todos les hacía ganar mucho dinero sin tener que molestarse, no tardó en ser muy querido.

Monza era una estudiante aplicada. Aprendió lo que habían escrito Stolicus, Verturio, Bialoveld y Farans. Aprendió todo lo que Nicomo Cosca podía enseñarle. Aprendió táctica y estrategia, maniobra y logística, cómo interpretar el terreno y cómo interpretar al enemigo. Primero aprendió viendo, y luego aprendió haciendo. Aprendió todas las artes y las ciencias que eran útiles al soldado.

—Tienes el diablo metido en el cuerpo —le decía Cosca cuando estaba borracho, lo que era frecuente. Ella le salvó la vida en Muris y luego él salvó la suya. Todos rieron, excepto Benna. El no le había salvado la vida a nadie.

Cuando el viejo Sazine murió de un flechazo, los capitanes de las compañías que habían fundado las Mil Espadas votaron a Nicomo Cosca para el puesto de capitán general. Monza y Benna fueron con él. Entonces ella le preguntó cuáles eran sus órdenes. Pero como él estaba completamente borracho, Monza dio las órdenes que creía convenientes, haciéndolas pasar por las de él. Y nadie sospechó nada, porque aquellas órdenes eran las mejores de todas las que él les había dado, incluso cuando estaba sobrio.

Mientras los meses pasaban y se convertían en años, comenzó a estar cada vez menos sobrio. Las únicas órdenes que daba tenían lugar en la taberna. Su único compañero en los entrenamientos era la botella. Cuando las Mil Espadas conquistaron parte de la región y llegó el momento de ponerse en marcha, Monza buscó a Cosca por todas las tabernas, los fumaderos y los burdeles, y se lo llevó consigo.

Si a ella no le agradó tener que hacerlo, a Benna le gustó aún menos ver que lo hacía; pero como Cosca les había dado un hogar, se lo debían. Por eso mismo, Monza tuvo que hacer de tripas corazón. Mientras, al amparo de la oscuridad, regresaban al campamento y él tropezaba por todo lo que había bebido y ella también, por todo lo que pesaba, Cosca le dijo al oído:

—Monza, Monza, ¿qué haría yo sin ti?

Entonces, venganza

Con un tintineo metálico, las relucientes botas de caballería del general Ganmark avanzaban por el reluciente suelo. Los zapatos del chambelán las seguían con una especie de quejido. Los ecos de unas y de otros resonaban en las iluminadas paredes y en el enorme espacio vacío, desplazando, por la prisa con que se movían, las indolentes motas de polvo que giraban entre los rayos de luz que caían por las ventanas. Las botas de Shenkt, flexibles y desgastadas por el largo uso, no hacían ningún ruido.

—En cuanto se encuentre en presencia de Su Excelencia —al chambelán se le formaba salivilla en las comisuras de la boca—, se dirigirá hacia él a paso lento, sin mirar a derecha ni a izquierda, sólo al suelo, y menos aún directamente a Su Excelencia. Se detendrá en la línea blanca que hay encima de la alfombra. Ni más lejos ni, bajo ninguna circunstancia, más cerca,
uno precisamente
en ella. Y luego se arrodillará…

—Yo no me arrodillo —dijo Shenkt.

Cuando el chambelán replicó, su cabeza giró hacia él como la de un búho ultrajado:

—¡Sólo están exentos de la genuflexión los jefes de Estado de las potencias extranjeras! Todos deben…

—Yo no me arrodillo.

El chambelán tragó saliva por aquel ultraje, pero Ganmark no le dio tiempo a más:

—¡Por caridad! ¡El heredero del duque Orso ha sido asesinado! A Su Excelencia le importará un pito que el hombre que va a vengarle se arrodille o no delante de él. Y tampoco debería importarle a usted.

Dos guardias vestidos con una librea blanca levantaron las alabardas que mantenían cruzadas entre sí, para dejarles pasar. Acto seguido, Ganmark empujó las puertas dobles y las abrió.

La sala que se encontraba al otro lado era tan impresionante como una enorme caverna muy bien amueblada. Apropiada para albergar el trono del hombre más poderoso. Pero Shenkt había estado en salas mayores, ante hombres más grandes, y eso no le impresionaba. Una delgada alfombra roja se proyectaba a lo largo del suelo de mosaicos con una línea blanca en su extremo más alejado. Un alto estrado se elevaba a su lado, rodeado por una docena de hombres armados de punta en blanco que montaban guardia. Encima del estrado había una silla de oro. Y dentro de la silla una persona, el gran duque Orso de Talins. Vestido de negro, su ceño fruncido aún le hacía parecer más severo.

Un grupo selecto de individuos, por otra parte tan siniestro como extraño, en número de tres docenas o más, de todas las razas, formas y tamaños, se arrodillaba ante Orso y su séquito, formando un arco bastante amplio. Aunque no llevasen encima ninguna arma, Shenkt estaba seguro de que no estaban acostumbrados a ir sin ellas. Conocía de vista a algunos. Liquidadores. Asesinos. Cazadores de hombres. Gente de su profesión, siempre que aceptemos que la profesión del enjalbegador y del maestro pintor son la misma.

Avanzó hacia el estrado a paso lento, sin mirar a derecha ni a izquierda. Pasó por entre el semicírculo de tan selectos asesinos y se detuvo precisamente en la línea blanca. Vio que el general Ganmark dejaba atrás a los guardias, subía los peldaños del estrado y se inclinaba para susurrar algo a Orso, mientras el chambelán adoptaba una postura de reprobación con el codo que nadie podía ver.

El gran duque miró a Shenkt durante un instante y éste le devolvió la mirada, mientras la sala quedaba dominada por ese tipo de silencio tan opresivo que sólo se da en los grandes espacios.

—Así que es ése. ¿Por qué no se arrodilla?

—Porque, al parecer, no tiene esa costumbre —dijo Ganmark.

—Aquí se arrodilla todo el mundo. ¿Qué le hace a usted ser tan especial?

—Nada —dijo Shenkt.

—Pero no se arrodilla.

—Solía hacerlo. Hace mucho tiempo. Pero ya no lo hago.

—¿Y si alguien intentase hacer lo posible para que se pusiera de rodillas? —Orso entornó los ojos.

—Algunos lo intentaron.

—¿Y?

—Y yo no me puse de rodillas.

—Pues siga de pie. Mi hijo ha muerto.

—Le acompaño en el sentimiento.

—No parece que lo diga con mucho sentimiento.

—No era hijo mío.

Aunque el chambelán hiciera un chasquido con la lengua, los hundidos ojos de Orso no se apartaron de su objetivo.

—Ya veo que le gusta ser franco. Los consejos de la gente que habla con franqueza son de mucho valor para los poderosos. Le preceden las mejores recomendaciones.

Shenkt no dijo nada.

—Ese asunto de Keln, sé que fue obra suya. O, mejor, una obra exclusivamente suya. Se dice que apenas parecían cadáveres lo que dejó atrás.

Shenkt no dijo nada.

—No parece confirmarlo.

Shenkt le miró a la cara y no dijo nada.

—Entonces es que no lo niega.

Más de lo mismo.

—Me gusta la gente que mantiene la boca cerrada. El que poco dice a sus amigos, menos dirá a sus enemigos.

Silencio.

—Mi hijo ha sido asesinado. Arrojado por la ventana de un burdel como si fuese basura. Muchos de sus amigos y conocidos, todos ellos súbditos míos, también han sido asesinados. Mi yerno, precisamente Su Majestad el rey de la Unión, salvó la vida por muy poco al lograr salir del inmueble en llamas. Sotorius, el canciller casi cadáver de Sipani, que era uno de sus invitados, se retuerce las manos y me dice que no pudo impedirlo. Me han traicionado. Me han manipulado. Estoy en una situación…
embarazosa
. ¡Yo! —exclamó sin poder contenerse, mientras su grito reverberaba por toda la sala y todas las personas que estaban en ella se estremecían.

Todos menos Shenkt, que dijo:

—Entonces, venganza.

—¡Venganza! —Orso dio un puñetazo en uno de los brazos de su silla—. Tan rápida como terrible.

—Rápida no puedo prometéroslo, pero sí… terrible.

—Pues que sea lenta, agobiante e implacable.

—Quizá haya que causar algún daño a vuestros súbditos y a sus propiedades.

—Lo que sea necesario. Tráigame sus cabezas. Las de todo hombre, mujer o niño que haya estado comprometido en este asunto, aunque sea en grado mínimo. Lo que sea necesario. Tráigame sus cabezas.

—Pues entonces os traeré sus cabezas.

—¿Qué quiere de adelanto?

—Nada.

—¿Ni siquiera…?

—Si logro terminar el trabajo, me pagaréis cien mil escamas por la cabeza del jefe de la conspiración. Y veinte mil por cada uno de sus cómplices, hasta un máximo de un cuarto de millón. Ése es mi precio.

—¡Un precio muy alto! —dijo el chambelán con voz cascada—. ¿Qué hará con tanto dinero?

—Lo contaré y me reiré, siendo consciente de que un hombre rico no tiene por qué contestar las preguntas que le hacen los idiotas. De cualquier modo, no creo que encontréis a alguien que no haya quedado satisfecho con mi trabajo — Shenkt miró lentamente en derredor a la chusma que estaba a su espalda—. Os saldrá más barato pagar a gente de calidad inferior, si eso es lo que queréis.

—Así lo haré —dijo Orso—, si es que alguno encuentra antes a los asesinos.

—Pues, Excelencia, acepto con esa condición que proponéis.

—Bien —dijo Orso con un gruñido—. Pues adelante. ¡Pueden irse todos! Y tráiganme… ¡mi venganza!

—¡Pueden retirarse! —dijo el chambelán sin cambiar el tono de su voz. Y, con un ruido de ropas y de arneses, los asesinos se levantaron para salir de la sala. Shenkt se volvió y pisó nuevamente la alfombra en dirección a las grandes puertas, caminando de manera pausada y sin mirar a derecha ni izquierda.

Uno de los asesinos le bloqueó el paso, un individuo moreno de estatura mediana, pero tan ancho como una puerta, muy ufano de los músculos tan prietos como placas que asomaban por su camisa de color chillón. Sus labios se curvaron con sorna cuando dijo:

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