La Momia (12 page)

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Authors: Anne Rice

BOOK: La Momia
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Él volvió la cabeza bruscamente. Ella también lo había oído: voces y discusiones en la puerta. Un automóvil se había detenido delante de la casa.

Rita se acercó apresuradamente a la ventana, como si temiera que la momia fuera a impedírselo.

—Es Scotland Yard, señorita. Gracias a Dios.

—¡No, es un desastre! Pasa el cerrojo de la puerta enseguida.

—Pero, señorita...

—¡Ahora mismo!

Mientras Rita se apresuraba a obedecer, Julie tomó a Ramsés de la mano.

—Ven conmigo arriba, de inmediato —le dijo, y se volvió hacia la doncella—. Rita, pon la tapa al sarcófago. No pesa casi nada. Ciérralo rápido y ven.

Rita acababa de correr el cerrojo cuando comenzaron a sonar golpes en la puerta y timbrazos. Julie tiró de él suave pero apremiantemente, y para su asombro, él la siguió con docilidad escaleras arriba.

Rita estaba gimoteando, pero hacía lo que se le había ordenado. Julie oyó el ruido sordo de la tapa al caer sobre el sarcófago.

Ramsés estaba mirando el papel pintado, los retratos enmarcados, la rinconera llena de chucherías en la esquina del piso superior, junto a la escalera. Miraba los cristales emplomados, la alfombra de lana con motivos de plumas y hojas.

El alboroto de la puerta empezaba a ser insoportable. Julie oía a su tío Randolph gritar su nombre.

—¿Qué hago, señorita? —gimió Rita.

—Sube enseguida. —Julie miró a Ramsés, que la contemplaba con una extraña mezcla de paciencia y curiosidad—. Pareces normal —murmuró para sí—, perfectamente normal.

Demasiado guapo, pero normal. ¡Rita, el baño! —gritó mientras lo empujaba por el pasillo—.

Rápido, llena la bañera.

Lo condujo hacia la parte delantera de la casa mientras Rita corría hacia el baño. El escándalo había cesado por el momento. Julie oyó el ruido de una llave en la cerradura. El cerrojo estaba puesto, gracias a Dios. Los golpes arreciaron.

Ramsés sonreía ahora abiertamente, como si fuera a echarse a reír. Se asomaba a todas las habitaciones junto a las que pasaban. De repente vio la lámpara eléctrica que colgaba el techo. Las pequeñas bombillas parecían débiles y opacas a la luz del día, pero estaban encendidas. Ramsés entrecerró los ojos para observarlas, resistiéndose a Julie por primera vez.

—¡Después las verás! —dijo ella aterrada. La bañera estaba casi llena y el vapor salía por la puerta del baño.

El asintió una vez más enarcando ligeramente las cejas, y entró en el baño tras ella. Los azulejos relucientes parecieron agradarle. Se volvió lentamente hacia la ventana y contempló la luz del sol que brillaba en la ventana empañada. Examinó con cuidado el pestillo y abrió la ventana de par en par. Ante él se extendían los tejados de la ciudad y el brillante cielo de la mañana.

—Rita, busca ropa de mi padre —ordenó Julie sin aliento. Los de abajo iban a tirar la puerta en cualquier momento—. Rápido, trae una bata, zapatillas, una camisa, lo que encuentres.

Ramsés alzó la barbilla y cerró los ojos. Estaba bebiendo la luz. Julie vio que sus cabellos se movían imperceptiblemente y que aparecían pequeños rizos en sus sienes. Su cabellera pareció espesarse.

¡Por supuesto! Aquello era lo que lo había despertado de su profundo sueño: ¡el sol! Por ello apenas había podido forcejear con Henry. Y había tenido que arrastrarse hasta la luz para recobrar las fuerzas.

Abajo se oían gritos de «Policía». Rita llegó corriendo con un par de zapatillas en la mano y un montón de ropa sobre el brazo.

—Hay periodistas abajo, señorita; un montón, y Scotland Yard, y su tío Randolph...

Julie tomó una bata de seda y una camisa blanca y las colgó del gancho de la puerta.

Entonces puso la mano en el hombro de Ramsés.

Él se volvió y la miró, y la calidez de su sonrisa dejó a Julie sin habla.

—Britannia —dijo con suavidad, moviendo los ojos de izquierda a derecha como para abarcar todo lo que les rodeaba.

—¡Sí, Britannia! —confirmó ella. De repente se sintió deliciosamente embriagada. Señaló la bañera—.
Lavare —
dijo, intentando recordar algo de su latín.

Él asintió, posando los ojos en todos los objetos que lo rodeaban, los grifos de latón, el vapor que se alzaba de la bañera. También miró las ropas.

—¡Para ti! —indicó ella, y señaló la bata y luego a Ramsés. Oh, si al menos pudiera recordar cómo se decía en latín...—. ¡Vestidos! —agregó con desesperación.

Entonces él se echó a reír. Era una risa tierna, complaciente, y ella volvió a sentirse petrificada. No podía dejar de mirarlo. Tenía unos dientes blancos y uniformes, una piel perfecta y un aire extrañamente imponente. Pero al fin y al cabo era Ramsés el Grande, ¿no?

Si no hacía algo iba a volver a desmayarse.

Se dirigió a la puerta.


Reste! —
le dijo—.
Lavare. —
Hacía gestos de súplica con las manos. Cuando se volvió para salir, la poderosa mano de Ramsés se cerró alrededor de su muñeca.

El corazón de Julie pareció detenerse.

—¡Henry! —murmuró él, y su rostro adoptó una expresión amenazadora, pero no hacia ella.

Julie contuvo el aliento. Abajo Rita gritaba a los hombres que dejaran de golpear la puerta.

Alguien vociferaba también desde la calle.

—No, no te preocupes por Henry. No de momento. Yo me encargaré de él, puedes estar seguro. —Oh, pero Ramsés no debía de entender nada de lo que le estaba diciendo. Le pidió paciencia por gestos y se soltó la muñeca con suavidad.

Él asintió y la dejó ir. Ella cerró la puerta y bajó las escaleras a la carrera.

—¡Rita, déjame pasar! —gritaba Randolph.

Julie estuvo a punto de tropezar con el último escalón. Entró en la sala egipcia y comprobó que el sarcófago estaba cerrado. ¿Se fijaría alguien en el leve rastro de polvo en la alfombra?

Pero nadie podría creerlo. ¡Ni siquiera ella lo habría creído!

Se detuvo un momento, cerró los ojos, respiró profundamente y le dijo a Rita que abriera la puerta.

Con expresión inocente Julie vio entrar en el vestíbulo a su tío Randolph despeinado y descalzo, vestido sólo con un camisón y una bata. Tras él entraron el guardia del museo y dos caballeros que parecían policías de paisano, aunque Julie no habría podido decir por qué.

—¿Pero qué es todo este alboroto? —preguntó—. Me había quedado dormida en el sofá.

¿Qué hora es? —Miró a su alrededor confundida—. Rita, ¿qué pasa aquí?

—¡No tengo ni idea, señorita! —contestó Rita casi gritando. Julie le hizo un gesto de que se tranquilizara.

—Oh, querida, estaba muy asustado —respondió Randolph—. Henry dijo...

—¿Sí? ¿Qué dijo Henry?

Los dos hombres con gabán estaban mirando el café derramado. Uno de el os observaba el pañuelo abierto y el polvo blanco que había caído al suelo. A la luz del sol parecía azúcar. Y de repente apareció Henry en el umbral de la habitación.

Julie lo miró durante un instante.
«¡Mató a mi padre!»
Pero no podía permitir que ese pensamiento le ocupara la mente ahora, porque se volvería loca. Lo volvió a ver mentalmente ofreciéndole la taza de café; volvió a ver su expresión rígida, su palidez.

—¿Pero qué es lo que te ocurre, Henry? —preguntó fríamente—. Has salido corriendo de aquí hace media hora como si hubieras visto un fantasma.

—Sabes muy bien lo que ha ocurrido —siseó él. Estaba pálido y sudoroso. Tenía un pañuelo en la mano con el que se enjugaba una y otra vez el labio superior. La mano le temblaba visiblemente.

—Contrólate un poco —dijo Randolph volviéndose a su hijo—. ¿Qué demonios es lo que viste?

—La cuestión es, señorita —intervino el más pequeño de los dos hombres—, ¿ha entrado algún intruso en la casa?

Su voz y sus modales eran los de un caballero. Julie sintió que el miedo desaparecía, y respondió con aplomo.

—Por supuesto que no, caballero. ¿Es que mi primo vio a un intruso? Henry, debes de sentirte culpable por algo. Tienes alucinaciones. Yo no he visto a nadie aquí.

Randolph fulminó a Henry con la mirada. Los agentes de Scotland Yard parecían confusos.

Henry estaba ciego de rabia. Miró a Julie como si fuera a estrangularla con las manos desnudas. Y ella le devolvió la mirada con frialdad: «Tú mataste a mi padre. Y me ibas a matar a mí».

«Nunca sabemos cómo vamos a reaccionar —pensó—. Sólo sé que te odio, y hasta ahora jamás había odiado a un ser humano.»

—¡El sarcófago! —gritó Henry de repente. Se quedó agarrado a la puerta de la sala egipcia como si no se atreviera a pasar—. Exijo que abran el ataúd de la momia ahora mismo.

—Realmente puedes acabar con la paciencia de cualquiera, Henry. Nadie va a tocar ese sarcófago. Contiene unos restos de un valor incalculable que pertenecen al Museo Británico y no deben ser expuestos al aire.

—¿Qué diablos estás diciendo? —aul ó Henry, a punto de estallar en una crisis nerviosa.

—¡Cálmate! —ordenó Randolph—. Ya he oído bastante. Se escucharon voces en el exterior. Alguien se había acercado a la puerta e intentaba ver algo.

—Henry, no quiero escándalos en mi casa —dijo Julie secamente.

Los agentes miraron a Henry con frialdad.

—Si la señorita no quiere que inspeccionemos su casa...

—Por supuesto que no quiero —respondió Julie—. Creo que ya les hemos hecho perder bastante tiempo. Como pueden ver, aquí no ha pasado nada.

La taza de café seguía volcada y el pañuelo estaba en el suelo, pero Julie se mantuvo firme.

Miró a Henry y a los dos policías. Uno de ellos la estaba observando con atención, aunque no dijo nada. •

Ninguno de ellos veía lo que ella: la imponente figura de Ramsés, que bajaba las escaleras calmadamente. Ninguno de ellos lo vio atravesar el salón central y entrar en silencio en la habitación. Pero Julie fue incapaz de apartar la mirada de él, y al fin todos se volvieron para ver la causa de su fascinación: el hombre alto de cabellos castaños envuelto en una bata de seda color burdeos que se había quedado de pie junto a la puerta.

A Julie le faltaba la respiración. No sólo era majestuoso, como todos los reyes debían ser, sino que semejaba sobrehumano, como si su corte hubiera estado formada por héroes y hombres de extraordinaria fuerza y valor.

Incluso aquella bata con solapas de satén parecía exótica en él. No se había abotonado la camisa blanca, y sin embargo parecía curiosamente «normal», dado el tono saludable de su piel y su postura: sacando ligeramente el pecho con un aire algo marcial y con los pies plantados en el suelo con firmeza, como ningún hombre moderno habría hecho. Era una posición serena y autoritaria, pero no había nada de arrogante en su expresión. Simplemente miró a Julie y a continuación a Henry, que había enrojecido hasta las raíces de sus cabellos oscuros.

Henry observó la camisa entreabierta y el anillo con el escarabajo sagrado que Ramsés llevaba en la mano derecha. Los dos inspectores también lo miraban, y Randolph parecía absolutamente desconcertado. ¿Habría reconocido la bata que le había regalado a su hermano? Rita había apoyado la espalda contra la pared y se cubría la boca con las manos.

—Tío Randolph —dijo Julie dando un paso adelante—, te presento a un buen amigo de papá que acaba de llegar de Egipto. Es un egiptólogo que trabajó con él. Eh... el señor Ramsey, Reginald Ramsey. Quiero presentarles a mi tío, Randolph Stratford, y a su hijo Henry...

Ramsés observó a Randolph y volvió a clavar los ojos en Henry, que no dejaba de mirarlo con aire estúpido. Julie hizo un leve gesto a Ramsés pidiéndole paciencia.

—Creo que no es éste el momento más adecuado para una reunión social —añadió Julie—.

La verdad es que estoy muy cansada, y todo esto me ha cogido por sorpresa...

—Bien, señorita Stratford, quizás ha sido a este cabal ero a quien ha visto su primo —dijo el afable policía.

—Sí, puede ser —respondió ella—. Pero ahora tengo que atender a mi huésped. Todavía no he desayunado. Debo...

¡Henry lo sabía! Julie lo notaba. Buscó algo correcto y apropiado que decir: que eran ya más de las ocho y media, que tenía hambre... Henry estaba retrocediendo hacia la esquina, y Ramsés no dejó de mirarlo mientras pasaba por delante de los dos policías, recogía el pañuelo del suelo y, con un gesto rápido y elegante, se lo guardaba en el bolsillo de la bata. Nadie más que Julie y Henry vio el gesto.

Randolph miraba a su sobrina boquiabierto; uno de los hombres de Scotland Yard parecía empezar a aburrirse.

—¡Tienes razón, querida mía! —dijo Randolph—. Tienes toda la razón.

—Desde luego que la tengo. —Sin perder un momento, Julie lo tornó del brazo y lo condujo hacia la puerta. Los hombres de Scotland Yard los siguieron.

—Mi nombre es Trent, señorita. Soy inspector —declaró el policía hablador—. Y éste es mi compañero, el sargento Galton. Llámenos si nos necesita.

—Sí, por supuesto —contestó ella. Henry parecía estar al borde de un síncope. De improviso se lanzó hacia la puerta y desapareció entre la muchedumbre de curiosos.

—¿Era la momia, señor? —gritó alguien—. ¿Ha visto a la momia moverse?

—¿Era la maldición?

—Señorita Stratford, ¿está usted bien? Los agentes de Scotland Yard se apresuraron a salir, y el inspector Trent ordenó a los curiosos que se dispersaran.

—¡Pero qué diablos le pasa! —murmuró Randolph—. No comprendo nada de todo esto.

Julie le apretó el brazo con más fuerza. No, era imposible que supiera lo que Henry había hecho. Él nunca habría podido levantar la mano contra su hermano. ¿Pero cómo podía estar segura? Siguiendo un impulso lo besó en la mejilla.

—No te preocupes, tío Randolph —lo tranquilizó. Y sintió que estaba al borde de las lágrimas.

Randolph sacudió la cabeza con tristeza. Estaba preocupado y humillado. Mientras lo veía alejarse, Julie sintió una gran pena por él, una pena mucho mayor de lo que había sentido nunca por nadie. No se dio cuenta de que su tío iba descalzo hasta que estuvo a mitad de la calle. Los periodistas lo seguían. Cuando los hombres de Scotland Yard se alejaron, algunos se volvieron hacia ella. Julie se retiró con rapidez y cerró la puerta. A través del cristal vio la distante figura de su tío que entraba apresuradamente en su casa.

Julie se dio media vuelta con lentitud y entró en el salón.

Silencio. El suave murmul o de la fuente del invernadero. Un caballo que pasaba al trote por la calle. Rita, que seguía temblando en una esquina, con el delantal hecho un nudo entre sus febriles manos de trabajadora.

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