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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La monja que perdió la cabeza (13 page)

BOOK: La monja que perdió la cabeza
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»Pero aún no se habían acabado las sorpresas. Al día siguiente, como comprenderá, llevé el cuadro a casa de un experto, el famoso Jofre Sagués, un restaurador muy amigo mío desde que, hace unos años, se instaló en Figueres.

—¿Un restaurador amigo suyo? Bien, pero usted también es restaurador, ¿verdad? —Se reía Biosca, que jamás había podido resistirse a un juego de palabras—. Un restaurador restaura a otro, ¿verdad? ¡Ja, ja, ja! ¡Los restauradores se restauran entre ellos! ¡El restaurador estaba en el restaurante restaurando cuadros! —Quedó bien descansado y calló, y pudimos continuar—. Dice que fue a ver a este famoso restaurador… ¿Y?

—… y me dice que el cuadro es falso.

—¿Falso?

—Falso como un euro comestible. Después, otros expertos lo han confirmado. Una falsificación fiel en apariencia, pero torpe en el fondo. Hecha sobre una tela contemporánea, con fibras sintéticas; en fin, un trabajo chapucero.

—¿Está seguro de que alguna vez había sido auténtico?

—¡Claro que sí! Compré el cuadro en Sotheby's, superautentificado. Alguien se ha llevado el original y ha dejado esta burla.

Biosca ya había elaborado una teoría:

—Tal vez lo robaron antes de que vinieran las autoridades eclesiásticas… y lo único que hizo el Papa…

—¡Aaaaagh! —gimió el restaurador al oír la palabra prohibida.

—… y lo único que hizo aquel señor fue taparle las vergüenzas a la mujer, para darle un aire de decencia al cuadro. Es bien sabido que este pontífice es un poco carca…

Fermín Mollerussa ya llevaba rato diciendo que no con la cabeza y, al oír la palabra pontífice, se sacudió tan violentamente que las gafas le quedaron torcidas.

—No, no, no, no, no. Imposible. Hay un sistema de seguridad diseñado por un paranoico profundo. Si alguien se lleva una cucharilla de plata de este restaurante, sobre él cae un rayo y le fulmina. Cosas así. Los camareros tienen orden de denunciar a todo comensal al que sorprendan desmontando un cuadro de su marco y escondiéndolo bajo la camisa. El único que podría haber hecho una cosa así sería el, el, el… o, como mucho, el cardenal que le acompañaba. Debo confesar que, con ellos, bajamos la guardia, es verdad.

—O sea, que usted insinúa que el actual sucesor de San Pedro desmontó el cuadro del marco, lo sustituyó por esta copia que llevaba preparada y se guardó el auténtico bajo la sotana blanca —dijo Biosca.

—O bajo la sotana lila del cardenal, sí, señor.

—Y, a continuación, añadió un sujetador y unas bragas a la copia falsa.

—¿Se le ocurre alguna otra explicación?—Después de un arrebato de rebeldía, volvió a verse vencido por el cansancio—. Por eso se lo digo: ¡no vale la pena, olvidémoslo! Estoy… estoy en tratos con un grupo inversor para abrir una réplica de mi restaurante en cada uno de los países más importantes del mundo. Y estos inversores son gente muy de misa, muy católica. ¡No quiero ni imaginar cómo reaccionarían si yo acusara públicamente al Papa de ser un chorizo!

Tomé la palabra:

—Bueno… De momento, tendría que conseguirme la dirección de esta fotógrafa. ¿Cómo se llama?

—Lidia Badilans.

—Y la dirección del experto en pintura y restaurador Jofre Sagués. Y me haría un favor si les llama y les anuncia que iré a visitarles esta misma tarde.

Fermín Mollerussa quedó cabizbajo, probablemente recapitulando por si se le olvidaba decir algo. Por fin lo encontró y lo soltó con un sollozo:

—¡No puedo ni reclamar el seguro!

Quedé pensativo, podría decirse que me ausenté. Tengo la vaga idea de que me arrastraron hacia otro comedor y que me sirvieron un menú muy comentado. La alienación de la comida mediterránea consistía en mezclar especialidades de diferentes países. Paella de
tabulé
, espaguetis a la musaka, dolmadas de humus… Los platos eran enormes y las raciones ínfimas, eso por supuesto.

Mientras deglutíamos extravagancias, Mollerussa nos trajo las direcciones y los teléfonos de la fotógrafa de la casa y del experto en pinturas. Ella vivía en la calle San Pedro. Jofre Sagués, en una masía de Figueres, muy cerca de allí.

—¿Está aquí, Esquius? —me preguntó Biosca en algún momento.

—No —le dije—. Estoy intentando robar el cuadro.

—Pues no se corte —exclamó con una carcajada—. ¡Dele, dele vueltas, Esquius, a ver a qué conclusiones llega!

Cuando Fermín Mollerussa nos servía el segundo plato, pregunté:

—¿Cómo estaban sentadas las dos superdignidades? ¿De cara al cuadro, de espaldas…?

—No, no —protestó él—. De espaldas. Era evidente que les incomodaba contemplar el desnudo femenino y evitaban mirarlo. El Pa… digamos, el, el Padre principal, se sentó de espaldas, y el cardenal así, de lado.

—Y ¿alguno de los dos se quedó solo en algún momento…?

—Sí. Hacia los postres, el cardenal se puso nervioso y salió para preparar el viaje de vuelta con el helicóptero. Estuvo fuera, hablando por el móvil y dando órdenes. El, eee, digamos, el excelentísimo personaje se quedó solo durante todo el proceso de los postres. Tuvo todo el tiempo del mundo para cometer su fechoría.

Volví a sumergirme en mis pensamientos y no resucité hasta que Fermín Mollerussa anunció:

—En la puerta hay una chica que dice que trabaja con usted y que quiere entrar. Elisabeth Carrera.

—Ah, sí, es mi ayudante. —Me levanté—. Me voy con ella. Quiero hablar hoy mismo con la fotógrafa y con el restaurador. Tengo las direcciones, ¿verdad? Sí, aquí. Perdone, Biosca, si no le importa, tendrá que acabar de comer solo.

Al ver cómo saltaba de la silla, Fermín Mollerussa se convirtió en la viva imagen del desconsuelo.

—Pero ¿qué hace? ¿Se levanta de la mesa? ¿Se va? Pero ¡si aún no se ha terminado el
xix-kebab
con
sequesl
¡Y la
aumonière
de feta!

Tuve un arrebato perverso y le dije:

—No importa, si me entra hambre a media tarde, ya me tomaré una hamburguesa en algún McDonald's.

—¿McDonald's, ha dicho? —gimió Mollerussa, horrorizado—. ¿Ha dicho McDonald's?

—Sí, he dicho McDonald's —le confirmé mientras avanzaba hacia la salida.

—¡Oh, Dios mío! —dijo Fermín Mollerussa—, ¡Dios mío!

Negaba con la cabeza y abría las manos, encarado a una pared, como si quisiera iniciar una conversación con el rebozado.

Salí a buscar a Beth al exterior.

—¿Ocurre algo?

—He encontrado a la otra monja.

—Muy bien —dije—. ¿Has venido motorizada?

—Sí, en moto.

—Vamos a ir al centro de Figueres, a hacer una visita.

Escena 5

Beth siempre lleva dos cascos en la moto. Viajé de paquete hasta la Subida del Castillo, cerca del Museo Dalí, y allí unos vecinos nos indicaron cómo se llegaba a la calle San Pedro.

—Cuéntame lo de esa monja. Victoria Nosequé.

Tuvimos que ir andando por la calle Vayreda hacia la plaza de Gala y Dalí, donde se halla el famoso Museo Dalí. El objeto surrealista más grande del mundo.

—Victoria Arranz. Resulta que ya no es monja. Colgó los hábitos hace unos diez años…

—O sea, más a menos a mediados de los años noventa, cuando volvió de Ruanda.

—… y ahora trabaja en una ONG llamaba BASTA. —Me sonaba. Anuncios en la tele: Basta de guerras. Basta de hambre. Basta de injusticias. BASTA. Enviad vuestros donativos a…—. Tengo la dirección de la sede central, en Barcelona. Hoy trabajan hasta las ocho.

Miré el reloj. Me entró una urgencia febril por hablar con aquella mujer.

—De los sacerdotes, aún no sé nada —dijo Beth. Y añadió—: Aparte de eso, ¿has averiguado algo del caso de Eulalia Gracián?

—No mucho… Sólo que, en conjunto, tiene el aspecto de una operación un poco precipitada.

—¿A qué te refieres?

Le hice un resumen de mi aventura en el monasterio, escalando fachadas para repetir el itinerario de los secuestradores. De cómo entré allí y le proporcioné la experiencia mística de su vida a una monja. Con eso nos reímos un rato. Beth tiene esta virtud, la de reírse a menudo y contagiar su buen humor.

—No puedo quitarme de la cabeza que, por más que una persona esté encerrada en un convento de clausura, tiene que haber maneras más sencillas de hacerla desaparecer sin montar un pitote como, por ejemplo, el de la ambulancia.

—¿Piensas que ha sido cosa de aficionados?

—Eso es lo que no sé.

Por delante de la tienda de fotografía Badilans pasaba cada día indefectiblemente la larga cola que formaban los turistas para visitar aquel teatro convertido en parque temático del arte surrealista. En consecuencia, su escaparate también rendía homenaje al surrealismo con una serie de fotomontajes donde se veían caballos voladores, edificios plantados en medio del mar, esforzados alpinistas escalando las piernas de una Marilyn gigante con la falda blanca al vuelo, un King Kong contemplando atónito un reloj blando que tenía en las manos. Cosas así, muchas tirando a
kistch
, pero, por lo menos, desde el punto de vista técnico, montadas con mucha competencia y profesionalidad.

Nos recibió un hombre mayor (de hecho, tan mayor como yo, tan canoso como yo, pero más bajito y rechoncho) que se presentó como el señor Badilans, propietario de la tienda y padre de Lidia Badilans, y nos notificó que su hija estaba ausente, que había ido a trabajar a una boda. Que tardaría en volver.

Le dijimos quiénes éramos y qué queríamos y le di una tarjeta para que su hija pudiera llamarnos tan pronto como le fuera posible.

A continuación, salimos a la calle y buscamos una cafetería confortable y de diseño para tomar cafés y horchatas mientras yo le exponía a Beth todos los detalles del robo del Fortuny.

Se lo conté todo, excepto la identidad del ilustre cliente de l'Aglà, a quien rebajé a la categoría de cardenal. Beth, muy aplicada, estuvo tomando notas en su libreta y, al final, después de repasarlas, dijo:

—Cuando entró el cardenal Equis, el cuadro era el original y estaba limpio. Cuando salió, el que colgaba de la pared era una falsificación que, encima, había sido garabateada.

—Así nos lo han contado.

—Y ¿no podría ser que hubieran robado el cuadro antes y que ese cardenal se hubiera limitado a ensuciarlo porque las chicas desnudas le parecían indecentes?

Biosca había dicho lo mismo. Pero a mí se me hacía difícil imaginarme a Su Santidad haciendo de grafitero, por muy ofensiva que le resultara la desnudez femenina. Incluso me parecía excesivo para un cardenal. Después de todo, en el Vaticano tenían un montón de desnudos excitantes por todas partes. Si me hubieran dicho un sacerdote de a pie, aún.

—La fotografía que hizo Lidia Badilans justo antes de la cena demuestra que el cuadro que colgaba en la pared estaba limpio —argumenté.

—¿Te has fijado en el escaparate de la tienda? Esta chica parece especialista en montajes fotográficos… —Miró sus notas y rectificó de inmediato—. Claro que, si le dio la tarjeta digital a Mollerussa inmediatamente después de hacer la fotografía, no tuvo oportunidad de poder manipularla…

—No tan deprisa —le dije. Aunque yo sí tenía prisa, porque me interesaba acabar aquello para poder seguir investigando el caso de Eulalia—. Ahora, tenemos que ir a ver al experto en pintura, el restaurador Jofre Sagués. Después de haber hablado con él, dejaré el caso en tus manos y me iré a ver a Victoria Arranz. ¿De acuerdo?

Estaba de acuerdo.

—Y ¿los sacerdotes? —dijo Beth—. ¿Sigo buscándotelos?

De pronto, mi vida se había llenado de religiosos. De negros y de religiosos.

—Me temo que tendrás que dedicarte de forma prioritaria al tema del cuadro. Pero no es difícil, lo resolverás enseguida.

—¿Me estás diciendo —exclamó, emocionada— que tú ya tienes la solución?

—Todavía no. Pero no puede ser difícil. Ya conoces mi método: como nos pagan para demostrar que esta persona Equis es inocente, debemos partir de la base de que es inocente y, con este punto de partida, encontrar la única explicación lógica y razonable. Seguro que puedes desenmascarar al culpable del robo del cuadro y encontrarme a los dos sacerdotes en un par de días.

—Lo que más me gusta de ti, Esquius, es la fe ciega que tienes en mí.

* * *

Escena 6

Los campesinos habían abandonado el pueblo para ir a buscar fortuna a Girona, Barcelona o a Francia, y cuando las casas empezaban a hundirse y las malas hierbas invadían las calles, llegaron los ricos de la ciudad, lo compraron todo, y ahora lo estaban convirtiendo en un pueblo de veraneo de moda, a menos de media hora de la playa, e incluso estaban construyendo una urbanización.

La masía de Jofre Sagués, que por algún motivo incomprensible se llamaba La Pestaña, estaba a medio kilómetro de distancia, al otro lado de un olmedo.

Cruzamos la antigua era y entramos en un edificio muy viejo, restaurado a medias, que aún conservaba el olor a hogar de leña y estiércol y vida campestre.

Jofre Sagués nos hizo pasar por entre un denso conglomerado de estatuas de la época romana, retablos medievales, muebles renacentistas y custodias de oro barrocas, hasta una estrecha escalera ascendente que nos condujo a un estudio amplio, con dos balcones en dos de las paredes, suelo de madera y olor a pinturas y disolventes. Allí también había esculturas, de piedra, de mármol y de madera, formando un extraño bosque en un rincón, y cuadros apoyados en la pared, y dos caballetes con pinturas y una larga mesa cubierta de botes, pinceles y pequeñas herramientas para la restauración. Un trípode sostenía una especie de lupa para el trabajo de filigrana. Allí también había un sofá y dos butacas y una mesa pequeña cubierta de botellas de licor vacías o medio vacías, y unos cuantos vasos sucios.

Jofre Sagués tenía una barba blanca muy bien recortada, necesitaba utilizar gafas y era paticorto y extraordinariamente barrigón. Con un sombrero cónico y rojo habría podido interpretar las aventuras de
David el Gnomo.

—Me sorprende —dijo—, me sorprende su visita. ¿Dicen que están investigando, investigando —repetía las palabras como para asegurarse de que las había pronunciado bien y de que no había malinterpretación posible— el robo del Fortuny? ¿Qué robo del Fortuny? Yo no tengo ninguna noticia, noticia, de robo alguno. Mollerussa me trajo un cuadro falso. Falso. Y punto. Y un gamberro garabateó sobre él. Qué le vamos a hacer. No se perdió gran cosa, no se perdió gran cosa. Lo limpié, y aquel churro ya vuelve a estar en su sitio.

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