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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La monja que perdió la cabeza (10 page)

BOOK: La monja que perdió la cabeza
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—Y ¿no te los quitas nunca? —Negó con la cabeza—. ¿Nunca? —Que no—. Ni cuando… Bueno, ¿ni cuando trabajas?

Sonrió de oreja a oreja y de sus ojos brotaron enigmáticas chispas. «Ah, eso no te lo voy a decir.»

—Pollo quieto, eh —dijo.

—¿Qué?

—Pollo quieto. Tú pollo —y señalaba a través de la mesa hacia mi entrepierna—, ¡quieto!

—¿Pollo?

—¡Sí! —Se reía más y más. Le encantaba el chiste—. Pollo. Pollo de señor masculino. Polla de señora femenina Coño de señor masculino. Coña de señora femenina. Tú pollo, yo coña. Tú pollo quieto. ¡No tienes que meterme pollo! Pollo,
forbidden
. Hoy, no. Hasta sábado.

Dejé que se desvanecieran las carcajadas y, una vez serio, le pregunté cómo había llegado a España. Me pareció que no quería contestar. Se encogió de hombros, hizo una mueca. Buscó otro tema del que conversar.

—Yo aprendo a hablar tu idioma porque vivo y trabajo aquí. Ahora ya me sé los nombres de todas las bebidas… Vodka, tequila, cubata, gintonic…

—Sí, sí. Eso ya me lo contaste.

—Ahora ya me sé los nombres de todos los muebles. Mesa, silla, butaco, armario, cama, escritorio, rinconera…

—¿Cómo llegaste a Barcelona? —insistí.

Suspiró.

—Unos amigos me traen. Amigos kosovares.

—¿Te trajeron engañada?

—Engañada, sí. Decían que trabajo en restaurante, decían que trabajo de bailarina. Me engañan pero no me engañan. Yo conozco trabajo de puta, trabajo mío. Gano mucho dinero, de puta. Yo siempre puta. No quiero. No.

Cerró los ojos y la boca se le curvó hacia abajo. En aquel instante descubrí en ella una nueva dimensión, espeluznante y siniestra. La viva imagen del terror. La sonrisa que llevaba puesta era casi siempre una máscara defensiva. No una máscara para engañar a los demás, sino para engañarse a sí misma cuando se miraba al espejo. No quería verse esa cara que, seguramente, se le había ido moldeando con todas las experiencias de su vida.

—¡Pollo quieto! —exclamó de pronto, para eludir situaciones incómodas y recuperar la carcajada luminosa—. ¡Pollo quieto! Hoy, no. Sábado, sí.

Más tarde, en la cama, no conseguía dormirme. Pensaba en Fatmire, su cuerpo tan atractivo, sus guantes blancos, su miedo, su ingenuidad aparente. Sabía que si quería podía ir a su habitación —la habitación de Mónica— y meterme en la cama con ella y hacerle el amor. Pero no quería. Por alguna razón, no quería hacerlo.

Salté de la cama para encararme con el libro
El gótico del Ensanche
. El plano del monasterio de San Lucas.

Mi objetivo tenía que ser aquella celda que me había indicado la priora. La tercera a la derecha desde la fachada.

Fui a buscar una guía de Barcelona, y localicé el plano de la zona del Ensanche donde aparecía el monasterio. Estudié las calles y los edificios que lo rodeaban.

El aparcamiento del centro de la manzana limitaba con aquellos espacios vacíos que quedaban entre el ábside de la iglesia y los brazos de la cruz latina.

A lo mejor por allí sería posible entrar.

Escena 2

Me había puesto los tejanos negros y un jersey negro de cuello alto y manga larga, decididamente demasiado abrigado para la bochornosa temperatura ambiente, pero muy adecuado para circular discretamente por la oscuridad. También llevaba un gorro negro, de lana, para ocultar mi pelo blanco, tan indiscreto.

Entré con el Golf en el aparcamiento pasada la una de la noche. Un guardia en la garita, hipnotizado por el televisor. El pago era automático, de manera que supuse que aquel tipo sólo estaba allí por si se oían gritos de madrugada, entre los coches aparcados. Como, por suerte, eso no debía de suceder demasiado a menudo, di por sentado que el noventa por ciento de los días le pagaban un sueldo a cambio de estar toda la noche despierto mirando la tele.

Circulé por entre los coches, despacio, estudiando la zona más alejada de la garita y más cercana al monasterio. Era una pared ciega. Fui subiendo, tercer piso, cuarto piso. Había muchas plazas vacías porque el negocio de aquel aparcamiento eran los ejecutivos que trabajaban en las oficinas del centro o los aficionados al cine que acudían a las salas cercanas. Seguro que desde las siete de la mañana hasta las doce de la noche, tenían puesto el cartel de completo, pero, a aquellas horas, podría dejar el coche donde me apeteciera.

Al final del todo, se salía a una terraza. Allí no había ningún coche.

Me acerqué a la barandilla. La linterna era lo bastante potente como para que pudiera hacerme una idea de lo que había cuatro pisos más abajo. Frente a mí, el monasterio me ofrecía un ábside que se adivinaba más gracioso que la fachada, con vitrales que debían de ser espectaculares cuando las luces de la iglesia estaban encendidas. En el vacío formado por las paredes del aparcamiento, el ábside y la parte posterior del edificio nuevo del convento, donde estaban las celdas de las monjas, vi una bicicleta, unas cajas de cartón ablandadas por mil lluvias y una caja de plástico con botellas de agua. También había un techo de uralita a partir del cual cabía suponer que era posible acceder a aquella especie de patio interior desde la planta baja.

Bajé los cuatro pisos a pie porque no quería que el guardián se mosqueara con las idas y venidas del Golf. No me costó nada encontrar la puerta que había de conducirme a aquel patio posterior. Era metálica y enseguida se veía que la habían forzado, a la altura de la cerradura, seguramente haciendo palanca. Y, según pude comprobar, nadie se había preocupado de arreglarla. Quizá ni siquiera sabían que la habían reventado. Se abrió con facilidad.

Siguiendo el foco de la linterna, pasé a un cobertizo repleto de herramientas, un gato hidráulico, varios neumáticos viejos y un muestrario de lo que debían de ser objetos perdidos. Una silla infantil adaptable a un coche, un juguete de plástico de muchos colores, un zapato viejo, la bolsa de una tienda de modas. Sobre mi cabeza, el techo de uralita que había visto desde la terraza. La puerta que daba al patio no tenía ni cerradura. Salí al aire libre. La bicicleta, las cajas de cartón ablandadas, la caja de plástico con botellas de agua.

Delante de mí, la parte posterior del convento. Ventanas. Y las cañerías de desagüe trepando por un rincón, con ramales que salían a cada piso, como hechos a propósito para trepar. Las ventanas parecían cerradas, pero aquél era el camino. Si los secuestradores habían podido recorrerlo días antes, yo también podría hacerlo.

La caja de plástico con botellas me permitió auparme y afianzar los pies en las abrazaderas que mantenían la cañería fijada a la pared. Cuando hice el esfuerzo con los brazos, con la linterna en la boca, se me ocurrió que hacía seis meses que no iba al gimnasio, y que aquello no podía ser. Tarde o temprano, los detectives se ven en la obligación de hacer tonterías de este tipo y tienen que mantenerse en forma. Estoy razonablemente orgulloso de mi estado físico, pero cuando lo pongo a prueba siempre se me antoja insuficiente. Me parece que me veo obligado a hacer muchos más esfuerzos que mis colegas de las películas, y hay momentos en los que pienso: «Ostras, ostras, no puedo, no me sostienen los brazos, me voy a caer, me tiemblan las piernas, estoy a punto de caerme, me voy a caer, me voy a caer» y, cuando lo consigo, se me pasa por la cabeza que ya estoy demasiado mayor para este tipo de pruebas. Y como no me gusta sentirme mayor, tendré que ir más a menudo al gimnasio.

Había llegado a la primera ventana. Estaba a la altura del primer piso, a cinco o seis metros del suelo (¡una buena caída!), donde me habían dicho que se hallaban las celdas de las monjas. Si aquél era el itinerario que habían tenido que hacer los secuestradores de Eulalia, no me extrañaba que no se vieran con ánimos de salir, con la monja cautiva de paquete, por donde habían entrado, y que hubieran optado por el recurso de la ambulancia. Sobre todo teniendo en cuenta que tampoco podían salir por las puertas de la planta baja sin hacer saltar las alarmas.

Empujé los postigos. Cerrados. Pensé que los secuestradores tal vez contaban con la complicidad de alguien que les había abierto las ventanas. Seguro; habían recibido ayuda desde dentro. Alguien que les había dicho cuál era la ventana que correspondía a la celda de la hermana Eulalia y la había dejado aparentemente cerrada pero sin asegurarla por dentro con el pasador. Como me había dicho la hermana portera: «El demonio entró por la ventana.»

Pero ahora, las ventanas a lado y lado de la cañería estaban cerradas.

No obstante, yo no podía desistir. El amor propio me lo impedía. Me agarré con fuerza a la cañería ascendente y la escalé hasta el piso superior (¿cuántos metros de caída? ¿diez? ¿doce?), más consciente que nunca de que a mis pies se abría el abismo. Si perdía el equilibrio, o me daba un mareo y caía de espaldas, me rompería la cabeza.

Y la pregunta: y ¿después, cómo te las apañarás para salir? ¿Bajando por aquí?

Paso a paso, con mucho cuidado, agarrado con una mano a la cañería y con la otra al marco de la ventana, avancé, sin aliento, por el ramal que salía de un váter y conducía los detritos monacales hacia el conducto principal y después, agua abajo, hasta la cloaca. Si alguna ventana podía estar abierta, tenía que ser aquélla, la de la única estancia que necesitaba un poco de aire fresco para disipar posibles malos olores.

Empujé los postigos. Se abrieron.

¡Bien!

No me costó nada trepar al alféizar y, basculando el cuerpo hacia dentro, verme en el interior de un lavabo de monjas. Azulejos blancos en la pared, una bañera, el lavabo, el váter. Nada más. No había bidé. Ni frascos de champú, ni ningún tipo de producto cosmético, ni pastillas de jabón, ni cepillos para la espalda, ni patitos de goma, ni cortinas decorativas. Me recordó el lavabo de una pensión de Berna donde estuve una vez, mucho más grande el baño que la habitación, impoluto pero inhóspito.

La puerta daba a un pasillo arlequinado en blanco y negro. Doce puertas, seis a cada lado.

Pero la celda de Eulalia estaba abajo. «En el primer piso», había dicho la priora.

Avancé sigilosamente por el pasillo, consciente de que, en el momento menos pensado, podía abrirse una puerta para dar paso a una monja que echaría a gritar con toda la fuerza de sus pulmones.

Al final del pasillo, una escalera conducía al piso inferior. La tranquilidad era absoluta. No se oía ni el rumor de la calle, y el aire estaba perfumado de pulcritud e inocencia, con aroma como de pan acabado de salir del horno, o de sábanas secadas al sol.

Otro pasillo, gemelo al de arriba, con seis puertas más a lado y lado. Sin más ornamentos ni frivolidades que las baldosas blancas y negras del suelo. La tercera puerta de la derecha viniendo, como venía, de la fachada. Me acerqué. Agarré la manija y empujé. La priora me había dicho que la habitación no había sido atribuida a nadie. Que las pertenencias personales de Eulalia aún estaban allí.

El círculo de luz de la linterna me mostró a una monja con sus hábitos negros, como una cara humana flotando en el aire, unos ojos que me miraban asombrados. Era Luisa, aquella monja jovencita, sonriente, feliz e ilusionada que me había abierto la puerta el día de mi primera visita al monasterio. Ahora, se limitó a exhalar una especie de suspiro sonoro y repentino: «¡Hh!», pareció que decía, sólo eso: «¡Hhh!» Quien estuvo a punto de chillar fui yo.

Cerré la puerta tras de mí. Durante unos segundos, me quedé allí, clavado, conteniendo incluso los latidos de mi corazón, incapaz de reaccionar. Me repetía: «No te ve, no puede verte, está deslumbrada por el foco de luz de la linterna, para ella sólo eres un foco de luz». La monja parecía mucho más tranquila que yo. Excitada, pero con un control absoluto de sus actos. Me estaba esperando. O estaba esperando algo parecido.

—No te vayas —dijo, siempre con un hilo de voz—. Sabía que vendrías. ¡Estaba segura de que no era cosa de Eulalia, que era la celda! ¿Qué eres? ¿Ángel o demonio?

Podría haberle dicho: «Pues mira, sí, Ángel. Ángel Esquius, para servirte», o bien «Soy un hombre con una linterna, burra, ¿es que no lo ves? ¡Un hombre que lo mismo ha venido a violarte. O a romperte las piernas…!» Pero no me salían las palabras. Ella, en cambio, no podía parar:

—Es cosa de la celda, ¿verdad? ¡De alguien que murió en esta celda! Lo sabía. Eulalia tuvo la experiencia porque estaba en esta celda, por casualidad, no por méritos propios. ¡Porque, si hablamos de méritos, Eulalia no es más santa que yo! Yo llevo penitencias, y ella no. Yo decía: «¡No es justo que Dios premie a Eulalia con una experiencia, y a mí no! Yo hago el doble de penitencia, y soy más generosa, y más trabajadora, y me concentro más en la oración; que Eulalia muchas veces se distrae y papa moscas, y un día se durmió en el laudes.» Entonces pensé: «No es cosa de ella, es cosa de la celda, la celda es mágica, o está consagrada.» ¿Eres un ángel o un demonio, o tal vez eres un fantasma?

Yo ya había recuperado el habla.

—Los ángeles son demonios —dije, con lo que consideraba que podía pasar por una voz de ultratumba—; y los demonios son ángeles, y todos son espíritus, y los fantasmas son espíritus.

Ella formó una «o» con la boca. Juntó las manos y murmuró, más para sí misma que para mí:

—Virgen Santísima, una revelación. ¡O sea, que todos somos espíritus!

No había captado exactamente el sentido de mis palabras, pero yo no tenía la más mínima intención de corregirla. Al contrario, si le seguía la corriente, tal vez pudiera sacarle alguna información valiosa:

—Háblame de los pecados de Eulalia —dijo mi voz fantasmal.

—¿Sus pecados? —Como una niña aplicada ante el examinador. ¿Los pecados de Eulalia?—. Quería morirse. ¡Se quiso suicidar! Ése es un pecado horroroso, ¿verdad?

—Horroroso —confirmé—. ¿Decía por qué quería morirse?

—Por lo que pasó en Ruanda. Decía: «¡Tendría que haber muerto, en Ruanda! ¡No puedo continuar viviendo después de Ruanda!» Una vez, la priora la hizo callar de una bofetada. Y después ella se tiró por las escaleras. No se hizo nada, pero la priora le dijo: «¡Podrías haberte matado!», y ella decía: «Es que quiero matarme, no tengo derecho a vivir.» Había hermanas que decían que alguien la había empujado. Ella lo negaba, decía que la había tentado el demonio.

—¿Tú sabes qué pasó en Ruanda?

—No lo sé. Dicen…

—¿Qué dicen?

—No lo sé. No sé si decirlo. Son cosas que se dicen…

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