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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

La muerte, un amanecer (3 page)

BOOK: La muerte, un amanecer
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En general sois esperados por la persona a la que más amáis. Siempre la encontraréis en primer lugar. En el caso de los niños pequeños, de dos o tres años por ejemplo, cuyos abuelos, padres y otros miembros de la familia aún están con vida, es su ángel de la guarda personal quien generalmente los acoge; o bien son recibidos por Jesús u otro personaje religioso. Yo nunca he tenido la experiencia de que un niño protestante, en el momento de su muerte, haya visto a María, mientras que ella es percibida por numerosos niños católicos. Aquí no se trata de una discriminación, sino de que son esperados en el otro lado por aquellos que tuvieron para ellos la mayor importancia.

Después de realizar en esta segunda etapa la integridad del cuerpo y después de haber reencontrado a aquellos a los que más se ama, se toma conciencia de que la muerte no es más que un pasaje hacia otra forma de vida. Se han abandonado las formas físicas terrenales porque ya no se las necesita, y antes de dejar nuestro cuerpo para tomar la forma que se tendrá en la eternidad, se pasa por una fase de transición totalmente marcada por factores culturales terrestres. Puede tratarse de un pasaje de un túnel o de un pórtico o de la travesía de un puente. Como yo soy de origen suizo pude atravesar una cima alpina llena de flores silvestres. Cada uno tiene el espacio celestial que se imagina, y para mí evidentemente el cielo es Suiza, con sus montañas y flores silvestres. Pude vivir esta transición como si estuviese en la cima de los Alpes, con su gran belleza, cuyas praderas tenían flores de tantos colores que me hacían el efecto de una alfombra persa.

Después, cuando habéis realizado este pasaje, una luz brilla al final. Y esa luz es más blanca, es de una
claridad absoluta
, y a medida que os aproximáis a esta luz, os sentís llenos del amor más grande, indescriptible e incondicional que os podáis imaginar. No hay palabras para describirlo.

Cuando alguien tiene una experiencia del umbral de la muerte, puede mirar esta luz sólo muy brevemente. Es necesario que vuelva rápidamente a la tierra, pero cuando uno muere —quiero decir, morir definitivamente— este contacto entre el capullo de seda y la mariposa, podría compararse al cordón umbilical («cordón de plata»)
[ 1]
que se rompe. Después ya no es posible volver al cuerpo terrestre, pero de cualquier manera, cuando se ha visto la luz, ya no se quiere volver. Frente a esta luz, os dais cuenta por primera vez de lo que el hombre hubiera podido ser. Vivís la comprensión sin juicio, vivís un amor incondicional, indescriptible. Y en esta presencia, que muchos llaman Cristo o Dios, Amor o Luz, os dais cuenta de que toda vuestra vida aquí abajo no es más que una escuela en la que debéis aprender ciertas cosas y pasar ciertos exámenes. Cuando habéis terminado el programa y lo habéis aprobado, entonces podéis entrar.

Muchos preguntan: «¿Por qué niños tan buenos deben morir?». La respuesta es sencillamente que esos niños han aprendido en poco tiempo lo que debían aprender. Y según las personas se tratará de cosas diferentes, pero hay algo que cada uno debe aprender antes de poder volver al lugar de donde vino, y es el amor incondicional. Cuando lo aprendáis y lo practiquéis, habréis aprobado el más importante de los exámenes.

En esta Luz, en presencia de Dios, de Cristo, o cualquiera que sea el nombre con que se le denomine, debéis mirar toda vuestra vida terrestre, desde el primero al último día de la muerte.

Volviendo a ver como en una revisión vuestra propia vida, ya estáis en la tercera etapa. En ella no disponéis ya de la conciencia presente en la primera etapa o de esa posibilidad de percepción de la segunda. Ahora poseéis el conocimiento. Conocéis exactamente cada pensamiento que tuvisteis en cada momento de vuestra vida, conocéis cada acto que hicisteis y cada palabra que pronunciasteis.

Esta posibilidad de recordar no es más que una ínfima parte de vuestro saber total. Pues en el momento en que contempléis una vez más toda vuestra vida, interpretaréis todas las consecuencias que han resultado de cada uno de vuestros pensamientos, de cada una de vuestras palabras y de cada uno de vuestros actos.

Dios es el amor incondicional. Después de esta «revisión» de vuestra vida, no será a Él a quien vosotros haréis responsable de vuestro destino. Os daréis cuenta de que erais vosotros mismos vuestros peores enemigos, puesto que ahora debéis de reprocharos el haber dejado pasar tantas ocasiones para crecer. Ahora sabéis que cuando vuestra casa ardió, que cuando vuestro hijo murió, que cuando vuestro marido fue herido, o cuando tuvisteis un ataque de apoplejía, todos estos golpes de la suerte representaron posibilidades para enriquecerse, para crecer. Crecer en comprensión, en amor, en todo aquello que aún debemos aprender. Ahora lo lamentáis: «En lugar de haber utilizado la oportunidad que se me ofrecía, me volví cada vez más amargo. Mi cólera y también mi negatividad han aumentado...».

Hemos sido creados para una vida sencilla, bella, maravillosa. Y quiero destacar que no sólo en América hay niños apaleados, maltratados y abandonados, sino también en la bella Suiza. Mi mayor deseo es que veáis la vida de una forma diferente. Si considerarais la vida desde el punto de vista de la manera en que hemos sido creados, vosotros no plantearíais más la cuestión de saber qué vidas se tendría el derecho de prolongar. Nadie preguntaría más si es necesario administrar o no un
cocktail
de litio para abreviar el sufrimiento. Morir no debe significar nunca padecer el dolor. En la actualidad la medicina cuenta con medios adecuados para impedir el sufrimiento de los enfermos moribundos. Si ellos no sufren, si están instalados cómodamente, si son cuidados con cariño y si se tiene el coraje de llevarlos a sus casas —a todos, en la medida de lo posible—, entonces nadie protestará frente a la muerte.

En el transcurso de los últimos veinte años solamente una persona me ha pedido terminar. Es lo que nunca he comprendido. Me senté a su lado y le pregunté: «¿Por qué quiere hacerlo?». Y me explicó: «Yo no lo quiero, pero mi madre no puede soportar todo esto; por eso le he prometido pedir una inyección». Claro está que hablamos con la madre y la ayudamos. Se ve cómo no era la ira la que le hacía expresar esta petición desesperada, sino que todo se había vuelto demasiado duro para ella. Ningún moribundo os pedirá una inyección si lo cuidáis con amor y si le ayudáis a arreglar sus problemas pendientes.

Querría subrayar que a menudo el hecho de tener un cáncer es una bendición. No voy a minimizar los males del cáncer, pero quisiera señalar que hay cosas mil veces peores. Tengo enfermos que sufren esclerosis lateral amiotrófica, es decir, una enfermedad neurológica en la que la parálisis se instala progresivamente hasta la nuca. Estos enfermos no pueden ni respirar ni hablar. No sé si os podéis imaginar lo que significa el estar totalmente paralizado hasta la cabeza. No se puede ni escribir, ni hablar, ni nada. Si alguien entre vosotros conoce a personas afectadas de ese mal, hágamelo saber, pues tenemos un tablero de palabras que permite al enfermo comunicarse con vosotros.

Mi deseo es que demostréis a los seres un poco más de amor. Meditad sobre el hecho de que a las personas a las que cada año ofrecéis el mejor regalo de Navidad son a menudo aquellas a las que más teméis o por las que tenéis sentimientos negativos. ¿Os dais cuenta? Yo dudo de que sea útil hacer un gran regalo a alguien si se le ama incondicionalmente. Hay veinte millones de niños que mueren de hambre. Adoptad uno de esos niños y haced regalos más pequeños. No olvidéis que hay mucha pobreza en Europa occidental. Compartid vuestra riqueza, y cuando vengan las tempestades serán un regalo que reconoceréis como tal, quizá no ahora, sino dentro de diez o veinte años, puesto que se os dará fuerza y se os enseñará cosas que no habríais aprendido de otra manera. Si, hablando simbólicamente, llegáis a la vida como una piedra sin tallar, depende de vosotros el que quede completamente deshecha y destruida o que resulte un reluciente diamante.

Para terminar quisiera aseguraros que estar sentado junto a la cabecera de la cama de los moribundos es un regalo, y que el morir no es necesariamente un asunto triste y terrible. Por el contrario, se pueden vivir cosas maravillosas y encontrar muchísima ternura. Si transmitís a vuestros hijos y a vuestros nietos, así como a los vecinos, lo que habéis aprendido de los moribundos, este mundo será pronto un nuevo paraíso. Yo pienso que ya es hora de poner manos a la obra.

La muerte no existe

He reflexionado largo tiempo sobre lo que podría deciros hoy, y me gustaría contaros cómo sucedió que una pequeña «nada» que al nacer pesaba un kilo ha llegado a encontrar su camino en la vida y de qué forma aprendió a transitar. Esto es lo que hoy os relataré.

Me gustaría deciros cómo podéis vosotros también llegar al convencimiento de que esta vida terrestre, que vivís en vuestro cuerpo físico, sólo representa una pequeña parte de vuestra existencia global. Sin embargo, vuestra vida actual tiene una importancia muy grande en el marco de vuestra existencia entera puesto que estáis aquí por una razón precisa que os es propia.

Si vivís bien, no tenéis por qué preocuparos sobre la muerte, aunque sólo os quede un día de vida. El factor tiempo no juega más que un papel insignificante y de todas maneras está basado en una concepción elaborada por el hombre.

Vivir bien quiere decir aprender a amar. Ayer me emocioné escuchando al conferenciante que decía: «Entonces pues, fe, esperanza y amor, pero lo más grande de los tres es el amor». En Suiza se hace la confirmación a los trece años y os dan un versículo para que os acompañe en la vida. Como nosotros éramos trillizos hubo que encontrar uno que nos conviniese a los tres, y se pusieron de acuerdo sobre el que hemos mencionado. A mí me dieron la palabra amor. Por ello yo quisiera hablaros del amor. Para mí amor
[ 2]
quiere decir vida y muerte, pues las dos son una misma cosa.

Nací como una niña «no deseada». No porque mis padres no quisieran tener hijos, por el contrario, deseaban una niña, pero una niña bien robusta de unos cinco kilos. No esperaban tener trillizos. Y cuando aparecí yo, pesaba alrededor de un kilogramo y era muy fea. No tenía nada de pelo y fui seguramente para ellos una gran decepción.

Quince minutos después nació el segundo niño y veinte minutos después el tercero, que pesaba casi tres kilos. En ese momento nuestros padres se sintieron felices, aunque quizás hubieran preferido devolver a dos de nosotros.

Yo creo que nada en la vida se debe al azar y así ocurrió con las circunstancias de mi nacimiento. Me proporcionaron el sentimiento de que incluso una «nada» de menos de un kilo debía probar con todas sus fuerzas que tenía derecho a vivir.

Tuve que trabajar muy duramente, como lo hacen los ciegos, que se creen obligados a aplicarse diez veces más de lo ordinario para no perder su empleo.

Al final de la segunda guerra mundial yo era adolescente y sentía en mí una gran necesidad de hacer algo por este mundo tan perturbado por la guerra. Me juré a mí misma que al final de la guerra iría a Polonia para participar en los primeros auxilios y colaborar en la atención a los más necesitados. Mantuve mi promesa y yo creo que eso fue el principio de mi ulterior trabajo que debía tratar sobre el morir y la muerte.

Yo misma visité los campos de concentración y vi con mis propios ojos vagones repletos de zapatos de niños, así como otros llenos de cabello humano que había pertenecido a las víctimas del campo de exterminio nazi. Se transportaba ese cabello a Alemania para confeccionar almohadas. No se puede seguir siendo la misma persona después de haber visto con los propios ojos los hornos crematorios y haber olido con la propia nariz los campos de concentración, sobre todo siendo entonces tan joven, como era mi caso, porque lo que se veía allí con toda claridad era la inhumanidad reflejada en todos nosotros.

Cada uno de los que estamos en esta sala puede convertirse en un monstruo nazi, pero de igual manera cada uno tiene la oportunidad de llegar a ser la Madre Teresa de Calcuta. Comprenderéis el significado de esto, y a quién aludo. Es una de mis santas que en la India recoge por la calle niños y adultos moribundos y hambrientos. Es un ser maravilloso, me gustaría mucho que tuvieseis ocasión de conocerla.

Antes de ir a América, yo practicaba la medicina en Suiza y me sentía muy feliz. De hecho, yo había preparado mi vida para ir a la India con el fin de trabajar como médico —como lo hizo Albert Schweitzer en África—, pero dos meses antes de partir se me informó que el proyecto había fracasado y en lugar de la jungla india yo desembarcaba en la jungla neoyorquina, después de haberme casado con un americano que me llevó allí, donde menos ganas tenía de vivir. Esto tampoco fue una casualidad. No fue el azar.

Es fácil cambiarse de casa en una ciudad que a uno le gusta, pero irse a vivir a una ciudad que no os atrae en absoluto, es una prueba a la que os sometéis para verificar que sois capaces de realizar el objetivo fijado para la propia vida.

Encontré un trabajo de médico en el Manhattan State Hospital, que también es un sitio horrible. En aquella época yo no sabía gran cosa de psiquiatría y me sentía muy sola, miserable y desgraciada. Además yo no quería hacer desgraciado a mi marido, así que me dediqué completamente a mis enfermos y me identifiqué con su soledad, su desgracia y su desesperación.

Poco a poco ellos empezaron a confiar en mí y a comunicarme sus sentimientos, y de pronto comprendí que no estaba sola con mis miserias. Durante dos años lo único que hice fue vivir y trabajar con estos enfermos. Para compartir su soledad celebraba con ellos todas sus fiestas, ya fueran Yon Kippour, Navidad, Hannukkan o Pascua.

Como os decía, sabía poco de psiquiatría, y particularmente de psiquiatría teórica, que en mi posición tenía que conocer.

A causa de mis insuficientes conocimientos lingüísticos, tenía dificultades para comunicarme con mis enfermos, pero nos amábamos mucho. Sí, verdaderamente, nos amábamos mucho. Al cabo de dos años el noventa y cuatro por ciento de estos enfermos pudieron abandonar el hospital y defenderse en Nueva York, y desde entonces muchos de ellos trabajan y asumen todas sus responsabilidades. Debo deciros que todos estaban condenados como «esquizofrénicos irrecuperables».

Intento explicaros que el saber es útil, sin duda, pero que el conocimiento solo no ayudará a nadie. Si no utilizáis, además de la cabeza, vuestro corazón y vuestra alma, no ayudaréis a nadie. Fueron estos enfermos mentales, al principio sin esperanza, los que me enseñaron esta verdad. En el transcurso de mi trabajo con ellos (ya fueran esquizofrénicos crónicos o niños minusválidos mentales, o moribundos) descubrí que cada uno tiene una finalidad propia. Cada uno de estos enfermos puede, no solamente aprender y recibir vuestra ayuda, sino llegar a convertirse además en vuestro maestro. Esto también es verdad, tanto en los niños minusválidos mentales, aunque no tengan más que seis meses, como en el de los esquizofrénicos profundos, que a primera vista tienen un comportamiento animal. Pero los mayores maestros de este mundo son los moribundos.

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