Read La mujer del viajero en el tiempo Online
Authors: Audrey Niffenegger
—Clare.
Ella me sonríe con inocencia.
—¿Qué decidimos exactamente la última vez que me viste? ¿Qué planeamos hacer el día de tu cumpleaños?
Clare vuelve a ruborizarse.
—Bueno, pues... Esto —dice ella, señalando nuestro picnic.
—¿Nada más? No es que no me parezca fantástico, claro...
—Bueno, sí.
Soy todo oídos, porque creo que sé lo que va a decirme.
—Dime.
Clare está muy sonrojada, pero se las arregla para adoptar un aire de dignidad cuando dice:
—Decidimos que haríamos el amor.
—Ah. —De hecho, siempre me he preguntado cuáles debían de ser las experiencias sexuales de Clare antes del 26 de octubre de 1991, cuando nos conocimos por primera vez en el presente. A pesar de ciertas provocaciones muy sorprendentes por parte de Clare, me he negado a hacerle el amor y he pasado muchas horas de diversión, charlando con ella sobre esto y lo otro, mientras intentaba ignorar el dolor de mis erecciones. Sin embargo, en el día de hoy Clare es adulta, si no emocionalmente, al menos sí desde un punto de vista legal, y es obvio que no voy a trastocarle mucho la vida... Me refiero a que ya le he obsequiado con una infancia de lo más extraña por el hecho de aparecer en su vida. ¿Cuántas niñas tienen ante sus ojos al que terminará por ser su marido, apareciendo a intervalos regulares completamente desnudo? Clare me observa mientras reflexiono. Pienso en la primera vez que hice el amor con ella, y me pregunto si también fue la primera vez que ella me lo hizo a mí. Decido que se lo preguntaré cuando regrese al presente. Mientras tanto Clare está guardando las cosas en la cesta de picnic.
—¿Qué has decidido?
—Que sí.
Clare está nerviosa, y también asustada.
—Henry. Tú me has hecho el amor muchas veces...
—Muchas, muchísimas veces.
Le cuesta hablarme de esto.
—Siempre es precioso —le digo—. Es lo más bonito que me ha pasado en la vida. Lo haré con muchísima suavidad. —Cuando pronuncio estas palabras, de repente me pongo nervioso. Me siento responsable y un poco Humbert Humbert, además me da la sensación que me observa muchísima gente, y que todas esas personas son Clare. Nunca me he sentido menos sexual. En fin. Respira hondo—. Te quiero.
Nos ponemos en pie, un poco inclinados por la superficie irregular de la manta. Abro los brazos y Clare viene hacia mí. Nos quedamos quietos, abrazándonos en el calvero como los novios de un pastel de bodas. A fin de cuentas, se trata de Clare, enfrentada a mi yo de cuarenta y un años, casi con el mismo aspecto de la primera vez que nos conocimos. Sin miedo. Inclina la cabeza hacia atrás. Yo me inclino sobre ella y la beso.
—Clare.
—¿Mmmm?
—¿Estás absolutamente segura de que estamos solos?
—Todos se han ido a Kalamazoo, salvo Etta y Nell.
—Lo digo porque noto como si fuera a formar parte de una exposición de fotos tomada con una
candid camera.
—Qué paranoico. Muy triste, la verdad.
—Da igual.
—Podríamos ir a mi dormitorio.
—Es demasiado peligroso. Señor, es como estar en el instituto.
—¿Qué?
—Nada.
Clare se retira un poco y se baja la cremallera del vestido. Se lo quita por la cabeza y lo deja caer sobre la manta con una despreocupación admirable. Se descalza y se quita luego las medias. Se desabrocha el sujetador, lo aparta a un lado y se baja las braguitas. Clare está ahora ante mí, completamente desnuda. Es como un milagro: todas las pequeñas marcas a las que tanto afecto les tenía se han desvanecido; su estómago es plano, sin rastro de los embarazos que nos traerán tanto dolor, tanta felicidad. Esta Clare es algo más delgada, y mucho más radiante que la Clare que amo en la actualidad. Soy de nuevo consciente de la gran tristeza que se ha apoderado de nosotros. Sin embargo, hoy todo eso ha desaparecido como por arte de magia; hoy la posibilidad de disfrutar es inminente. Me arrodillo y Clare se acerca a mí. Aprieto mi rostro contra su estómago durante unos instantes, y luego levanto la mirada; Clare se yergue ante mí, y coloca sus manos en mi pelo, envuelta en el cielo azul y despejado.
Me quito la chaqueta con un movimiento de los hombros y me desabrocho la corbata. Clare se arrodilla y me ayuda hábilmente con los gemelos; los dos estamos concentrados como si fuéramos una brigada de artificieros. Me bajo los pantalones y los calzoncillos. No hay modo alguno de hacerlo con gracia. Me pregunto cómo se las apañan los bailarines de striptease. A lo mejor, se limitan a saltar por el escenario, pierna dentro, pierna fuera. Clare se ríe a carcajadas.
—Jamás te había visto desvestirte. No es un espectáculo demasiado recomendable.
—Ese comentario me ha herido en lo más hondo. Ven aquí y deja que te lama hasta borrarte esa mueca de ironía de la cara.
—Ay.
Al cabo de quince minutos me enorgullece decir que, sin duda alguna, he borrado todo rastro de superioridad de la cara de Clare. Por desgracia, se está poniendo cada vez más tensa, más... a la defensiva. A pesar de los catorce años y solo Dios sabe cuántas horas y días transcurridos haciéndole el amor con alegría, angustia, premura y languidez, debo confesar que esto es absolutamente nuevo para mí. Deseo, si es posible, que ella experimente la misma sensación de hallarse en el paraíso que yo sentí cuando la conocí e hicimos el amor por vez primera, o al menos eso era lo que yo pensé, ingenuo de mí. Me incorporo, jadeando. Clare imita mi gesto y se abraza las rodillas, en ademán protector.
—¿Estás bien?
—Tengo miedo.
—No pasa nada. —No dejo de pensar—. Te juro que la próxima vez que nos veamos prácticamente me violarás. Quiero decir que tienes un talento excepcional para esto.
—¿Ah, sí?
—Eres incandescente. —Revuelvo el contenido de la cesta de picnic: vasitos, vino, condones, toallitas—. Has pensando en todo. —Sirvo un vasito de vino para cada uno—. Por la virginidad.
Si tan solo poseyéramos un mundo suficiente, y el tiempo.
Bébetelo.
Clare bebe, obediente, como una niña que se toma la medicina. Le vuelvo a llenar el vasito, y bebo el contenido del mío de un solo trago.
—¿No dijiste que no debías beber?
—Esta es una ocasión de gran trascendencia. Hay que entonarse.
Clare pesa cincuenta y cuatro kilos, pero estos vasitos son medida Confederación.
—Uno más.
—¿Más? —se sorprende ella—. Me voy a quedar dormida.
—Te relajarás.
Clare se lo bebe de un trago. Aplastamos los vasitos y los lanzamos a la cesta de picnic. Luego me echo de espaldas y extiendo los brazos como alguien que va a broncearse, o bien a ser crucificado. Clare se tiende a mi lado. La atraigo hacia mí hasta que nos quedamos de costado, el uno frente al otro. El pelo le cae por los hombros, y le cubre los pechos de un modo precioso y conmovedor. Por enésima vez desearía ser pintor.
—Clare.
—¿Sí?
—Imagina que estás abierta; vacía. Alguien se ha llevado tus visceras y solo te ha dejado las terminaciones nerviosas —le explico, con la punta del dedo índice en su clítoris.
—Pobrecita Clare. Sin visceras.
—Ah, pero eso es bueno, ya lo verás, porque ahí dentro te queda un espacio fabuloso. Piensa en todas las cosas que podrías meter si no tuvieras todos esos ríñones, estómagos y páncreas absurdos, por no hablar de otras cosas.
—¿Qué cosas?
Está muy húmeda. Aparto mi mano y con cuidado rasgo el paquete de condones con los dientes, algo que no había hecho desde hace años.
—Canguros, tostadoras, penes...
Clare me coge el condón con un disgusto fascinado. Está echada de espaldas, lo desdobla y lo huele.
—Ecs. ¿Es necesario?
A pesar de que a menudo me niego a contarle muchas cosas a Clare, son pocas las veces que le miento. Por consiguiente, siento que me reconcome la culpabilidad cuando le digo:
—Me temo que sí.
Se lo vuelvo a coger, pero en lugar de ponérmelo, decido que lo más adecuado a esta situación es el cunnilingus. Clare, en el futuro, será una adicta al sexo oral, y saltará edificios altísimos de un solo brinco y fregará los platos cuando no le toca para conseguirlo. Si el cunnilingus fuera una prueba olímpica, me darían una medalla, sin duda alguna. Le abro las piernas y le aplico la lengua en el clítoris.
—Oh, Dios mío —exclama Clare bajito—. Dios del cielo...
—No grites —le advierto.
Etta y Nell bajarán al claro para ver qué ocurre si Clare se entusiasma de verdad. Al cabo de un cuarto de hora la he guiado unos cuantos estadios por debajo de la cadena evolutiva, hasta convertirla en un núcleo limitado con varios periféricos cerebrales en el córtex. Desdoblo el condón y, despacio y con cuidado, me deslizo dentro de Clare, imaginando que se rompen tejidos y la sangre mana a mi alrededor. Tiene los ojos cerrados y, al principio, pienso que ni siquiera es consciente de que en realidad estoy dentro de ella, a pesar de que me encuentro justo encima, pero entonces abre los ojos y sonríe, triunfante, beatífica.
Consigo correrme bastante rápido; Clare me observa, concentrándose, y mientras me corro veo que su rostro denota sorpresa. ¡Qué raro es todo! ¡Qué cosas más extrañas hacemos los animales! Caigo rendido sobre ella. Estamos bañados en sudor. Noto los latidos de su corazón, o quizá del mío.
Salgo con cuidado de ella y tiro el condón. Permanecemos echados, de lado, mirando el cielo tan azul. El viento se mece sobre la hierba y le arranca un sonido marino. Miro a Clare. Diría que se la ve atónita.
—Eh, Clare.
—Hola —me dice con un soplo de voz.
—¿Te ha dolido?
—Sí.
—¿Te ha gustado?
—¡Oh, sí! —exclama, y se pone a llorar.
Nos incorporamos y la abrazo. Está temblando.
—Clare, Clare, ¿qué ocurre?
No logro entender su respuesta, pero entonces me dice:
—Te vas a marchar, y no te veré durante muchos años.
—Solo serán dos. Dos años y unos meses.
Clare se queda en silencio.
—Oh, Clare. Lo siento. No puedo evitarlo. Es curioso, porque yo también estaba echado pensando que el día de hoy ha sido una bendición. Estar aquí contigo haciendo el amor en lugar de perseguido por matones o congelándome hasta los huesos en algún establo, o bien soportando la estúpida mierda a la que tengo que enfrentarme. Además, cuando regreso, estoy contigo. Hoy ha sido maravilloso.
Clare sonríe, un poco; y le doy un beso.
—¿Por qué siempre me toca quedarme a esperar?
—Porque tu ADN es perfecto, y no sales disparada hacia el tiempo como una patata caliente. Por otra parte, no olvides que la paciencia es una virtud.
Clare me golpea levemente el pecho con los puños.
—Debes tener en cuenta que tú me conoces de toda la vida, mientras que yo te conoceré a los veintiocho. Por lo tanto, todos esos años antes de encontrarnos los paso...
—Follando con otras mujeres.
—Bueno, sí; pero al no ser consciente de ello, todo eso se resume en unas cuantas prácticas para cuando te conozca. Además es un juego muy solitario y extraño. Si no me crees, inténtalo y verás. Yo jamás me enteraré. Es distinto cuando todo te da igual.
—Yo no quiero a nadie más.
—Perfecto.
—Henry, solo dame una pista. ¿Dónde vives? ¿Dónde nos conocemos? ¿Qué día?
—Una pista: Chicago.
—Dime más.
—Ten confianza. Todo está ahí, delante de ti.
—¿Somos felices?
—Por lo general, estamos locos de felicidad; pero también somos muy infelices por razones que ninguno de los dos puede subsanar. Como, por ejemplo, el hecho de estar separados.
—Entonces mientras estás aquí, conmigo, ¿resulta que no estás conmigo en el futuro?
—Bueno, no exactamente. Puede que al final haya estado ausente solo diez minutos, o bien diez días. No hay reglas escritas. Eso es lo que te resulta tan difícil a ti de aceptar. Además, en ocasiones termino metido en situaciones peligrosas, y vuelvo a tus brazos fracturado y hecho unos zorros; por eso te preocupas tanto cuando me marcho. Es como estar casada con un policía.
Estoy agotado. Me pregunto cuál será mi edad real, en tiempo real. Según el calendario tengo cuarenta y un años, pero con todas estas idas y venidas puede que, en realidad, tenga cuarenta y cinco o cuarenta y seis. O bien treinta y nueve. ¿Quién sabe? Hay algo, sin embargo, que quiero decirle. ¿Qué era exactamente?
—Clare.
—Dime, Henry.
—Cuando vuelvas a verme, recuerda que yo no te conoceré; no te entristezcas cuando, al encontrarte, te trate como a una desconocida, porque para mí serás alguien absolutamente nuevo en mi vida. Ah, y por favor, no me atosigues contándomelo todo de golpe. Ten piedad, Clare.
—¡La tendré! Oh, Henry... ¡Quédate!
—Chitón. Pronto estaré contigo. —Nos quedamos echados. Me invade el agotamiento y sé que desapareceré en cuestión de minutos.
—Te quiero, Henry. Gracias por... el regalo de cumpleaños.
—Te quiero, Clare. Pórtate bien.
Dicho lo cual, me desvanezco.
Jueves 10 de febrero de 2005
Clare tiene 33 años, y Henry 41
C
LARE
: Es jueves por la tarde y estoy en el estudio, elaborando un papel kozo amarillo pálido. Hace casi veinticuatro horas que Henry se ha marchado y, como siempre, me siento escindida entre la obsesión de pensar dónde estará él, y en qué época, y el cabreo de saber que no está aquí y tener que preocuparme por cuándo regresará. El tema me desconcentra y estropeo un montón de hojas; las extraigo del suketa y las vuelvo a poner en el tanque. Al final, me tomo un respiro y me sirvo una taza de café. Hace frío en el estudio, y el agua de la tanqueta tendría que ser fría, aunque la he calentado un poco para impedir que se me cuarteen las manos. Envuelvo la taza de cerámica con las palmas de mis manos. El vapor nubla mi cara cuando me acerco para inhalar la humedad y el aroma de café. En ese momento, a Dios gracias, oigo a Henry silbar mientras se acerca al estudio por el caminito del jardín. Se sacude la nieve de las botas y se desprende del abrigo con un brusco ademán. Tiene un aspecto fantástico, desborda alegría. Se me acelera el corazón y aventuro una conjetura:
—¿Era el 24 de mayo de 1989?
—¡Sí! ¡Desde luego que sí! —exclama Henry, aupándome al vuelo, con el delantal mojado y las botas de agua, y zarandeándome.