Mabel no recordaba cuándo tuvo una de esas sensaciones por última vez.
Cogió las camisas de Jack y se puso a remendarlas. Intentó no mirar por la ventana. Si al menos nevara… Quizá el blanco suavizaría esas lóbregas líneas. Quizá lograría crear un punto de luz al que poder aferrarse.
Pero durante toda la tarde las nubes siguieron altas y finas, el viento arrancó hojas muertas de las ramas y la luz se apagó como si fuera una vela. Al pensar en el frío atroz que la dejaría atrapada en la cabaña se le aceleró la respiración. Se puso a dar vueltas por la casa sin dejar de repetirse en voz baja: «No puedo hacerlo. No puedo hacerlo».
Había armas de fuego en casa y ella lo había pensado más de una vez. El rifle de caza junto a la librería, la pistola sobre la puerta y un revólver que Jack tenía guardado en el cajón superior de la cómoda. Mabel no había disparado un solo tiro en toda su vida, pero no era eso lo que la detenía. Era la violencia y el horror indecoroso de un acto como ese, y la culpa que inevitablemente le seguiría. La gente diría de ella que era débil de mente o espíritu, y de Jack, que era un mal marido. ¿Y qué sería de él? ¿Qué vergüenza y culpa tendría que soportar?
Sin embargo, el río… era distinto. Nadie a quien culpar, ni siquiera a ella. Sería un desafortunado accidente. Si hubiera sabido que el hielo no la sostendría, diría la gente. Si hubiera sabido lo peligroso que era…
La tarde se convirtió en noche, y Mabel abandonó la ventana para encender una lámpara de aceite que había sobre la mesa, como si fuera a preparar la cena, a esperar el regreso de Jack como si ese día fuera a terminar igual que cualquier otro, pero en su cabeza ya recorría el sendero que conducía al río Wolverine a través del bosque. La lámpara ardía mientras ella se anudaba las botas, se echaba el abrigo sobre la bata y cruzaba la puerta. Cabeza y manos desnudas al viento.
Mientras caminaba entre los árboles yermos, se sentía eufórica y embotada a la vez, helada por la claridad de sus propósitos. No pensó en lo que dejaba atrás, sino solo en el instante concreto e inmediato, sensaciones precisas y sin matiz alguno. El fuerte ruido de sus botas sobre la escarcha. La gélida brisa acariciándole el pelo. Se sentía extrañamente poderosa y segura de sí misma.
Salió del bosque y se paró al borde del río helado. Lo único que alteraba la calma era alguna ráfaga de viento que le pegaba la falda a las medias de lana y empujaba el limo sobre el hielo. Más arriba, el lecho glaciar llegaba a tener más de ochocientos metros de ancho y aparecía surcado por bancos de grava, trozos de madera y una trenza de canales poco profundos, pero a esta altura el río era estrecho y hondo. Mabel alcanzaba a ver el acantilado de esquisto que se alzaba a lo lejos y descendía sobre el hielo negro. Allí, el agua la cubriría por completo.
Encaminó sus pasos hacia ese acantilado aunque esperaba ahogarse antes de llegar. El hielo tenía tres o cuatro centímetros de grosor a lo sumo; nadie se atrevería a cruzar por ese punto traicionero ni siquiera en los meses álgidos del invierno.
Al principio las botas se le quedaron encalladas en las piedras, pegadas en la orilla arenosa, pero luego consiguió descender de la orilla y vadear un pequeño riachuelo de hielo fino y quebradizo. A continuación cruzó una zona de grava y se recogió la falda para pasar por encima de un tronco, castigado por los elementos.
Cuando llegó al lecho del río, donde el agua descendía hacia el valle, el hielo ya no era blanco y quebradizo sino negro y firme, como si se hubiera solidificado la noche anterior. Deslizó las botas por la superficie y casi se rió de ese cuidado absurdo: preocuparse de no resbalar cuando rezaba para que el hielo se partiera bajo sus pies.
Estaba a varios metros de distancia de la orilla cuando se permitió parar y bajar la vista hacia sus botas. Era como caminar sobre cristal. Veía rocas graníticas debajo de las agitadas aguas color turquesa. Una hoja amarilla flotaba a la deriva, y ella se imaginó flotando a su lado y teniendo una fugaz visión del cielo desde el otro lado de aquel hielo diáfano. ¿Conseguiría ver el cielo antes de que el agua inundara sus pulmones?
Burbujas del tamaño de su mano se veían por todas partes, congeladas en círculos blancos, y alguna zona presentaba grietas grandes y visibles. Se preguntó si el hielo sería más frágil en esos puntos y si debía ir hacia ellos, o más bien evitarlos. Irguió los hombros, miró hacia delante y avanzó sin bajar la vista.
Tras cruzar el centro del canal, el acantilado se hallaba a un brazo de distancia, las aguas emitían un rugido ahogado y el hielo cedió un poco bajo su peso. Contra su voluntad, miró hacia abajo y lo que vio la aterró. No había burbujas. Ni grietas. Solo un abismo negro e insondable, como si el cielo nocturno se desplegara debajo de sus botas. Se dispuso a dar un paso más hacia el acantilado y entonces se oyó un crujido, un chasquido potente y sonoro, como el de una botella de champán al ser descorchada. Mabel abrió las piernas, le temblaban las rodillas. Esperó a que cediera el hielo, a que su cuerpo se hundiera en el río. Al oír otro ruido sordo tuvo la seguridad de que el hielo se hundía, pero solo unos milímetros, una distancia imperceptible únicamente marcada por aquel horrible sonido.
Se mantuvo inmóvil y respiró hondo, pero el agua no llegó. El hielo la sostuvo. Movió los pies despacio, primero uno y luego el otro, una y otra vez, y recorrió el breve trecho que la separaba del acantilado. Nunca había imaginado que llegaría hasta allí, al otro lado del río. Apoyó las manos desnudas en la fría superficie de esquisto, luego hizo lo propio con todo su cuerpo, hasta que su frente rozó la piedra y pudo percibir su olor, a vejez, a humedad.
Aquel frío empezó a penetrarla, así que bajó los brazos, dio media vuelta y emprendió el viaje de retorno por el mismo camino. Tenía el corazón en un puño. Andaba con paso vacilante. Se preguntó si sería entonces, de regreso a casa, cuando hallaría la muerte en aquel río helado.
Al acercarse a la orilla quiso correr, pero la capa de hielo era demasiado lisa y acabó resbalando y tropezando en el banco de arena. Tomó aire, tosió y casi se echó a reír, como si todo hubiera sido una apuesta osada y absurda. Luego se agachó, con las manos en los muslos, e intentó incorporarse.
Se levantó despacio. El paisaje apareció inmenso ante sus ojos. El sol se ponía en el río, lanzando una fría estela rosada por las cimas blancas de las montañas que cerraban ambos lados del valle. Río arriba, los pequeños arbustos, los bancos de grava, los bosques de abetos y los álamos bajos cubrían la montaña de un azul acerado. Ni campos, ni vallas; ni casas, ni carreteras. Ni un alma en ninguna dirección. Solo naturaleza en estado puro.
Mabel sabía que era hermoso, pero de una belleza que te abría en canal y te arrancaba las entrañas hasta tal punto que, aun sobreviviendo a ella, uno se sentía indefenso, a su merced. Dio la espalda al río y emprendió el camino a casa.
El candil aún ardía cuando llegó a la cabaña. Su brillo iluminaba la ventana de la cocina, y cuando abrió la puerta y entró, se sintió abrumada por el calor y esa luz parpadeante. Todo le resultaba extraño, dorado. No esperaba volver.
Tuvo la impresión de que había estado fuera durante horas, pero ni siquiera habían dado las seis de la tarde y Jack aún no había llegado. Se quitó el abrigo y fue hacia el horno de leña; dejó que el calor la invadiera dolorosamente a través de manos y pies. Cuando por fin pudo abrir y cerrar los dedos, sacó cazuelas y sartenes, perpleja ante la futilidad de la tarea que iba a acometer. Añadió leña al horno, preparó la cena y luego se sentó a la mesa con la espalda bien recta y las manos cruzadas sobre su regazo. Unos minutos después Jack cruzaba la puerta: pisó con fuerza con las botas y se sacudió la paja del abrigo de lana.
Ella se dedicó a observarle, segura de que adivinaría de algún modo que había sobrevivido a algo terrible. Jack se lavó las manos en la pila, se sentó a su lado y bajó la cabeza.
—Bendice estos alimentos, Señor —murmuró—. Amén.
Ella sirvió una patata en cada plato, acompañada de unas zanahorias hervidas y judías pintas. No hablaron. Solo se oía el ruido de tenedores y cuchillos sobre los platos. Ella intentó comer, pero no pudo. Notaba que las palabras se acumulaban sobre su regazo como piedras de granito, y cuando por fin se decidió a hablar, le pesaban tanto que solo logró decir:
—Hoy he ido al río.
Él no levantó la cabeza. Ella esperaba que le preguntara por qué había hecho tal cosa. Quizá así ella podría contárselo.
Jack pinchó una zanahoria con el tenedor y luego rebañó las judías con un trozo de pan. No dio señal alguna de haberla oído.
—Está totalmente congelado, hasta los acantilados —dijo ella, su voz era casi un susurro. Con los ojos bajos y la garganta tomada, esperó, pero solo oyó el ruido que hacía Jack al masticar, el de su tenedor en el plato.
Mabel levantó la vista y vio esas manos quemadas por el viento, los puños despellejados, las patas de gallo que enmarcaban sus ojos cansados. No recordaba cuándo había acariciado esa piel por última vez, y la idea le dolió en el pecho como si fuera soledad lo que sentía. Distinguió unas hebras plateadas en su barba rojiza. ¿Cuándo habían aparecido? También ella envejecía. Ambos se estaban desvaneciendo sin que el otro se percatara de ello.
Removió la comida sin comerla. Miró al candil que colgaba del techo y vio que de él salían esquirlas de luz. Mabel rompió a llorar. Por un instante dejó que las lágrimas cayeran por sus mejillas y llegaran a las comisuras de sus labios. Jack siguió comiendo, cabizbajo. Ella se levantó a dejar su plato en la cocina. Al volverse, se secó la cara con el delantal.
—El hielo aún no es sólido —advirtió Jack desde la mesa—. Es mejor no acercarse.
Mabel tragó saliva, carraspeó.
—Sí. Por supuesto.
Se entretuvo en la cocina hasta que se le aclararon los ojos, luego regresó a la mesa y echó unas cuantas zanahorias más en el plato de Jack.
—¿Cómo va el campo nuevo? —le preguntó.
—Tirando. —Se llevó un trozo de patata a la boca y luego se la limpió con el dorso de la mano—. Terminaré de talar y cortar los árboles en unos días y quemaré algunos tocones más.
—¿Quieres que vaya a ayudarte? Podría vigilar las hogueras.
—No hace falta. Ya puedo yo.
Aquella noche, mientras estaban acostados, ella fue súbitamente consciente de la presencia de su marido, del olor a paja, de las agujas de abeto en su pelo y en su barba, del peso que hacía crujir la cama, del sonido de su respiración lenta y fatigada. Él yacía a su lado, de espaldas. Ella extendió la mano con la intención de tocarle el hombro, pero en su lugar bajó el brazo y siguió tumbada en la oscuridad, contemplando sus hombros.
—¿Crees que lograremos superar el invierno? —le preguntó.
Jack no contestó. Quizá estuviera dormido. Ella dio media vuelta y se puso de cara a la pared de troncos.
Cuando su marido habló, Mabel no estuvo segura de si su voz sonaba ronca por la somnolencia o la emoción.
—No es que tengamos muchas opciones, ¿verdad?
La mañana era tan fría que cuando Jack salió a poner el arnés al caballo, las botas de cuero no se doblaban y sus manos trabajaban con torpeza. Soplaba un constante viento del norte desde el río. Él habría preferido quedarse en casa, pero ya había metido las tartas de Mabel en la tartera, envueltas en papel, listas para ser llevadas a la ciudad. Se palmeó los brazos y pisó con fuerza para acelerar el flujo sanguíneo. Hacía un frío atroz, e incluso los calzoncillos largos que llevaba bajo los tejanos parecían una simple capa de algodón pegada a las piernas. No resultaba fácil renunciar al calor del horno de leña para enfrentarse a aquello a solas. El sol amenazaba con salir por el otro lado del río, pero su luz era débil, plateada, y ofrecía un escaso consuelo.