La niña de nieve (8 page)

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Authors: Eowyn Ivey

Tags: #Narrativa

BOOK: La niña de nieve
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—¿Has salido?

—No. No desde que fui al retrete, a media noche.

Él se levantó.

—¿No vas a desayunar? —preguntó ella.

—Voy solo a por un poco de leña. Para que no se apague el fuego.

Esta vez sí se puso el abrigo y los guantes antes de abrir la puerta. El sol se reflejaba en la nieve con tanta fuerza que sus destellos le hicieron parpadear. Caminó hacia el montón de leña, y en el camino de regreso vio a la niña de nieve, o lo que quedaba de ella. Una masa de nieve sin forma. Sin bufanda. Ni mitones. Tal y como la había visto la noche anterior, aunque entonces, bajo la luz del sol, ya no cabía duda alguna. Las huellas seguían corriendo por el suelo blanco, cruzando el patio en dirección a los árboles. Entonces vio al conejo muerto. Una liebre blanca, junto a la puerta. Pasó a su lado sin detenerse. Una vez dentro, dejó que la leña cayera al suelo con estrépito, junto al horno; luego se quedó parado, con la mirada perdida.

—¿Has notado algo raro? —dijo él por fin.

—¿Te refieres al descenso de la temperatura?

—No. Hablo de algo fuera de lo habitual.

—¿Como qué?

—Anoche me pareció oír algo. Debía de estar soñando.

Después de desayunar, Jack salió a dar de comer a los animales. De camino al establo, recogió la liebre muerta y la ocultó con su cuerpo para que Mabel no la viera desde la ventana. Ya a salvo de la mirada de su esposa, la observó de cerca. Podía ver por dónde la habían matado, probablemente con un cepo fino que le había atravesado el pelo blanco y la piel blanda. Estaba rígida. Después, una vez se hubo ocupado de los animales, se encaminó hacia la parte trasera del establo y lanzó el conejo muerto hacia los árboles, tan lejos como pudo.

Cuando entró en la cabaña, Mabel calentaba agua para lavar.

—¿Has visto las huellas? —preguntó ella sin mirar hacia él.

—¿Qué huellas?

Ella señaló al exterior.

—¿Esas? —preguntó él—. Deben de ser de un zorro.

—¿Las gallinas están a salvo?

—Están perfectamente.

Jack descolgó la escopeta de encima de la puerta y dijo a su esposa que iba a por el zorro.

De repente se había dado cuenta de lo que le inquietaba de ese rastro. Empezaba en la pila de nieve y avanzaba en una dirección: hacia el bosque. No había huellas que llegaban al patio.

El rastro seguía visible entre los abedules, sobre los troncos desnudos y rodeando las ramas desnudas y espinosas de los rosales. Jack fue siguiendo sus vuelcos y giros. No parecían las huellas de un niño perdido, sino las de un animal salvaje: un zorro o un armiño. El rastro se interrumpía, recorría la nieve, daba vueltas sobre sí mismo, y un rato después Jack ya no estaba seguro de estar siguiendo el auténtico. Si se trataba de un niño, ¿por qué no se había acercado a la puerta? ¿Por qué no había pedido ayuda? Y las huellas no conducían hacia el ferrocarril, hacia el sur, hacia las otras fincas, sino que cruzaban los árboles sin rumbo fijo. Cuando volvió la mirada, se percató de que había perdido de vista la cabaña y comprendió que el rastro avanzaba hacia el norte, en dirección a las montañas. A las huellas de las botas se unían de vez en cuando otras distintas. Las del zorro, entrecruzándose con las humanas para luego alejarse. Siguió el rastro de las pisadas de la supuesta cría, observándolas de cerca. ¿Por qué acecharía un zorro a una niña entre los árboles? Sin dejar de mirar el rastro, empezó a dudar de sus propias conclusiones. Quizá fuera la niña la que siguiera al zorro. Quizá por eso el rastro era tan errático.

Jack se detuvo ante el tronco partido de un álamo y se sentó con la espalda apoyada en él. Debía de haber perdido el rastro. Se secó el sudor de la frente. Hacía frío, pero el aire era seco, sereno, y él había entrado ya en calor. Se preguntó si se había equivocado en sus apreciaciones. Quizá había estado siguiendo el rastro de un zorro todo el tiempo. Regresó junto a las huellas y se agachó a su lado, casi esperando ver simplemente marcas de pezuñas. Pero no, ahí seguían las suaves pisadas del tamaño de un niño.

Siguió el rastro un poco más, hasta que se internó por un pequeño barranco y luego hacia un frondoso bosque de abetos. Él casi no podía pasar entre los árboles. Avanzó un buen trecho, y al volverse sintió una súbita sensación de pánico: había estado tan pendiente de las huellas que había prestado poca atención al paisaje que le rodeaba. Los árboles y la nieve eran idénticos en todas direcciones. Recordó entonces sus propias pisadas en la nieve. Sería un largo y enrevesado camino de regreso, pero llegaría por fin.

Cuando apareció, Mabel le esperaba en la puerta de la cabaña, nerviosa. Se secó las manos en el delantal y le ayudó a quitarse el abrigo.

—Empezaba a preocuparme.

Jack acercó las manos al fuego.

—¿Y bien? ¿Has encontrado al zorro?

—No, solo sus huellas, por todas partes.

No quiso hablarle de las pisadas de la niña, ni del conejo muerto que había encontrado frente a la puerta. Pensó que la idea la inquietaría.

Capítulo 6

Mientras regresaba del excusado, Mabel observó nerviosa el rastro que cruzaba la nieve. Nunca antes había visto el rastro de un zorro tan cerca de la cabaña. Sabía que eran criaturas pequeñas, pero igualmente la asustaban. Pisó las huellas, pero entonces la forma lisa, alargada, le llamó la atención. No eran huellas de animal. Cada una mostraba claramente la suela de una bota menuda. Levantó la cabeza y siguió el rastro que iba hacia la niña de nieve que ella y Jack habían hecho la noche anterior. Ya no estaba.

Corrió hacia la cabaña, alterada.

—¿Jack? Alguien ha destruido la niña de nieve. Alguien ha estado en el patio.

Él estaba en la cocina, afilando la navaja con una piedra.

—Lo sé.

—Creí que habías dicho que había sido un zorro.

—Hay huellas de zorro, en el bosque.

—Pero ¿y esas de ahí?

—Son de una niña.

—¿Cómo lo sabes?

—Por el tamaño. Y estoy bastante seguro de haberla visto anoche. Corriendo entre los árboles.

—¿La viste? ¿A quién?

—A una niña. Llevaba tu bufanda azul.

—¿Qué? ¿Por qué no me lo dijiste? ¿Fuiste tras ella?

—Esta mañana. Cuando te dije que iba a por el zorro. Intenté averiguar adónde fue, pero perdí el rastro.

—Pero, anoche… había una niña sola con ese tiempo. ¿No se te ocurrió que podía necesitar ayuda? Debía de haberse escapado de alguna cabaña.

—Lo ignoro, Mabel.

Ella volvió hacia fuera y observó las huellas. Formaban un solo rastro, sobre la nieve, alejándose de la cabaña en dirección al bosque.

Durante los siguientes días los cielos se despejaron, un intenso frío se apoderó del valle y las huellas de la niña quedaron cubiertas de hielo. Sus pisadas siguieron surcando con delicadeza los pensamientos de Mabel, y la dejaron con la sensación de haber olvidado algo.

Una tarde fue hacia el estante donde guardaba una docena de sus libros favoritos, una hilera de volúmenes entre dos topes de madera. Los
Poemas
de Emily Dickinson,
Walking
de Henry David Thoreau,
Queen Silver-Bell
de Frances Hodgson Burnett. Mientras acariciaba los lomos con aire distraído, recordó un cuento de hadas que su padre le había leído a menudo. Evocó las tapas azules y de piel gastada, el resplandor dorado de las ilustraciones. En una de ellas, una niña tendía sus manos enguantadas hacia dos ancianos, un hombre y una mujer, que estaban arrodillados ante ella; esos dos ancianos la habían hecho de nieve.

Al día siguiente, cuando fue a dar de comer a las gallinas, pasó junto a las pequeñas huellas.

Despertó, rodeada de silencio, y notó el cambio antes de mirar por la ventana o abrir la puerta. Era una quietud sofocada, un frío denso que apretaba las paredes de la cabaña a pesar del calor que reinaba dentro. Jack le había dejado un buen fuego antes de salir a la caza del alce. Mabel se vistió deprisa y la sensación se confirmó en cuanto miró por la ventana y se enfrentó a un paisaje nuevo y reluciente. Había vuelto a nevar, y esa vez se trataba de una nieve fina que se había acumulado con rapidez durante la noche hasta enterrar la cabaña y las construcciones anexas. Los contornos abruptos de piedras y tocones quedaban suavizados por esa capa blanca, que formaba profundas almohadas en las copas de los abetos, se amontonaba sobre los aleros del tejado y borraba cualquier rastro anterior del suelo del patio.

Llevó una cesta con migas de pan y trozos de manzana secos que le habían sobrado de una tarta al establo, para las gallinas. Esos animales la reconfortaban; la forma en que se posaban en la viga del establo, con las plumas erizadas contra el frío. En cuanto la oyeron entrar, saltaron al suelo, entre la paja, y cloquearon como viejas que saludan a una vecina, agitando las alas. Una de ellas, blanca y negra, picoteó una miga de manos de Mabel, y ella le acarició las plumas antes de que se alejara. Observó los nidos y por fin, bajo la barriga blanda de una gallina roja, encontró dos huevos calientes.

Mabel los puso en la cesta y salió. Cuando se volvió para cerrar la puerta, distinguió algo azul entre los abetos cubiertos de nieve que se alzaban detrás del establo. Entrecerró los ojos y entonces ya no vio nada azul, sino algo de pelo rojo. Tela azul. Pelo rojo. Una niña, ligera, rápida y vestida de azul, pasando entre los árboles. Un instante y el abriguito desaparecía para dejar paso a aquella huidiza y peluda silueta. Era como aquellas imágenes en blanco y negro que vio tras echar una moneda en una caja, en Nueva York. Movimientos fugaces, niña y animal reducidos a meros parpadeos.

Mabel caminó hacia el bosque, primero despacio y luego más deprisa. Buscaba a la niña, pero la había perdido de vista. Quizá se había ido ya. A pesar de esa sospecha, Mabel siguió adelante.

Cuando se acercó a los primeros árboles y atisbó entre las nevadas copas, se sorprendió al ver a la niña tan cerca, apenas a un centenar de metros. La niña estaba agachada, de espaldas a Mabel; sus cabellos de un rubio blanco acariciaban el abrigo azul. Dudando entre gritar o no, Mabel carraspeó, y ese ruido casi asustó a la niña. Ésta se puso de pie, cogió una bolsa pequeña de la nieve y salió corriendo. Justo cuando desaparecía tras uno de los abetos enormes, miró por encima del hombro y Mabel vio sus inquietos ojos azules y su carita de diablillo. No podía tener más de siete u ocho años.

Mabel avanzó, aunque a duras penas podía andar con la nieve que le llegaba hasta la rodilla y obligada a agacharse para esquivar las copas de los árboles. La nieve caía sobre su gorro de lana y se colaba por el cuello de su abrigo, pero ella no se dio por vencida y siguió apartando las ramas. Cuando llegó a un claro y se quitó la nieve de la cara, descubrió al zorro rojo en el lugar donde antes había visto a la niña. Tenía el hocico pegado a la nieve y la espalda encorvada, como si fuera un gato que lame leche de un cuenco. De repente movió la cabeza y rompió algo con los dientes. Mabel estaba azorada. Nunca había estado tan cerca de un animal salvaje. Solo unos pasos más y habría podido tocar aquel pelo cobrizo con manchas negras.

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