La niña de nieve (12 page)

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Authors: Eowyn Ivey

Tags: #Narrativa

BOOK: La niña de nieve
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Poco después la cabaña volvía a llenarse de animada charla, esta vez sobre las estaciones, el cultivo de la tierra y el almacenaje de comida para el invierno. George y Esther hicieron reír a Jack y a Mabel con sus anécdotas de osos negros maleducados, travesuras al aire libre y caballos testarudos. Nadie volvió a mencionar a la niñita, ni las huellas borradas por la nieve.

La oscuridad rodeó la cabaña, y Mabel miraba de vez en cuando por la ventana con la esperanza de ver a esa cría, pero lo único que encontró fue su propio reflejo en el cristal.

Capítulo 9

Jack empezó con una galleta, una de las galletas hechas por Mabel.

Se levantó temprano para cargar la carne en la carreta, y cuando ya la tenía colgada de la viga del establo y había desenganchado al caballo, entró a almorzar. Cuando Mabel no miraba, se guardó una galleta en el bolsillo y le dijo que iba a trabajar al establo. En su lugar, se encaminó hacia el principio del bosque.

Le daba cierto reparo tentar a una niña de aquel modo. De pequeño, había atraído a ciervos y mapaches con trozos de comida, obteniendo buenos resultados a base de mucha paciencia. Una vez consiguió que una cierva cogiera una zanahoria de sus dedos antes de huir entre los árboles. Nunca había olvidado ese momento, después de lo que le parecieron horas de espera, en cuclillas, cuando la cierva dobló su largo cuello para coger la zanahoria. Había sentido el roce de su morro suave en las yemas de los dedos.

Quitó la nieve de un tocón y dejó la galleta. Se preguntó si era la curiosidad lo que le impulsaba. La niña no era un mapache al que tentar y atrapar. Se preocupaba por ella. Le había dado vergüenza admitirlo delante de los Benson, pero la niñita había ido una y otra vez a su finca, sin que él supiera qué la llevaba hasta allí. Tal vez necesitara algo y al mismo tiempo fuera demasiado tímida o tuviera demasiado miedo para llamar a la puerta. Quizá se sintiera sola y solo buscara compañía, pero podía también tratarse de algo más grave. Cobijo. Ropa. Comida. Alguna clase de ayuda. La idea le preocupó, así que decidió ganársela de la única forma que sabía.

Durante unas horas Jack trabajó al aire libre, apilando leña y trazando senderos. No dejó de mirar por el rabillo del ojo, pero la galleta permaneció intacta, el bosque en silencio.

A la mañana siguiente, vio unas huellas que se aproximaban al tocón, iban de un lado a otro indicando que la niña se había escondido detrás de un abeto o de un arbusto. La galleta seguía en su sitio.

Esa tarde registró la cabaña en busca de otro posible anzuelo. Revolvió latas y abrió cajas hasta que Mabel le preguntó a qué venía todo eso.

—No es nada —rezongó él, sintiéndose culpable por mentirle. Estaba seguro de que ella no aprobaría sus esfuerzos, o sugeriría otras cosas por su cuenta, y él quería hacer las cosas a su manera. De pequeño, nunca había conseguido que se le acercara un ciervo o un pájaro con sus amigos rondando a su lado.

Además, el tema de la niña parecía turbar a Mabel. Esos días ella estaba más animada y en sus ojos despuntaba un brillo que aliviaba el corazón de Jack. El tiempo que pasaba con Esther le sentaba bien. Pero siempre que salía a relucir la niña, se ponía nerviosa. A menudo la había pillado mirando por la ventana. Los mismos rasgos que le habían parecido fascinadores cuando Mabel era joven le daban ahora un aire de enferma. Era imaginativa, silenciosamente independiente, pero con los años se había asentado en ella una melancolía intensa que le inquietaba. Se dijo que hasta que tuviera más detalles sobre la niña y su situación lo mejor era correr un tupido velo sobre el asunto.

Cuando hubieron fracasado, no solo la galleta casera sino también los caramelos de menta e incluso un pedazo de tarta que había sustraído de la cocina, Jack ya no supo qué utilizar como señuelo. Recordó la bufanda y los mitones que había cogido la niña, y se preguntó si tendría frío y necesitaría más ropa. Los fugaces instantes en que la había visto le hacían dudarlo. Se la veía totalmente adaptada a la nieve con sus pieles y prendas de lana.

Entonces, en uno de sus viajes a la ciudad, vio una muñequita de porcelana en el estante del almacén. La muñeca tenía una larga melena rubia, casi como la niña, e iba vestida con un traje de colores, como una campesina europea, quizá sueca u holandesa. Era demasiado dinero para una fruslería, pero él desoyó el aviso de su conciencia, la compró a cuenta y la escondió en el bolsillo del abrigo. Al llegar a casa, se percató de que no podía esperar hasta el día siguiente, así que, a pesar de que había oscurecido ya, se la llevó consigo cuando fue a alimentar y dar de beber a los animales.

Del establo cogió el candil y anduvo hacia el tocón donde había colocado, sin éxito, el resto de las ofrendas. Sacó la muñeca del bolsillo. Quizá tanto él como Mabel hubieran perdido la razón. La fiebre de la cabaña, ¿no era así como lo había llamado Esther?

Jack alzó la voz en la noche fría y dijo, con la mayor dulzura que pudo imprimir a su tono:

—Esto es para ti. ¿Estás ahí?

Su voz era suave y ronca. Carraspeó y volvió a gritar:

—Ignoro si estás ahí ni si puedes oírme, pero queremos que lo tengas. Solo es algo que he comprado en la ciudad. Bien, buenas noches.

Albergaba la esperanza de poder verla, u oír el trino de un pájaro en los árboles, pero se enfrentó únicamente al frío y la oscuridad. Se movió un par de pasos, metió la mano en el bolsillo del abrigo y por fin se decidió a dar media vuelta, dejando la muñeca de porcelana sobre la nieve del tocón.

Cuando entró en la cabaña, Mabel había calentado agua encima del horno para que se lavara. Una nube de vapor flotó por el aire cuando vertió el agua en la jofaina. Jack se quitó la camisa, se echó una toalla sobre los hombros, se lavó la cara y se enjabonó la barba. Mabel trasteaba por la cocina, a su espalda.

—Oh —exclamó ella.

Jack levantó la cara de la jofaina y se la secó con la toalla.

—¿Qué pasa?

—La ventana. ¿Lo ves?

Mientras miraba, una densa escarcha se deshizo en plumas y guirnaldas sobre el vidrio, despacio, desde el centro hacia los extremos. Se dibujaron unas ramas blancas, parecidas al encaje, y en ellas nacieron flores de hielo. En apenas unos segundos, la ventana que había sido un vidrio claro estaba cubierta por una tupida red de escarcha.

—Quizá sea por el vapor —dijo Mabel, en una voz que era casi un murmullo. Apoyó la palma de la mano sobre el vidrio y su piel cálida fundió el hielo. Cerró la mano, dibujó un círculo en el centro de la ventana y miró por él—. Oh. Oh… —susurró, y se acercó más.

—¿Qué, Mabel? ¿Qué hay ahí?

—Es ella. —Se volvió, con la mano en la garganta—. Su carita… estaba allí, en la ventana. Rodeada de pelo por todo el cuello, como si fuera un animalillo.

—Es el sombrero. El gorro de martas, con las tiras atadas bajo la barbilla.

—Pero está allí. Ahora. Sal a buscarla.

—Corre muy deprisa, incluso sobre la nieve —respondió Jack, pero Mabel ya le tendía las botas y el abrigo, y le abría la puerta.

Cuando salió, la barba y el cabello húmedos acusaron el tremendo frío. Anduvo hacia la esquina de la cabaña, pero solo vio lo que ya esperaba: nieve, árboles, noche. Ni rastro de la niña.

A la mañana siguiente, Jack casi se cayó al salir de la cabaña debido a la cestita que había en la puerta.

—¿Jack? ¿Qué es eso…?

—No estoy seguro. —La dejó sobre la mesa; él y Mabel la observaron. Estaba hecha de corteza de abedul, las costuras bastamente cosidas con algo que parecía la raíz seca de una planta. La cesta cabía perfectamente sobre las palmas de dos manos y estaba llena de frutos. Jack cogió uno, lo hizo rodar entre el pulgar y el índice, lo olió y luego se lo llevó a la boca.

—¡Jack, ten cuidado! No sabes qué puede ser…

—Es un arándano. Sabe a arándano.

Ella frunció el ceño, pero él le acercó uno a la boca y ella lo probó, dubitativa.

—Tienes razón. Son arándanos silvestres. Aunque parecen bolitas congeladas —dijo Mabel.

Ella se sentó a la mesa y rozó los bordes de la cesta con cuidado, como si ésta pudiera romperse entre sus dedos.

—¿Ha sido ella? —preguntó—. ¿Los ha traído para nosotros?

—Supongo que sabía que tomábamos tortitas para desayunar —dijo Jack. Mabel no sonrió—. Voy a buscar leña para el fuego.

Jack siguió sus propias huellas hasta el tocón, al borde del bosque. La muñeca no estaba. Las pisadas menudas de la niña llegaban hasta allí, daban una vuelta a su alrededor y luego regresaban a los árboles. Cada una de sus huellas era apenas una sombra en la nieve, como si quien las dejara no pesara más que una pluma.

Cuando volvió Jack, cargado con un buen montón de leña, Mabel preparaba tortitas en el hornillo. Dejó caer unos cuantos arándanos en cada una, y las comieron sentados a la mesa, con la cestita entre ambos. No hablaron de la niña, no hasta que la mesa estuvo limpia y Jack se disponía a salir de nuevo.

—Voy a cortar más leña al campo del este. Todo el mundo dice que nos aguarda otra ola de frío.

—¿Cómo puedes? —La voz de Mabel era un susurro tembloroso—. ¿Cómo eres capaz de desayunar y seguir como si nada de esto hubiera pasado?

—Es invierno, necesitamos leña.

—Es una niña, Jack. Quizá no puedas admitirlo delante de los vecinos, pero la has visto, como yo. Sabes que anda por ahí.

Jack suspiró. Terminó de atarse las botas; se acercó a Mabel y apoyó las manos en sus hombros.

—¿Qué podemos hacer?

—Debemos hacer algo.

—Pero no sé qué… Creo que esa niña está bien.

Mabel entrecerró los ojos.

—¿Cómo va a estar bien? ¿Una cría, deambulando sola en pleno invierno?

—No creo que pase frío. Y juraría que sabe encontrar comida. Mira esos arándanos, y la cestita. Conoce el bosque, probablemente mejor que tú y que yo.

—Pero no es más que una niña. Una niña pequeña.

Temió que Mabel se echara a llorar y deseó estar en cualquier otro sitio. Era una reacción equivocada, cobarde, que ya había tenido en otras ocasiones: cuando Mabel sollozaba de pena tras haber perdido al niño, cuando los parientes susurraban comentarios mordaces, cuando los Benson preguntaron por esa niña del bosque. Era como si él necesitara aire. El anhelo era demasiado fuerte, y sin decir una palabra más, salió de la cabaña.

Capítulo 10

Copos de nieve y bebés desnudos llenaban sus pesadillas.

Mabel soñó que se hallaba en medio de una tormenta. La nieve caía a ráfagas a su alrededor. Extendió las manos y los copos cayeron en las palmas. Al tocar su piel, se convertían en diminutos recién nacidos, bebés mojados pequeños como uñas. El viento se los llevaba, transformándolos una vez más en simples copos de nieve que se unían a otros miles como ellos.

Algunas noches su propio llanto la despertaba. Otras, era Jack quien la arrancaba de sus sueños.

—Despierta, Mabel. Estás teniendo una pesadilla. Despierta.

A la luz del día, sus sueños quedaban despojados de esa naturaleza angustiosa, y quedaban reducidos a una sensación extraña, enigmática, pero seguían dejándole un regusto de pérdida en la boca. Le costaba concentrarse en sus quehaceres y con frecuencia dejaba que su mente divagara sin rumbo. Un débil recuerdo emergía una y otra vez: su padre, el libro de cuentos de hadas encuadernado en piel, la niña de nieve que cobraba vida en esas páginas. No conseguía recordar la historia, apenas algunas ilustraciones, y empezó a preocuparse, a dejar que sus pensamientos volvieran a ella a menudo. Si el libro existía, ¿podía existir esa niña? Si un hombre y una mujer crearan una niña de nieve, ¿qué sería ésta para ellos? ¿Una hija? ¿Un fantasma?

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