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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (37 page)

BOOK: La noche de los tiempos
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El casi abogado frecuentaba a amigas con las que casi llegaba a prometerse y a través de una de las cuales era posible que hubiera estado un tiempo trabajando o a punto de trabajar para la compañía teatral La Barraca, donde predominaba un repertorio de obras clásicas y poéticas, para las cuales eran muy adecuados los conocimientos sobre escenografía e iluminación que habría adquirido estudiando revistas teatrales extranjeras, escritas en lenguas que Víctor parecía haber aprendido en vagos cursos informales con profesores nativos —era preferible la viveza informal de la conversación, más que la rutina memorística, o que la pesadez de la gramática—, sobreponiéndose a la legendaria torpeza para los idiomas que aquejaba por igual a las dos ramas de la familia, según reconocía —«¡paladinamente!»— don Francisco de Asís. Ocupado como decorador o iluminador en una gira de la compañía —de cuya significación política no había llegado a enterarse su padre, en parte por inocencia ignorante, en parte porque daba por supuesto que una compañía consagrada a los dramas de capa y espada y a los autos sacramentales estaría compuesta por gente tan sólidamente reaccionaria como él—, no había podido presentarse a los exámenes al final de curso en alguna de las dos facultades en las que seguía matriculado, o tal vez en ninguna. Pero eso importaba poco, pues una vez que empezara a trabajar no le sería tan urgente terminar la carrera para ir haciéndose una posición. Y en el caso improbable de que fallara ese puesto prácticamente seguro en la oficina de patentes —guiado por su incorregible buena fe, algunas veces Víctor confiaba más de lo que debiera en las promesas de los amigos, llevándose sinsabores amargos—, ¿no podría Ignacio Abel buscarle algo provisional en las oficinas de la Ciudad Universitaria, o en el estudio de alguno de sus amigos arquitectos, o explorando al doctor Juan Negrín o a alguno de aquellos altos cargos de la República con los que tenía confianza? ¿No dependía ahora todo en España más de la influencia política que de los méritos personales, por muy altos que fueran, especialmente cuando se provenía de una familia de significación monárquica, de «profunda raigambre española y católica», como declamaba don Francisco de Asís con su tremenda voz de órgano en la mesa familiar, expulsando en todas direcciones, a causa de su vehemencia, y de que hablaba con la boca abierta, pizcas de comida y perdigones de saliva? Pero Adela sabía que su marido no iba a decir nada, y que ella tendría que armarse del valor necesario para mencionar al principio indirectamente la situación del hermano,mucho menos airosa de lo que parecía, por ciertas deudas imprudentes que había adquirido. Él comprendería lo que Adela estaba sugiriendo, pero no iba a ceder ni a darse por enterado, no iba a ahorrarle un solo paso, la humillación de pedir. Diría con suavidad cualquier inconveniencia; la tendría preparada de antemano. Si Víctor dominaba tantos idiomas y poseía talentos tan diversos, ¿cómo era que no había encontrado trabajo ni de oficinista? ¿No lo había podido colocar don Francisco de Asís aunque fuera de botones en alguna Diputación provincial?

Ignacio Abel no veía los cambios, al principio sutiles, y no sólo de carácter indumentario. No atendía a las explicaciones de su cuñado, que seguían teniendo la misma vaguedad de siempre, pero en las que empezaba a haber un matiz político, un principio contenido de histeria. En España todo lo controlaban los mismos. Para llegar a algo había que someterse a las directrices políticas de unos cuantos intelectuales que mangoneaban las revistas, las compañías teatrales, los periódicos, hasta la enseñanza en las aulas universitarias, a las que ni siquiera valía la pena asistir, tan dominadas estaban por agitadores de catadura soviética. Hasta las mujeres renunciaban a su feminidad. Algunas iban a la universidad con boinas y chaquetones hombrunos, y discutían más alto que los hombres sin quitarse el cigarrillo de la boca. ¿Faltaba mucho para que se manifestaran gritando, como en Rusia, «Hijos sí, maridos no»? A Víctor de nuevo lo perdía su idealismo: no se daba cuenta del precio que tendría que pagar si abrazaba abiertamente las nuevas ideas redentoras que ahora le entusiasmaban, de las puertas que tal vez ya se le estaban cerrando. Desengañado de las mezquindades de los mundillos literarios, había dejado de frecuentar las tertulias en la imprenta de Altolaguirre o aquellos tés tan finos de los domingos por la tarde en casa de María y Araceli Zambrano, a los que cada vez acudía gente de catadura más dudosa. Otros nadaban y guardaban la ropa: él se entregaba en cuerpo y alma a lo que creía, especialmente desde que asistió al mitin fundacional de la Falange en el teatro de la Comedia, quedando deslumbrado por la elocuencia y la gallardía de José Antonio. Aquel hombre no hablaba como un político, sino como un poeta. Y a los pueblos, en sus momentos de crisis más graves, no los movían los dirigentes políticos, sino los poetas y los visionarios. Que su cuñado apareciera ahora algunas veces vestido con una camisa azul le parecía a Ignacio Abel una inconsecuencia del mismo orden que sus antiguas aficiones a la capa negra y la melena de bohemio y más tarde al mono absurdo de obrero que se ponían los señoritos universitarios de La Barraca. La prosa de los manifiestos políticos que ahora se dejaba olvidados después de las visitas era tan florida y tan vacua como la de las revistas literarias que leía igual de devotamente unos años atrás. Más notable empezó siendo el tránsito desde la difusa languidez artística a un dinamismo entre marcial y deportivo que seguía teniendo un amplio componente ilusorio. Dejó de llevar anillos en las manos; de reclinarse en el sofá fumando cigarrillos. Ahora se había hecho experto en motocicletas —en cuanto tuviera puesto fijo que le habían prometido empezaría a ahorrar para comprarse una— y le traía a su sobrino Miguel cromos de jugadores de fútbol y de estrellas del ciclismo, hablándole de deportes acerca de los que de repente lo sabía todo con un entusiasmo que irritaba un poco a Lita, dolida porque notaba que se la excluía de aquellos saberes masculinos. Caminaba ahora golpeando más fuerte el suelo con los tacones y se aplastaba el pelo muy tirante hacia atrás, revelando así la estructura ósea del cráneo, aunque también el progreso de la alopecia, que había heredado de su familia materna, las calvas Salcedo inmortalizadas en retratos al óleo y daguerrotipos desde hacía al menos un siglo. Empezó a reírse a carcajadas sonoras; a estrechar virilmente la mano, doblando oblicuamente la palma hacia abajo. Se sentaba a comer con la camisa remangada, sujetando el tenedor y el cuchillo con rudeza cuartelaria, más moreno ahora, bronceado por el ejercicio al aire libre, por las marchas y simulacros de maniobras militares a los que acudía los domingos en la Sierra, y a los que le prometía a Miguel que lo llevaría alguna vez, sin que se enterara su padre, decía bajando la voz en tono de complicidad conspirativa. Entraba por el pasillo y se oían resonar los tacones de sus botas y se olía muy pronto el cuero engrasado. Los niños se levantaban de la mesa sin pedir permiso para salir corriendo a recibirlo, y también Adela se levantaba tras ellos, conteniendo con dificultad el regocijo que le despertaba la aparición por sorpresa de su hermano, venciendo la censura perceptible y callada de Ignacio Abel, que se quedaba solo en el comedor, frente a la mesa con los platos servidos, con la sopa enfriándose. Entre los privilegios del hermano varón estaba el de presentarse sin avisar en casa de su hermana y el de hacer como que no advertía la irritación silenciosa del marido.

—Cuñado, no hace falta que disimules. Ya sé que no te gustan mis ideas.

—¿Qué ideas? No sabía que esto fuera un asunto de ideas. Uniformes más bien, ¿no? Noto que son más importantes los uniformes que las ideas, por la afición que tenéis todos a ellos.

—¿Quiénes son todos, si puede saberse?

—Todos vosotros. Camisas rojas, camisas azules, camisas pardas, camisas negras. ¿No hay unos en Cataluña que llevan camisas verdes? La edad de oro de la industria de la confección. ¿Os habéis puesto de acuerdo con los comunistas para que ellos lleven las camisas de un color azul más claro y vosotros más oscuro? Por no hablar de las botas, los correajes, los pañuelos, los desfiles marcando el paso, las banderas.

—Papá, los uniformes son bonitos.

—Tú te callas, niña, cuando hablen los mayores. ¿Ahora también jugáis a llevar uniforme en el patio de la escuela? ¿Jugáis a cantar himnos y a atacaros con porras y palos los unos a los otros cuando os encontráis por la calle?

—Ignacio, ésa no es manera de hablarle a tu hija.

—Hay que ser retrasado mental para ponerse un uniforme por gusto, por teatro. Para jugar a los ejércitos.

—Cuñado, no digas eso, que vamos a enfadarnos.

—Lo digo y no lo retiro.

—Seguro que cuando ves a los pioneros socialistas desfilando por la calle de Argüelles un domingo al volver de la Sierra no te irritas tanto.

—Me da la misma vergüenza exactamente. El mismo asco. Todos iguales, marcando el paso, apretando los puños, apretando los dientes. Me da igual el color de la camisa. No me gustan los niños rezando como loros con las manos juntas ni me gustan levantando el puño y cantando
La Internacional
en el mismo tono que si cantaran
Con flores a María.
Las personas decentes no se esconden detrás de una masa uniformada.

—Cuando te pones así es que sería mejor dejarte solo. —Adela, que temía tanto su silencio, se asustaba más ahora de la cólera fría de sus palabras, dichas con un esfuerzo consciente por no levantar la voz, por no mirar a los ojos.

—No me parece mala idea.

—Es una cuestión de generaciones, Adela. —El esteta de pronto se volvía filosófico, hablaba con un tono inédito de ecuanimidad, repitiendo el rancho verbal del que se alimentaba—. Tu marido es un hombre muy inteligente, pero de otra época, yo lo sé y no se lo tengo en cuenta. Hay que ser joven para estar a la altura de un tiempo que pugna por ser joven, como dice siempre José Antonio. En una cosa tienes razón, Ignacio, y es que las ideas cambian igual que cambia la ropa. Hay gente que uno ve con levita antigua todavía, con barba, con botines, con lentes de pinza. Se han quedado en los tiempos del coche de caballos y no saben que estamos en la edad del automóvil y del aeroplano. No te culpo, tú eres de otra época. Estamos en el siglo XX...

—Esto es extraordinario. —Ignacio Abel se levantó apartando con un manotazo autoritario a la criada que se acercaba con la bandeja del postre—. Ahora va a resultar que yo soy un carcamal, y tú un avanzado. Esto es extraordinario.

—Carcamal o avanzado, izquierdas o derechas, todo eso son conceptos anacrónicos, cuñado. O se está con la juventud o con la vejez, con lo que nace o con lo que muere, con la fuerza o con la debilidad.

—Pues los uniformes son una moda bastante antigua...

—¡Antiguos los uniformes con condecoraciones y penachos, los que servían para marcar los privilegios de los poderosos! Ahora el uniforme nuestro lo que subraya es la igualdad, por encima de las tonterías y las mariconadas individualistas. ¡La camisa obrera, la ropa suelta y práctica del deportista, el orgullo de latir todos con el mismo corazón!

—¿Y las pistolas?

—Para defendernos, cuñado, porque nosotros seríamos gente de paz si no se nos hubiera declarado la guerra. Saludamos con la mano abierta, no con el puño cerrado. La mano abierta a todo el mundo, porque nosotros no creemos ni en los partidos ni en las clases. A los muchachos que salían a vender nuestros periódicos los mataban a tiros los comunistas hasta que nosotros también aprendimos a disparar. Este gobierno inicuo asalta nuestras sedes y encierra a los falangistas y deja mientras tanto que las milicias rojas campen por sus respetos.

—El gobierno de la República cumple la ley y mete en la cárcel a los delincuentes y a los asesinos.

—El gobierno de la República es un monigote del marxismo.

De pronto Ignacio Abel vio el ridículo de la conversación, del que él mismo se había hecho cómplice con una vehemencia innecesaria. Nada más que escuchar esa palabrería lo degradaba a uno. Vio a su cuñado no como a un fascista, sino como algo quizás peor, pero al menos familiar, lo que le había parecido siempre, un idiota. Un idiota con camisa azul y correaje negro, con unas botas absurdas como de equitación, tan beodo de lirismo barato de periódico como si lo hubiera estado de un licor bronco e innoble, de bárbara destilación hispana, coñac Picador o Anís del Mono, enfermo de arengas cuarteleras y prosas poéticas mal traducidas del alemán o del italiano. Un idiota que quizás en el fondo no era mala persona, que sentía verdadero cariño por su hermana y por los dos sobrinos a los que siempre llevaba regalos, tebeos de guerra o de vaqueros para el niño y de princesas para la niña, un balón, una muñeca que lloraba al volcarla hacia delante, que los había sentado en sus rodillas para contarles cuentos cuando eran pequeños y que se había desvivido por ayudar cuando cualquiera de los dos caía enfermo. O tal vez era un canalla de verdad y entonces Ignacio Abel cometía el error de no tomarse en serio su peligro a causa del desdén que le producía su falta de inteligencia.

Ahora el muy idiota o el muy canalla abrazaba por detrás a su hijo para sostenerle los brazos y enseñarle a apuntar con una pistola, más grande y obscena entre sus manos delicadas, casi translúcidas, como la piel de sus sienes; las manos que no tenían fuerzas para sujetar un balón de fútbol ni para agarrarse a la soga de la escalada en las clases de gimnasia; las que siendo Miguel un recién nacido eran tan insustanciales, tan tenues y blandas como las extremidades de una salamanquesa. Mirándole subir y bajar el pecho débil en noches de fiebre había temido que su hijo tuviera pulmonía o tuberculosis. Había sabido que otros niños más fuertes le pegaban en el patio del Instituto-Escuela cuando su hermana no estaba cerca para defenderlo. Tan torpe para los deportes, tan propenso a volver de las excursiones con una insolación o una magulladura por haberse caído rodando por una ladera, por su propia torpeza o porque otros le empujaban y él no sabía defenderse; tan ensimismado, tan dependiente de Lita, compartiendo con ella aficiones y juegos, revistas de cine, cuando hubiera debido andar ya con chicos de su edad; demasiado amigo de irse a las habitaciones del fondo de la casa en las que reinaban las criadas, para enterarse de sus historias y aficionarse a las mismas canciones aflamencadas y plebeyas que cantaban a gritos por los patios interiores, al mismo tiempo que las escuchaban en la radio. Ni ante sí mismo reconocía el modo en que la irritación manchaba su ternura hacia su hijo. Le desagradaba su debilidad y le provocaba al mismo tiempo un deseo insano de protegerlo de todo. Sin darse cuenta lo vigilaba de soslayo, alarmado por algo que no sabía decirse a sí mismo lo que era. Y en virtud de una especie de mutua telepatía Miguel era consciente de la atención de su padre, y el saberse observado por él lo volvía más inseguro y más torpe, o se permitía un arrebato de audacia o de capricho que parecía calculado exactamente para que su padre perdiera la paciencia, como si a veces lo dominara una vocación de desastre. Así que en vez de bajar la pistola cuando lo vio aparecer en el espejo o de devolvérsela a su tío para eludir en lo posible el cataclismo que se venía sobre él, lo que hizo fue volverse hacia su padre y apuntarle, y un momento después dio un paso atrás y se encogió temblando y cerró los ojos sintiendo de antemano la enormidad física de la bofetada que aún no había golpeado su cara pálida, enrojecida de repente, ardiendo como en un acceso súbito de fiebre.

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