Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
Con claridad retrospectiva Ignacio Abel revive ahora una escena, la imagen detenida de un documental cinematográfico: la noche en casa, el mantel blanco del comedor iluminado por la lámpara central, la luz dorada y verdosa reflejándose en los cubiertos y en la loza blanca de los platos, en el cristal de las copas. En febrero, unos días antes de las elecciones. Lo ve desde fuera, desde lejos, como una escena doméstica que vislumbra el forastero solitario en la calle, en una ciudad donde no conoce a nadie, donde nole espera otra cosa que la habitación del hotel. Él mismo en la cabecera de la mesa, y enfrente Adela, los niños a los lados, cada uno en su sitio preciso, manteniendo una conversación tranquila y trivial, mientras la criada se alejaba por el pasillo, después de servir la sopa, la criada que ahora se ponía una cofia y un mandil blanco, por indicación de la señora, que en esos detalles se volvía cada vez más estricta, y que un poco antes le había reñido a la cocinera por salir a la calle con sombrero, en vez del pañuelo de cabeza o la boina que le correspondía por su posición. Miguel movía nerviosamente la pierna izquierda debajo de la mesa y se esforzaba sin mucho éxito por no hacer ruido sorbiendo la sopa. Observaba, de soslayo, en estado permanente de alerta, detectando vagas incertidumbres y peligros con una sensibilidad mucho más aguda que su capacidad de razonamiento, y por lo tanto más desazonadora. Se imaginaba convertido en un hombre invisible como el de esa película que había visto unos sábados antes con Lita y las criadas, a escondidas de su padre, que proscribía como un monarca distraído y arbitrario las salidas al cine cada vez que alguien le contaba que había en Madrid una epidemia de algo.
¡El Hombre Invisible!
Miguel se ponía nervioso cuando le gustaba mucho una película, no sabía estarse quieto, se echaba hacia delante en el asiento como si quisiera estar más cerca de la pantalla, sumergirse en ella, se moría de risa o temblaba de miedo, pellizcaba a Lita, le daba puñetazos, tan embebido en la película que cuando salían del cine iba mareado, aturdido, y esa noche no había manera de que se callara cuando apagaban las luces, porque quería seguir comentando con Lita las escenas y los personajes, y cuando ella se quedaba dormida él ya estaba demasiado nervioso para rendirse al sueño, reviviendo la película, imaginando variaciones en las que él mismo actuaba como protagonista. ¡El escalofriante enigma de un descubrimiento científico que otorga poderes sobrehumanos a quien lo domina! Qué maravilla, espiar sin que lo vieran a uno, fijarse en todo sin peligro de ser sorprendido. Al venir de la escuela había visto en la puerta del cine destartalado al que lo dejaban ir con Lita y las criadas el cartel truculento de una película en el que se veía una silueta negra sosteniendo una carta y una gran lupa, EL SOBRE LACRADO
(El Secreto del Paso de los Dardanelos). Estreno Inminente.
Qué tremenda esa palabra, inminente, qué nerviosismo le desataba nada más que pensar en ella, en los días que faltaban para el estreno, en la posibilidad de ponerse malo o de volver de la escuela con un suspenso y de que lo castigaran sin ir al cine. Si su padre se daba cuenta del movimiento de la pierna iba a reñirle, pero cabía la esperanza de que el mantel no le dejara advertirlo, y en cualquier caso Miguel era incapaz de quedarse quieto, de ordenar a su pierna que dejara de moverse. «Ya estás cosiendo con la máquina Singer», diría su padre, «este niño parece que después de todo va a tener vocación de sastre». Cada cual cumplía estrictamente su papel, decía las palabras previstas, repetía los gestos, observaba Miguel, tan incapaces de no hacer o decir lo mismo de siempre como él de no mover su pierna o de no hacer ruido al sorber la sopa: pero en él era en el único en quien se fijaban, el chivo expiatorio, pensaba con lástima de sí mismo, la oveja negra. Pensaba que los Dardanelos del título de la película serían los miembros de alguna sociedad secreta de espías o de traficantes internacionales y Lita se había reído de él llamándole ignorante y le había dicho que los Dardanelos era el nombre de un estrecho. «Y a ti qué más te da que tu hijo mueva o no mueva la pierna, tampoco es algo tan grave», diría su madre, dirigiéndole al padre una mirada intranquila y a la vez resignada, distinta a la que dedicaba al niño, con quien tenía que mostrarse a la vez indulgente y severa, la severidad destinada a refutar la sospecha de una indulgencia excesiva. La cena era una serie de pruebas cada vez más difíciles, una carrera de obstáculos de exasperante lentitud, en la que Miguel veía acercarse la próxima valla sabiendo que muy probablemente tropezaría en ella, que haría un ruido inaceptable con la sopa o cortaría un trozo demasiado grande de carne o se llevaría a la boca el tenedor cargado con una montaña de puré, de modo que su padre le diría, «a ver si procuramos no comer en cantidades cuartelarias» (ellos, los adultos, podían permitirse todas las manías; podían repetir palabra por palabra las mismas frases, las bromas idénticas, y nadie los censuraba); también era posible que volcara su copa de agua por culpa de un gesto demasiado brusco, o que se atragantara y se pusiera rojo tosiendo, o que tragara el agua haciendo un sonido de deglución en el que los demás nunca incurrían, pero que por alguna fatalidad misteriosa él no tenía manera de evitar. Y mientras él se extenuaba tropezando con obstáculos, moviendo la pierna sin un segundo de sosiego debajo de la mesa, notando picores que le obligaban a rascarse y dolores en el culo que no le permitían quedarse quieto en la silla, Lita, sentada frente a él, se deslizaba como en una alfombra mágica, sonriente y segura, irreprochable y falsa, sin el menor rastro de esfuerzo, sorbiendo la sopa en silencio, manejando el tenedor y el cuchillo sin apoyar los codos en la mesa «como en una taberna» (esta observación era de su madre), cortando las porciones justas de modo que nunca se le llenaba la boca, educadamente atenta a la conversación de los mayores, en la que a veces intervenía con una pregunta o una observación que no provocaban una respuesta irónica o condescendiente, en el fondo irritada, la clase de respuesta que él se había acostumbrado a esperar de su padre. Hubiera querido salir corriendo, sin dejar la servilleta doblada junto al plato, sin pedir permiso para levantarse, tan sólo volviéndose invisible, flotando por el pasillo en dirección al territorio parcialmente prohibido y lleno de promesas del fondo de la casa, la cocina y el cuarto de la plancha y la habitación diminuta que compartían la cocinera y la criada, de donde venía ahora, con toda claridad, el clamor plebeyo de la radio, donde Angelillo cantaba una canción que a él le hacía que se le saltaran las lágrimas, la historia del enterrador Juan Simón, que un día dramático se ve obligado a dar sepultura a su propia hija, muerta en la flor de la vida:
Soy enterrador y vengo Ay yo soy enterrador y vengo De enterrar mi corazón.
Miguel quería ver a toda costa esta película. Quería verla porque le gustaba la canción y porque la cocinera y la criada ya la habían visto y se la habían contado con todo detalle, emocionándose las dos al recordarla, quitándose la palabra para recordar algún momento dramático. Quería verla más aún porque su padre, su madre y su hermana parecían haberse puesto de acuerdo para desdeñarla sin haberla visto, y porque le habrían hecho algún comentario sarcàstico si hubieran sabido que a él le apetecía tanto verla. Su madre tal vez no, pero tampoco lo habría defendido. Su madre no se burlaría de él o no se enfadaría si lo sorprendía al lado de la radio con los ojos llenos de lágrimas. Pero tampoco se pondría de su lado, por miedo a fomentar su debilidad, o por el disgusto de que su hijo, al que llevaba a los conciertos de música clásica desde que era muy pequeño, se entusiasmara tanto por una copla de criadas. La angustiaba que fuera poco masculino. La angustiaba más aún que Miguel pudiera despertar el disgusto de su padre, un desagrado que podía parecerse al desprecio. Miguel observaba e intuía sin comprender nada, con la inmediatez fìsica con que se percibe la humedad o el frío. Lo que más le dolía en este caso era que Lita se hubiera puesto de parte de los adultos: ella, su cómplice en la afición a las películas, en las tardes de atragantarse de risa en el cine viendo a los hermanos Marx, al Gordo y el Flaco, a Charlot, de morirse de miedo con Frankenstein y con Drácula y con el Hombre Lobo y el Hombre Invisible, también desdeñaba las películas de canciones flamencas y bailes regionales, precisamente las que a las criadas y a Miguel más les gustaban. Se había negado a ir con él a
La hija de Juan Simón.
Había escuchado con expresión aprobadora cuando su padre le dijo unas noches antes a su madre, durante la cena, en ese tono irónico que por algún motivo se volvía cada vez más frecuente, como si todo para él fuera pobre o mediocre, ligeramente ridículo, las películas y los dirigentes políticos y los vecinos de la casa y el portero con su gorra de plato y su librea azul de botones dorados:
—Mira Buñuel, que era tan surrealista y tan moderno, y ahora no le ha dado ninguna vergüenza ganar un montón de dinero produciendo esa payasada folklórica de
La hija de Juan Simón.
Payasada folklórica. Se le quedaron grabadas las palabras. Pero él no había podido callarse. Era su sino. Sabía que iba a decir o a hacer algo con un resultado inmediato y desastroso y precisamente por saberlo su error era más inevitable. Como el movimiento nervioso de la pierna izquierda, como la mancha que caía fatalmente sobre su camisa limpia, como el trago de agua que hacía ese ruido tremendo justo cuando él más se empeñaba por bebería en silencio o el examen para el que nunca llegaba a ponerse a estudiar y que acababa suspendiendo catastróficamente. Era como un don para profetizar los desastres que él mismo iba a cometer; para hacer exactamente aquello que más iba a importunar a su padre. No porque él se propusiera irritarlo, sino porque el hecho de saber lo que a su padre más podía disgustarle de su comportamiento era una fuerza fatal que lo empujaba. En vez de a huir, la conciencia del peligro lo llevaba derecho a sucumbir a él. Si su padre estaba diciendo algo muy serio a él le daba un ataque de risa o se le caía al suelo ruidosamente el tenedor o le venía un eructo. Si él recortaba de una revista la foto de una actriz de moda o de un galán de Hollywood con un brillo lacado en el pelo fatalmente en el reverso de la hoja estaba el artículo que su padre había querido leer. ¿Por qué no hacía los deberes o pasaba de una vez de la primera página de las
Rimas y Leyendas
de Bécquer en vez de perder el tiempo leyendo tantos embustes? TODA LA VERDAD SOBRE LA MUERTE MISTERIOSA DE THELMA TODD. ¿Y qué trabajo le habría costado callarse cuando su padre hizo ese comentario desdeñoso sobre la película y sobre ese Buñuel que aparecía de vez en cuando en las conversaciones de los adultos? Pero no pudo evitarlo; ni siquiera lo pensó; supo lo que iba a decir y lo dijo al cabo de un momento y mientras lo decía se daba cuenta de la reprimenda inevitable que iba a ganarse, y de que ni su madre ni su hermana iban a defenderlo:
—Pues la Herminia dice que es una película de llorar con canciones muy bonitas.
—La Herminia. —Su padre adoptó una seriedad burlesca—. Gran autoridad cinematográfica.
Ahora la canción venía desde el fondo del pasillo y todos hacían como que no la escuchaban. O quizás era Miguel el único que se daba cuenta, nervioso, moviendo aún más rápido la pierna debajo de la mesa, vigilando de soslayo la cara de su padre, notando que su madre, debajo de su aire de placidez un poco ausente, estaba poniéndose tensa; asombrado, casi admirado, de que Lita no percibiera nada, ajena a la posibilidad del desastre, contando algo sobre una excursión reciente con los chicos de su clase al Museo delPrado. Él la admiraba tan incondicionalmente como cuando era muy pequeño; la admiraba incluso cuando estaba resentido contra ella, cuando la despreciaba por su zalamería con el padre, cuando tenía la tentación de volcar un tintero sobre su cuaderno de ejercicios impecable, de hacer como que pisaba por accidente uno de aquellos álbumes escolares en los que Lita pegaba hojas de árboles y flores disecadas; flores que a él se le deshacían; cuadernos que llenaba de cualquier manera con dibujos que nadie le pedía y con una escritura errática en la que no eran infrecuentes las faltas. Si ella podía concentrarse tanto en todo lo que hacía y moverse con tanta serenidad y en línea recta era porque no la distraían ni la alarmaban los ruidos de peligro, porque le faltaban las antenas invisibles de percibir anticipadamente trastornos que él estaba siempre agitando. Su padre se iba a irritar porque la música de la radio estaba demasiado alta, y porque la criada, al salir del comedor, no había cerrado la puerta tras ella, y porque la puerta de la cocina estaba abierta. Por eso a él le costaba tanto concentrarse: porque estaba atento a demasiadas cosas al mismo tiempo; porque adivinaba el pensamiento de los otros o intuía los cambios en sus estados de ánimo como esos barómetros que había en la escuela y que registraban con sus veloces agujas las turbulencias atmosféricas.
Entonces sonó el timbre del teléfono, justo cuando Miguel bebía un trago de agua, tan empeñado en no hacer ruido que el primer timbrazo lo sobresaltó, haciéndole que se atragantara. Sentada frente a él Lita se tapó la mano con la boca para disimular la risa. El teléfono no paraba de sonar, un timbrazo tras otro, casi tan rápidos como la pierna de Miguel debajo de la mesa, agudos en el silencio que se había hecho cuando terminaron sus toses, viniendo desde el pasillo igual que
La hija de Juan Simón:
por culpa de la música demasiado alta ni la criada ni la cocinera lo habrían oído, aunque a Miguel le parecía que sonaba cada vez con mayor estridencia. ¿Cómo hacían su padre y su hermana para fingir que no lo estaban oyendo? Su padre, rígido de ira, se concentraba meticulosamente en la masticación. En la conciencia demasiado aguda de Miguel la aguja del sismógrafo se agitaba a toda velocidad, la del barómetro oscilaba locamente. Su madre, con un gesto brusco, dejó el tenedor y el cuchillo sobre el plato y salió del comedor, y un momento después los timbrazos habían cesado y se escuchaba su voz en el pasillo, alterada por la tensión, inquieta, porque era muy raro que llamaran tan tarde: «¿Quién llama? ¿De parte de quién? Un momento.» Volvió despacio al comedor, sus pasos acercándose, con una lentitud de mujer entrada en carnes que ya no era joven. Miguel la vio más seria y más cansada que cuando se había levantado un momento antes, mirando a su padre de una manera rara al darle el recado.