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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (72 page)

BOOK: La noche de los tiempos
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—Seguro que usted hizo todo lo que pudo por salvarlo —dijo Van Doren—. Quizás puso su propia vida en peligro.

—¿Ha muerto Rossman? —Stevens los miraba en el retrovisor, las manos largas y flacas en el volante, la cara enrojecida, inquieto por no comprender bien la conversación en español—. ¿En Madrid? No he visto nada en el periódico.

—No puse en peligro nada. Estaba muerto y yo lo seguía buscando.

29

Estaba muerto y él lo buscó en vano durante varios días, a principios de septiembre, yendo sin rumbo de un lado a otro de Madrid, sospechoso él mismo, con su traje claro y su corbata y su pañuelo bien doblado en el bolsillo superior de la chaqueta, entre los hombres de camisas abiertas, caras sin afeitar y monos azules que llenaban las calles y las terrazas de los cafés, los hombres jóvenes que llevaban fusiles al hombro y pistolas y cartucheras de municiones al cinto y no se quitaban el cigarrillo de la boca cuando se dirigían a un transeúnte pidiéndole la documentación u ordenándole que levantara los brazos. Le dijo esa mañana a la señorita Rossman que se quedara esperándolo hasta que él volviera y que si averiguaba algo la llamaría por teléfono (ella tenía miedo de todo: de andar por la calle o volver al cuarto de la pensión todavía desordenado

o presentarse en la oficina donde tal vez alguien la denunciaría o iría a detenerla); le indicó dónde estaba la cocina por si quería comer algo, aunque ya quedaba muy poca comida en la alacena y en la nevera eléctrica, comprada con gran júbilo de Adela y los niños cuando empezaba el calor del verano (sólo hacía dos meses, y ya en otra época), ahora casi vacía y ya oliendo mal (la corriente se interrumpía con frecuencia; el agua faltaba durante horas en los grifos; los alimentos empezaban a ser escasos en las tiendas). A lo largo del día se acordaba de ella, imaginándola inmóvil en la misma posición en que la había dejado, sentada junto a la mesa del comedor, bajo la gran lámpara del techo envuelta en una sábana, delante del vaso de agua que no había probado (las rodillas juntas, las manos en el regazo, la mirada en el suelo, como su padre la había visto en la habitación del hotel Lux de Moscú), esperando su regreso o la llamada de teléfono prometida, abrumada por una pesadumbre que al transmitirse a él se convertía en culpabilidad, en el antiguo remordimiento de no haberles ayudado a ella y al profesor Rossman tanto como hubiera debido, con verdadera convicción y no con una lástima confusa, no con la incomodidad de presenciar un infortunio que él habría podido aliviar esforzándose un poco, quizás recurriendo a tiempo a amistades influyentes. La confianza desesperada con que la señorita Rossman había acudido a él lo inducía a una determinación casi del todo imaginaria. Hojeó su agenda en busca de nombres, direcciones y números de teléfono; hizo delante de ella llamadas de teléfono que no obtuvieron respuesta (pero tampoco funcionaban bien las líneas telefónicas, o los timbrazos sonaban ahora en casas deshabitadas o en oficinas vacías). Con aire decidido se puso la americana y la corbata y se echó la cartera y las llaves en el bolsillo pero no sabía adónde ir, a quién preguntar. Había vivido, desde la noche caliente de julio en la que anduvo buscando inútilmente a Judith Biely por un Madrid que se volvía desconocido a la luz de los incendios, en un estado de pasividad y letargo semejante a una convalecencia, en el piso grande y vacío donde la mayor parte de los muebles seguían envueltos en sábanas, yendo casi cada día a su oficina de la Ciudad Universitaria, donde ya nunca había nadie, sólo patrullas de milicianos que irrumpían a veces en automóviles lanzados a toda velocidad por las avenidas rectas y vacías, o ladrones de materiales a los que ya nadie detenía, o grupos medrosos, casi siempre de mujeres, que recorrían los descampados con la primera luz del día para buscar entre los muertos de la noche anterior. En algunos edificios aún sin terminar empezaron a acampar hacia mediados de agosto familias populosas que llegaban a Madrid huyendo del avance del ejército enemigo: mareas de fugitivos, como pueblos nómadas con sus extrañas ropas y sus caras quemadas por la intemperie, con sus carros de ruedas de madera y sus burros y mulos doblados bajo el peso de las impedimentas que habían intentado salvar del pillaje de los invasores, colchones, muebles inverosímiles, armazones de camas de hierro, jaulas con gallinas. Encendían sus hogueras y hervían sus ollas de comida en los vestíbulos de las facultades sin terminar igual que en los jardines públicos del centro de Madrid o que bajo las bóvedas de las estaciones del metro. Sus rebaños de cabras y ovejas pastaban en las malezas de los futuros campos de deportes, en los que ahora aparecían cadáveres de fusilados, las manos atadas a la espalda con cuerdas o trozos de alambre o cordones de zapatos. Las mujeres tendían la ropa en las hileras racionalistas de ventanas de los edificios sin terminar. Parvas de niños pelones se perseguían por las escaleras resonantes y por los andamios abandonados y se detenían en círculos silenciosos alrededor de los cadáveres, los más audaces atreviéndose a registrarles los bolsillos o a quitarles alguna prenda en buen estado. Como en tantas mañanas en que salía hacia su oficina con una obstinación sin propósito que al menos le permitía el engaño de una cierta dosis de normalidad, Ignacio Abel le dijo a la señorita Rossman que no se preocupara y bajó a la calle con los gestos briosos de quien sabe adónde va, como si la ficción contuviera en sí misma algún efecto práctico. Aunque ahora vestía mono proletario y boina el portero lo saludó tan untuosamente como cuando llevaba librea azul y gorra de plato. La mano que había aprendido a cerrar en un puño belicoso cuando pasaba un desfile o un entierro con banderas rojas y banda de música por delante del portal ahora se extendía con la misma cauta astucia de siempre para recibir una propina. «¿Todavía sin noticias de la señora y de los niños, don Ignacio? Yo no me preocuparía. Como yo digo, más tranquilos estarán en la Sierra, aunque sea del otro lado, y más sano para los chicos. A la señora seguro que le sienta bien el verano fuera de Madrid.» Lo decía sabiendo: de algún modo había llegado a enterarse de la razón por la cual Adela había pasado inesperadamente las dos últimas semanas de junio en un sanatorio de la Sierra, aunque no tenía débiles los pulmones. Sonreía inclinándose y tal vez estaba calculando la posibilidad de una denuncia, ahora que sabía que Ignacio Abel, aunque se hubiera salvado una vez, no era invulnerable. «Veo que el señor ha tenido visita», dijo el portero, afanándose detrás de él, con su mono miliciano y sus maneras serviles. «Me preguntó la señorita extranjera por usted y la dejé subir porque me acordaba de verla cuando venía a dar clases particulares a sus hijos. La verdad es que le he visto cara de haberse llevado un disgusto, pero en estos días ya me dirá usted quién está libre de penas.» Adelantaba la insinuación igual que la mano cautelosa: cerraría la mano en torno a la moneda entregada igual que atraparía una confidencia que pudiera ser beneficiosa para él y tal vez dañina para quien la había formulado, su antigua condición de chismoso elevada en los nuevos tiempos a la de experto delator.

Buscó a Negrín en el café Lion y le dijeron que ahora andaba muy ocupado y que mejor preguntara por él en la Casa del Pueblo de la calle Piamonte o en el Ministerio de la Guerra. Con su activismo de siempre acelerado por la guerra, Negrín acababa de marcharse siempre de los lugares donde él estaba a punto de encontrarlo. «Don Juan va y viene todo el día», le dijo el limpiabotas del café Lion, que tenía por Negrín una devoción sin límites: «Lo mismo sube a la Sierra con su auto lleno de barras de pan y latas de conservas para los muchachos de las milicias que se planta en un hospital de sangre y les explica a las enfermeras cómo tienen que vendar las heridas. Usted ya lo conoce, este hombre no se cansa nunca. Y cuando le sobra un rato viene aquí a que le lustre los zapatos y se toma de un trago un bock de cerveza. ¡Lástima que ya no vengan las cigalas frescas que a él le gustan tanto! Qué hombre. Mejor nos habría ido si hubiera estado él en la presidencia cuando se levantaron los facciosos. Aunque ahora se oyen rumores de que lo van a nombrar para algo grande, ministro como mínimo. Qué eminencia. Yo le digo que me gustaría arrancarme veinte años de encima para irme al frente a pegar tiros y él me contesta: "Agapito, si lo que usted sabe hacer bien es limpiar zapatos, limpie zapatos, que es un oficio muy noble. Mejor nos iría a los españoles si en vez de hablar todos tanto cada uno hiciera bien su oficio..." ¿Quiere usted que le dé algún recado?» De la fachada de Correos colgaba un cartel enorme medio desbaratado por el viento de milicianos que avanzaban de perfil empuñando fusiles con bayonetas contra un horizonte de casas incendiadas. La revolución era una apoteosis de tipografías en colores muy fuertes; la guerra un catálogo de victorias anunciadas o vaticinadas en los periódicos por titulares mal impresos que empezaban y terminaban con signos de admiración, ilustrados por fotos en huecograbado en las que grupos de voluntarios siempre victoriosos levantaban fusiles en cimas de peñascos o torreones de pueblos recién conquistados al enemigo. El cerco irresistible que ejercen nuestras fuerzas sobre Teruel no admite demoras y la caída de la ciudad en manos de la República significará un golpe mortal para la sedición. El avance de nuestras tropas en el frente de Granada hace prever la rendición en breve plazo de la capital de la Alhambra, en la que la situación de los rebeldes es angustiosísima. En la plaza de Cibeles un lento rebaño de vacas había provocado un atasco de tranvías y de camionetas de milicianos. Delante de las vacas avanzaba una pequeña banda de trompetas y tambores presidida por una pancarta, y seguida por grupos de niños que marcaban el paso y hacían como que soplaban trompetas o tocaban tambores, alguno de ellos con un gorro de papel. Entre los cláxones de los coches y las campanillas de los tranvías los vaqueros saludaban con el puño cerrado a las cámaras de los fotógrafos, que se subían a la fuente de Cibeles para tomar ángulos audaces. Heroicos trabajadores de las granjas colectivizadas abastecen de carne al pueblo antifascista de Madrid. Ignacio Abel cruzó la Castellana invadida por un olor a estiércol que fermentaba en el calor del verano tapándose la boca y la nariz con el pañuelo. Bajo los árboles de los paseos centrales los evacuados de los pueblos habían levantado sus toldos de lona y establecido sus fogatas, atando sus burros a los árboles, mientras las cabras se comían los duros tallos de los setos. Dónde irán cuando empiece a hacer frío, si todo esto no ha terminado, cómo será posible darles alojamiento y comida si continúan subiendo en columnas cada vez más numerosas y más desastradas por las calles en las que desembocan las carreteras del sur, huyendo del enemigo al que nadie detiene salvo en la irrealidad de los titulares de los periódicos y de las crónicas de la radio amenizadas con himnos. De dónde saldrán las mantas, los uniformes de invierno, las botas para equipar a los milicianos que ahora pelean a pecho descubierto y calzando alpargatas. Descubría con estupor que al quedarse sin los vínculos que le deparaban su matrimonio con Adela y el amor de Judith Biely carecía casi por completo de conexiones sociales, aislado como un ermitaño que sale de pronto de su encierro y no sabe nada del mundo exterior. Las relaciones intensas que establecía en el trabajo no iban más allá de él ni habían devenido en amistades. Salvo con la misma Judith no recordaba haber tenido nunca una conversación íntima con nadie. La cordialidad que lo unía a Moreno Villa o a Negrín estaba delimitada por una rigurosa reserva. Una mezcla de arrogancia íntima y de aguda inseguridad de clase le había vedado siempre el trato fluido con la mayor parte de sus colegas arquitectos. Yendo por Madrid en busca del profesor Rossman, despojado de las certidumbres de normalidad que le habían dado su trabajo y su familia, hasta su amante perdida, sentía su aislamiento como una forma de impotencia, como una falta de anclaje que ya lo había enajenado de las cosas mucho antes de que la ciudad y el país entero fueran arrojados a la deriva por el trastorno de la sublevación militar y de lo que ya era, indudablemente, una guerra, aunque los cafés y los cines estuvieran llenos de gente, aunque los desfiles de milicianos tuvieran siempre una falta de marcialidad cercana a la parodia (pero de los frentes regresaban camiones cargados de muertos y los refugiados venían huyendo de pueblos cada vez más próximos; pero en el depósito judicial de la calle Santa Isabel había cada mañana una nueva cosecha de cadáveres recogidos por los camiones de la basura junto a las tapias de los cementerios, en las cunetas y en los descampados de los confines de Madrid). Qué solitariamente había vivido, qué separado de los otros, hijo único y luego huérfano tan pronto, confiado a borrosos guardianes, protegido no tanto por sus facultades intelectuales y su empeño de estudiar como por la previsión de su padre, que se sabía muy enfermo y ahorró dinero y tomó las medidas necesarias para seguir protegiéndolo cuando él ya no estuviera: para que no tuviera que dejar el bachillerato, para que pudiera sostenerse mientras estudiaba la carrera, amparado tan sólo por las sombras exigentes de los muertos, vigilado por ellos en el cumplimiento de un destino que le habían proporcionado con su sacrificio. «Qué solo te vas a quedar, hijo mío», le dijo su madre, tocándole la cara con su mano rígida, deformada por el trabajo, en la cama del hospital provincial donde agonizaba. La mano se quedó agarrada a la suya y tuvo que desprender uno por uno los dedos antes de dejarla reposar sobre el embozo de la cama. Tan solo ahora y tan ajeno a todo como entonces Ignacio Abel se vio reviviendo por un azar de la memoria la tarde de más de treinta años atrás en la que había caminado desde el cementerio del Este hasta la portería oscura y ya deshabitada de la calle Toledo después de enterrar a su madre. Caminaba con la cabeza baja y sin fijarse por dónde iba, muy aprisa, guiado por el instinto de sus pasos. Cuando llegó a la calle Toledo ya estaban encendidos los faroles de gas.

Si se daba prisa ahora, si tenía suerte o astucia tal vez podría salvar aún al profesor Rossman. Llamó a puertas de dependencias vagamente oficiales y de palacetes incautados en los que le habían dicho que había ahora cárceles clandestinas. En los patios rugían automóviles en marcha y hombres de paisano armados con fusiles y con pistolones terciados entre la camisa y la correa del pantalón le cerraban el paso y lo sometían a interrogatorios que no siempre cesaban cuando abría su cartera para mostrar sus credenciales políticas: el carnet del Partido Socialista y el de la Unión General de Trabajadores, el salvoconducto que le habían extendido para que pudiera seguir yendo sin peligro a las obras suspendidas de la Ciudad Universitaria. Decía el nombre del profesor Rossman, explicaba su condición de eminente antifascista extranjero refugiado en España; mostraba la foto que le había dado su hija: una de las que se había hecho para tenerlas dispuestas en caso de que llegara la aprobación del visado americano. Espiaba miradas de posible reconocimiento, gestos de complicidad. Guardaba la foto después de obtener una negativa y salía de nuevo a la calle obedeciendo alguna indicación desganada: quizás debía preguntar en el Círculo de Bellas Artes, en laDirección General de Seguridad, en la checa de la calle Fomento. «Éste tiene cara de muerto», le dijo alguien, riéndose: «a lo mejor debería buscarlo usted en el depósito, o en la pradera de San Isidro, que allí hay todas las noches romería». Empujaba verjas de palacios coronados ahora por banderas rojas o rojas y negras, con las fachadas cubiertas por capas sucesivas de carteles de propaganda, TODOS UNIDOS TRIUNFAREMOS; LA VICTORIA ES NUESTRA, ¡ADELANTE!; GRANDIOSO FESTIVAL TAURINO; ¡TODOS AL FRENTE!; ¡INGRESAD EN LOS BATALLONES DE ACERO! En los carteles los milicianos eran musculosos y altos y tenían siempre perfiles temerarios y mandíbulas cuadradas. En las oficinas hacia las que él se abría paso por corredores estrechos llenos de gritos y de humo de tabaco había hombres sin afeitar con caras de fatiga y de sueño y grupos turbulentos que rompían de pronto en carcajadas cuartelarias o bajaban como a galope por escalinatas de mármol con alfombras rojas que ahora tenían huellas polvorientas de alpargatas y quemaduras de cigarrillos. Otros de aire más grave pero igual de insomnes consultaban documentos en grandes despachos forrados de maderas nobles y adornados todavía con escudos nobiliarios, panoplias de armas, retratos pomposos. Hablaban por teléfono, dictaban listas de nombres que copiaban secretarias veloces, arrastrados todos por una urgencia nerviosa en la que la presencia de Ignacio Abel era un molesto contratiempo: su empeño en preguntar por alguien de quien no sabía nadie nada, por repetir un nombre que le era preciso deletrear una y otra vez y mostrar una foto que provocaba una negativa automática. En un salón con grandes balcones que daban al paseo de la Castellana se acercó con mansedumbre instintiva a una mesa de patas labradas en forma de garras de león detrás de la cual un grupo apretado de hombres juzgaban o daban audiencia, flanqueados por mecanógrafas en mesas más pequeñas, examinando papeles y fumando cigarrillos, alguno de ellos con traje y corbata, con un cierto aire oficial. Se fueron pasando la foto del profesor Rossman, como estudiando una autenticidad sospechosa. Hablaban entre sí en voz baja. Uno de ellos le devolvió la foto negando con la cabeza y le hizo un gesto a uno de los paisanos armados que esperaban algo o vigilaban sentados en los balcones, con las piernas colgando hacia afuera. En las últimas semanas el mundo había empezado a regirse por nuevas normas que en apariencia sólo él desconocía. El miliciano lo tomó con fuerza del brazo y lo hizo salir del salón ordenándole que se marchara cuanto antes. «Yo que tú me quitaba de en medio en vez de ir por ahí preguntando; a ver si va a resultar que este amigo tuyo es un faccioso y te compromete.» Tanto como el tirón del brazo lo agravió el tuteo del que lo expulsaba. Al bajar por la escalinata se cruzó con un grupo de milicianos que subían a golpes a un hombre esposado. Por un momento se encontró con su mirada, en la que había una petición de auxilio, y apartó los ojos. El hombre le había parecido el profesor Rossman, pero un instante después era un desconocido. Se resistía y lo sujetaban y lo empujaban haciéndole que arrastrara los pies sobre los últimos peldaños. Vio en el patio a otros que se dejaban llevar pasivamente: los hacían bajar a golpes de la caja de un camión y ellos aguardaban en silencio, pálidos, las manos atadas, despeinados, las camisas abiertas, mirando con una especie de obediente abandono, mansos como reses.

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