La noche de los tiempos (69 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

BOOK: La noche de los tiempos
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Se ha preparado nada más salir el tren de la estación anterior, nervioso por una cercanía en la que ya no habrá más dilaciones, agitado de nuevo, después de la breve tregua del viaje, dominado por una creciente desgana de llegar, casi rechazo instintivo, agravado por la fatiga que le afloja los músculos, que lo hace consciente del peso de las manos, de los pies hinchados en el interior de zapatos como con suelas de plomo. Uno por uno, antes de levantarse, ha revisado todos los bolsillos, asegurándose neuróticamente de su contenido, el catálogo de las cosas mínimas a las que a estas alturas ha quedado reducida la certeza de su identidad, el pasaporte y la cartera con documentos y fotografías, la última carta de Judith Biely, la carta de Adela,
no sé dónde estarás ni qué estarás haciendo ahora mismo aunque me lo imagino pero si quieres volver conmigo y con tus hijos cuando todo esto termine que alguna vez terminará aquí tienes la puerta abierta.
Ha ido al cuarto de aseo y se ha lavado precariamente la cara delante del espejo, entre las sacudidas del tren, se ha peinado, ajustado la corbata, limpiado las solapas de pelos caídos y motas de caspa, enjuagado la boca, por miedo a que quien venga a recogerlo a la estación le huela el aliento, examinado las uñas, que no están limpias y que debería haberse cortado. Ha visto sus ojeras, el temblor de la carne aflojada bajo la barbilla y la mandíbula por culpa de la vibración del tren: la papada que cuelga y desde luego no colgaba hace sólo unos meses, aunque entonces no se fijaba y no lo hubiera advertido. Se ha acordado de estar afeitándose delante de un espejo y levantar los ojos del grifo donde aclaraba la cuchilla y ver junto a su cara la cara mucho más joven de Judith, el pelo rozando sus pómulos mientras el cuerpo desnudo se adhería por sorpresa a su espalda, en la casa frente al mar donde por primera vez se habían despertado juntos. Pero ha sido un fogonazo de memoria tan rápido que se extingue sin amargura, sin despertar una conexión verdadera entre el pasado y el presente. Ni ese momento existe ni es él ese hombre que se da la vuelta hacia la mujer desnuda sin terminar de afeitarse, en un cuarto de aseo de baldosas rojas y paredes encaladas al que entra porla ventana el olor del Atlántico. Él examina el punto donde el cuello gastado y algo sucio de la camisa aprieta la carne aflojada y lamenta no tener ninguna limpia para cambiarse, no haber advertido antes que le falta un botón (pero si tiene cuidado la corbata disimulará su ausencia). Se fijarán en esos detalles igual que él mismo los veía con íntimo disgusto en otros hace sólo unos meses, en el profesor Rossman, por ejemplo, que podía analizar durante una hora la sutileza de diseño de una aguja y remontarse a las más antiguas agujas de hueso exhumadas en yacimientos paleolíticos y usadas para coser pieles (y dar un salto en el tiempo para celebrar la velocidad de las máquinas Singer), pero que era incapaz de enhebrar una, de modo que iba en los últimos tiempos con los ojales sin botones y los bolsillos descolgados. La idea de encontrarse delante de un desconocido dentro de unos minutos, de someterse al escrutinio de una mirada demasiado cercana y de emprender una conversación en inglés le da casi miedo después de tanto silencio; pero le da más miedo todavía pensar que llegará a la estación y bajará del tren y no habrá nadie esperándolo. El revisor ha pasado pregonando el nombre de la estación con una voz vibrante de bajo y le ha hecho un gesto confirmándole que esta vez sí tiene que bajarse. El tren ha acelerado con un estrépito creciente de ruedas y engranajes metálicos avanzando al filo del agua, provocando desbandadas de aves entre cañaverales amarillos. Pierde velocidad al tomar una curva pronunciada, y por la ventanilla de la plataforma Ignacio Abel ve el nombre en grandes letras negras, Rhineberg, un momento antes de que el tren se detenga del todo.

Pero no ve a nadie, al principio. Baja y se encuentra al final de un andén muy largo, delante de la anchura del río, de una hilera de altas columnas y arcos de hierro que sostienen lo que parece un pasadizo cubierto, donde hay alguien que mira hacia abajo y que tal vez le hace una señal. El olor marítimo del río y el de las hojas y la tierra húmeda del bosque le inundan los pulmones al mismo tiempo que siente descender sobre él un silencio en el que se apaga el fragor lejano del tren, el eco del silbido de la locomotora. Alguien dice su nombre entonces, pero casi no lo reconoce, casi teme que sea un engaño de la imaginación, su nombre y su apellido pronunciados con una fonética improbable, con algo de reverencia admirativa,
Professor Ignacio Abel, it's great to have you here with us at long last.
Asiente, torpe, adaptándose con dificultad a la cercanía humana, queriendo atrapar palabras demasiado rápidas en inglés, huraño por instinto, su mano cautiva del apretón cálido del profesor Stevens, que se ha apoderado con la misma determinación de su maleta: muy alto, de gestos desordenados, los brazos y las piernas muy largos, un flequillo tan móvil como sus gestos, juvenil aunque su cara ya no lo es, menos aún tan de cerca, la piel de arrugas muy finas y de un color seco de ladrillo rojizo, los ojos bulbosos de un azul muy claro tras los cristales de las gafas. Stevens lo aturde con su energía excesiva, con la velocidad de sus elogios y de sus preguntas, de sus peticiones de disculpas por retrasos y malentendidos cuyas explicaciones Ignacio Abel no llega a entender (secretarias, oficinas, telegramas, el hotel que no era, imperdonables descuidos); qué honor increíble tenerlo por fin con nosotros, después de tantas dificultades, cómo ha sido el viaje en el tren, estará muy cansado después de la travesía desde Europa. No acierta a ver en sí mismo a la persona a la que están destinados los agasajos y las excusas de Stevens, como si a causa de algún error lo estuvieran tomando por otro y él careciera del dominio del idioma necesario para deshacer el equívoco, o simplemente de las fuerzas para sobreponerse al despliegue de energía fresca del otro, el director del departamento, con su jersey de cuadros bajo la chaqueta y su pajarita verde con lunares, con la mano de largos dedos que se niega a devolverle la maleta,
don't even mention it, y
tira vigorosamente de ella cuando sube delante de él los peldaños de hierro hacia el paso elevado, que tiemblan bajo las pisadas de sus grandes zapatos de aire deportivo con las suelas de goma. Siguiéndolo, escaleras arriba, delante de la amplitud del Hudson, teñido de resplandores rojizos por el sol declinante, Ignacio Abel siente una forma de cansancio que no recuerda haber experimentado hasta ahora, el que se hace más visible por la comparación con la fuerza intacta de alguien más joven (pero él no reparó en la diferencia de edad mientras estaba con Judith: qué raro haber vivido tanto tiempo en un estado de perfecta inconsciencia, haberse creído invulnerable a los años, a la fragilidad, a la muerte). Recostado contra la cristalera que da a las vías, con los brazos cruzados, con el mismo gesto que tenía una noche de hace tres meses junto al ventanal de un último piso en Madrid, Philip Van Doren lo examina de arriba abajo con una sonrisa ecuánime antes de dar unos pasos hacia él, como si observara algo, los signos del paso acelerado del tiempo, el resultado de un experimento. Pero luego cambia, en un instante, después de indicarle a Stevens con una mirada, con un breve giro del mentón, que se quede atrás. Se aparta de la cristalera, y por un momento a Ignacio Abel le parece incómodamente que viene a abrazarlo, pero está observándolo todo, tomando nota de indicios laterales de su experimento, tal vez conteniendo su asombro, no queriendo mostrar que se fija en el estado de los zapatos o en el de la camisa o la corbata, en la diferencia entre la cara que está viendo ahora y la del hombre a quien conoció en Madrid hace algo más de un año, a quien vio alejarse por una acera de la Gran Vía una medianoche de hace tres meses. No lo abraza, pero extiende las manos hacia él, estrecha las dos suyas, él también sutilmente cambiado en este lugar donde no es extranjero, donde su figura no resalta contra un fondo ajeno a ella, algo más corpulento tal vez, más carnoso, el mismo lustre en la cabeza afeitada y en el mentón que se alza sobre un cuello alto. «Querido Ignacio, dichosos los ojos», dice, en español, resaltando con una sonrisa la propiedad de la expresión, su vanidad de saber usarla, él que le pedía ayuda siempre a Judith para encontrar equivalencias de giros en inglés. «Tiene usted que contarme tantas cosas. Ya pensábamos que no podría venir. Telegrafiaba a la embajada en Madrid cada día. Llamaba por teléfono. Intenté llamar a su casa, pero era imposible lograr comunicación. Querido Ignacio. Querido profesor. Bienvenido por fin. Stevens se encargará de todo. Está impresionado con tenerlo a usted aquí. No acaba de creérselo. Conoce todas sus obras, sus escritos. Fue la primera persona que me habló de usted.» Da órdenes, igual que en Madrid. Signos breves, miradas: Stevens se adelanta a ellos con la maleta de Ignacio Abel en la mano, les va abriendo puertas para que pasen, haciéndose a un lado, adelantándose, quedándose atrás: flexible, físicamente desorganizado, consciente de su posición, más subordinada hacia Van Doren que hacia el invitado extranjero al que admira tanto. Sin levantar la voz Van Doren le da instrucciones en un inglés muy rápido, y Stevens escucha y asiente, ocupándose de todo, poniéndose rojo. En los asientos de atrás hay una amplitud confortable y un sutil olor a cuero, otro mundo de olores en el que Ignacio Abel ahora se encuentra extraño, y en el que ya casi no recordaba haber habitado él también, no hace tanto tiempo. Se sienta incómodo, rígido, sin apoyar la espalda, las rodillas juntas, el sombrero en el regazo. Ha perdido tan completamente la costumbre del confort como la del halago. Van Doren saca un cigarrillo y Stevens, que ya había puesto en marcha el motor, lo apaga para buscar un mechero y darle fuego. Van Doren se echa hacia atrás, moviendo apenas la mano derecha para apartar el humo o para indicarle a Stevens con cierta impaciencia que arranque de una vez. «Pasará usted los primeros días en la casa de invitados de la universidad, si no le importa. En una semana como máximo tendrá su propia vivienda, en un sitio muy conveniente, cerca del campus y del sitio donde estará la biblioteca.
Into walking distance.
¿Cómo es el giro en español? Espere, no me lo diga. ¿A un tiro de piedra? Nuestra querida Judith no habría dudado ni un momento. Aunque "sitio" tal vez no es tampoco una traducción correcta para
site...»
Qué poco ha tardado en decir el nombre, en invocar la presencia; observando la cara de Ignacio Abel, buscando en ella indicios del sobresalto, el nombre dicho en voz alta delante de él por primera vez en tanto tiempo. Estará esperando a que Abel se atreva a preguntar si sabe algo de ella, como esa noche en Madrid, delante del ventanal en el que se reflejaba la claridad de los incendios; urdiendo su pequeño experimento, decir un nombre como si se vierte una gota de cierta sustancia en un líquido. Pero ahora mira hacia fuera, de perfil junto a la ventanilla, recostado en el asiento de cuero. Toma aire, va a decir algo, tal vez que sabe dónde está Judith. «Imagino que no ha tenido usted tiempo de enterarse de las últimas noticias de España. El ejército de los otros tomó ayer Navalcarnero. No creo que vaya a salir mañana en los periódicos. Qué bellos son los nombres de los pueblos españoles, y qué difíciles de pronunciar. Miro el mapa y los leo en voz alta. Lo más difícil es saber dónde va el acento en palabras tan largas. Veo los nombres y echo de menos los viajes en automóvil por aquellas carreteras. Illescas lo tomaron sólo tres días antes. ¿A cuánto está Navalcarnero de Madrid? ¿A quince millas, a veinte? ¿Cuánto tiempo cree que tardarán en llegar?»

El automóvil avanza por una carretera estrecha, flanqueada de árboles enormes, más allá de los cuales ve deslizarse bosques otoñales, praderas en las que pastaban caballos, granjas aisladas y vallas pintadas de blanco, relumbrando en la claridad declinante de la tarde. Sobre las ondulaciones de los prados la luz oblicua revela un vapor tenue de tierra humedecida y fertilizada por la lluvia, abrigada bajo la capa de las hojas del otoño que se irán pudriendo lentamente hasta convertirse en abono. Se acuerda de sus primeros viajes por las llanuras fértiles y lluviosas de Europa, amaneceres de niebla desde la ventanilla de un tren, la luz del día revelándole arboledas rectas en las orillas suntuosas de ríos, campos de cultivos. Qué injuria venir de los páramos españoles, de las llanuras de secano, de las serranías de roca desnuda, habitadas por cabras y por seres humanos que se refugiaban en cuevas, que tenían, hombres y mujeres, la piel tan renegrida y áspera como el paisaje en el que malvivían arañando la tierra, las caras deformadas por bultos de bocio, los ojos estrábicos, la injusticia encorvándolos como una maldición sin remedio. «No hay que desesperar, amigo Abel, como esos señores cenicientos del 98, Unamuno y Baroja, todos ellos», decía Negrín, riéndose; «bastarán dos generaciones para mejorar la raza, y nada de eugenesia, ni de planes quinquenales. Reforma agraria y alimentación saludable. Leche fresca, pan blanco, naranjas, agua corriente, ropa interior limpia; si nos dejaran tiempo, los otros y los nuestros...»

Pero no nos lo han dejado. Nunca hubo tiempo, tal vez; nunca existió la posibilidad verdadera de eludir el desastre; el porvenir que parecía abrirse por delante de nosotros el año 31 era un espejismo tan insensato como nuestra ilusión de racionalidad; en las cunetas de las avenidas recién asfaltadas de la Ciudad Universitaria ahora hay montones de cadáveres; en las aulas que tanta prisa nos dábamos para que estuvieran listas a principios de curso no ha venido a estudiar nadie; todo dispuesto, las bancas nuevas, las pizarras no manchadas todavía de tiza, los corredores resonantes donde ya se habrán roto algunos cristales, donde retumbarán muy pronto los cañonazos del enemigo que avanza, igual que ahora, desde la medianoche hasta el amanecer, las descargas de los fusiles en las ejecuciones. Mañana mismo, dentro de unas horas, en cuanto amanezca sobre la llanura, seguirán acercándose, camino de Madrid, igual que a lo largo del verano, subiendo desde el sur, por las carreteras desoladas y rectas, como una epidemia maléfica contra la que no hay antídoto, resistencia posible, sólo la inmolación o la huida, milicianos aturdidos y mal armados arrojándose a cuerpo limpio contra la metralla o escapando a campo través y tirando los fusiles para correr más rápido sin haber visto ni siquiera al enemigo, aterrorizados por sombras de jinetes a caballo entre remolinos de humo o por los gritos de pánico de otros tan extraviados como ellos. Con la uña de un dedo índice rosada de manicura (el dedo que ahora golpea distraídamente el cigarrillo para sacudir la ceniza mientras por la ventanilla del automóvil se sucede ordenadamente un paisaje de praderas, casas y vallas blancas, manchas rojas, ocres y amarillas de bosque) Philip Van Doren ha seguido en un mapa la línea trazada por los nombres que leía en los periódicos o en quién sabe qué noticias que llegan a él antes siquiera de que se publiquen: nombres sonoros y abstractos, Badajoz, Talavera de la Reina, Torrijos, Illescas, resaltando con sus duras consonantes y sus vocales nítidas en la música del idioma inglés igual que su grafía exótica en las columnas impresas con letra diminuta o en los titulares. Pero qué sabe él de lo que hay detrás de esos nombres; qué puede imaginar, menos aún, el profesor Stevens cuando los lea o los oiga, leyendo el periódico o escuchando la radio por la mañana mientras desayuna junto a uno de estos ventanales en los que no hay postigos ni visillos, delante de estos paisajes limpios de aristas, de huellas de pobreza y sequía o cicatrices de torrentes secos, bañados en una luz apacible que parece rozar tan delicadamente las cosas, ahora mismo, cuando la tarde sigue extinguiéndose muy despacio, perdurando en el azul muy claro del cielo y de las montañas lejanas, en el oro polvoriento de las colinas cubiertas de arces y robles, en los costados de las casas pintadas de blanco que dan al oeste. Nombres, recuerda, lugares por los que él mismo pasó alguna vez yendo de viaje, pueblos en los que se detuvo para estudiar la torre de una iglesia o tomar fotografías de un edificio popular, un molino, un lavadero, una casa de labor, ni siquiera eso, un bardal coronado de tejas, el arco de un puente sobre un arroyo. Día tras día, desde el amanecer, en el calor terrible de las siestas de verano, en la templanza de los atardeceres, los invasores armados han seguido avanzando por esos paisajes despojados de árboles en los que nadie puede esconderse, han asaltado los pueblos, cada uno un nombre tachado al poco tiempo en los mapas, dejando tras de sí una cosecha metódica de cadáveres, un horizonte de casas incendiadas, a lo largo de la mancha blanca de la carretera, de las líneas de postes y cables de telégrafos. Avanzan en camiones militares, en automóviles requisados, en escuadrones de jinetes que aterrorizan a los fugitivos desarmados enarbolando sables y lanzando gritos de una furia primitiva. Turbantes y alfanjes mezclados con ametralladoras; trofeos de manos y de orejas cortadas y telémetros para la artillería que derriba a cañonazos una torre de iglesia en la que han buscado refugio unos campesinos armados con escopetas viejas, resueltos a morir; una barbarie ejecutada con la solvente planificación de un proyecto moderno: como hubieran querido ustedes realizar el proyecto de la Ciudad Universitaria, dice Philip Van Doren, inseguro acerca del verbo que ha usado, demasiado pobre o general. «¿Cómo se dice bien en español
to carry out?»,
pregunta, se consulta a sí mismo sin mirar a Ignacio Abel, o mirándolo un poco de soslayo, para hacerle saber que quien podría darle una respuesta indudable no está allí, aunque los dos piensan en ella. «Llevar a cabo», dice, satisfecho ahora, aliviado, la sombra de Judith invocada entre los dos, igual de presente que la guerra invocada en los nombres de los lugares que ha ido tomando el enemigo, los que caerán mañana, dentro de unas horas, cuando sea todavía de noche aquí pero ya esté amaneciendo en España: motores poniéndose en marcha; relinchos de caballos; el estrépito de las armas y el de las botas militares sobre la grava de la carretera (pero ellos tampoco llevan botas, o sólo los oficiales: calzan alpargatas, igual que los nuestros, unidos a ellos en la penuria, en el destino probable de ser carne de cañón); la matanza como una tarea extenuante pero embriagadora, como una cacería humana en la que se multiplica sin esfuerzo el número asombroso de las piezas cobradas, unánimes en el pavor de la huida y el desvalimiento. Los hermosos nombres en los mapas ahora designan cementerios. El otro país ahora ocupado y enemigo se extiende como una mancha según avanzan las columnas militares reforzadas por un séquito de matarifes con camisas azules que atraviesan los pueblos manejando listas de condenados metódicamente copiadas a máquina y dejando tras de sí un rastro de cadáveres. Mientras él esperaba y no hacía nada en Madrid ellos seguían acercándose; mientras él viajaba en tren hacia París disimulando la huida y tomaba el barco y se quedaba hipnotizado mirando el océano gris como una lámina de acero, escribiendo postales que no llegarían a su destino, imaginando cartas que dejaría sin escribir. Desde Navalcarnero la carretera continúa casi en línea recta hacia las afueras de Madrid; mucho antes de llegar los invasores verán a lo lejos la mancha blanca del Palacio Nacional sobre las barrancas del Manzanares: verán el perfil rojizo y pueblerino de los tejados interrumpido por la torre de la Telefónica, bajo el cielo inmenso de Castilla.

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