Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
Ahora no tiene que sonreír, que mover afirmativamente la cabeza o esforzarse por comprender lo que le dicen o seguir el ritmo incesante de Stevens, sus largas zancadas en las que hay a veces como un vuelo caprichoso de pasos de baile. Stevens se ha disculpado por dejarlo solo y se ha levantado tragando el último bocado de su sándwich y el último sorbo de agua porque tenía que dar una clase. Hasta el final los signos de su preocupación han tenido algo de parodia. ¿Se las arreglará bien solo las próximas horas Ignacio Abel? ¿Seguro que no prefiere que un estudiante lo acompañe o lo lleve en automóvil de vuelta a la casa de invitados? Pero nada le apetece más que quedarse solo y adquirir caminando el sentido del espacio, despejando la confusión de las idas y venidas en coche y el aturdimiento de las presentaciones y los saludos sucesivos. Ha descubierto que todo está en realidad muy cerca: que el automóvil convertía en inconexos y lejanos los itinerarios. A la casa de invitados, que esta mañana le parecía tan perdida en el bosque, ahora sabe que puede volver en menos de quince minutos. Esta mañana las ramas de los árboles azotaban los cristales del coche de Stevens cuando ascendía por el camino estrecho, casi un sendero, que lleva al claro donde está la primera excavación abandonada hace años de la futura biblioteca. Un viaje tan largo para llegar a este destino: una oquedad en la tierra, medio tapada por malezas y troncos caídos y hojas secas acumuladas durante varios otoños, los márgenes hendidos por los dientes de las palas de las excavadoras. Observado por Stevens, consciente de su cercanía ansiosa y habladora —se apresuraría a informar a Van Doren de la visita, a contar o inventar detalles reveladores sobre la reacción del invitado—, Ignacio Abel no había sabido mirar plenamente lo que tenía por fin delante de los ojos, después de haberlo imaginado tanto. Para ver algo deverdad siempre ha necesitado estar solo. Únicamente la compañía de Judith ha dilatado su capacidad de mirar, le ha abierto los ojos a cosas que sin ella no habría visto. Madrid fue otra ciudad porque la había descubierto a través de los ojos de ella. Tenía al lado a Stevens y su sola presencia lo distraía y lo irritaba, aun cuando se quedaba callado. La zanja se extendía desde la cima de la colina hasta la mitad de la ladera. Hacia un lado estaban los edificios del campus, al final del camino, agrupados contra la amplitud del paisaje que se extendía hacia el horizonte y a la vez dispersos, con una apariencia de azar que sólo observada despacio revelaba un eje, un principio organizativo, en torno al rectángulo que Stevens llamaba
The Commons.
Hacia el oeste, más allá de la ondulación roja y ocre y amarilla de las copas de los árboles, el río era una ancha lámina metálica atenuada por una bruma azul en la que reverberaba el sol, las lonas blancas de los veleros suspendidas en ella como mariposas o cometas inmóviles. Stevens, a su lado, señalaba montañas o edificios en la distancia, y decía sus nombres, enumeraba fechas de construcción, las medidas exactas del solar en el que se levantaría la biblioteca. «Y la vista del río», dijo, como un guía ansioso por convencer a un grupo de turistas del mérito del paraje al que los había llevado. Pero miraba el reloj, impaciente porque la visita se ajustara al tiempo reglamentado para ella, con la inhabilidad de las personas muy activas para quedarse quietas y calladas. Eran las doce y cuarto, dijo, a las doce y media tenían mesa reservada en el Faculty Club, seguro que al profesor Abel le iba a encantar conocer a algunos colegas del departamento.
Sigue ahora el camino, ladera arriba, a la sombra enorme de los árboles, arces y robles sobre todo, cree reconocer, y otros cuyos nombres ignora, no sólo en inglés, sino también en español, y se acuerda de las etiquetas que tienen los árboles en el Botánico de Madrid, y de la sorpresa con que Judith Biely reconocía algunos, como amigos a los que se encuentra inesperadamente en un país extranjero, sus lujosos colores de otoño resaltando más en la ciudad sobre todo propicia a los tonos terrosos y a los verdes polvorientos. Pero aquí son mucho más grandes, en esta tierra oscura, fertilizada por lluvias, cubierta por las hojas caídas y luego por la nieve en los largos inviernos, atravesada por delgados hilos secretos de agua en cuanto empieza el deshielo. Piensa con nostalgia, con melancolía, en los arbolillos plantados en las avenidas de la Ciudad Universitaria, tan frágiles en las temperaturas extremas de Madrid, amenazados siempre, unas veces por los fríos que bajan de las cumbres nevadas del Guadarrama y otras por el calor polvoriento de los veranos, cuando no por las patadas de los gamberros; los troncos casi tan delgados como los de esos árboles de alambre que él mismo puso algunas veces en las maquetas, recortándoles copas de cartón pintadas de verde con un lápiz escolar. Algunas mañanas, cuando conducía hacia la oficina y daba una vuelta para repasar el estado de las obras, los encontraba tronchados, abatidos por saboteadores nocturnos, por el rencor contra el árbol de la gente de secano, que teme que sus raíces les roben el agua ya escasa. Pero ahora sabe que basta la debilidad misma de algo para animar a su destrucción, y quizás por eso lo sobrecogen más estos árboles que llevan varios siglos creciendo, más antiguos que los edificios que ahora se distinguen entre ellos, tal vez más perdurables que su biblioteca futura, aún no imaginada plenamente, con ramas tan largas que se entrecruzan sobre su cabeza como las nervaduras de una bóveda que filtra apenas los rayos del sol y de la cual desciende, al menor soplo de viento, una oleada de hojas; ramas que nadie poda, al menos no con esa tosca saña de amputación con que él ha visto tantas veces blandirse las hachas contra los árboles de Madrid. Demasiado secano, tanta vehemencia innecesaria, tanta energía enconada que se disuelve en aspavientos y palabras, en exabruptos de caras congestionadas. Pero a mí tampoco me importó que se cortaran los árboles de la Moncloa al principio de las obras de la Ciudad Universitaria, los pinos de largos troncos inclinados y copas redondas que sucumbieron a las hachas y a las sierras mecánicas, las cabelleras de raíces arrancadas de cuajo por las excavadoras, los arroyos cegados por los movimientos de tierras, ocultos luego por las canalizaciones subterráneas. Nosotros lo arrasamos todo para empezar de nuevo como sobre un espacio en blanco, sobre las cicatrices aplanadas de lo que había existido antes. Subiendo por el camino entre los árboles que brillan cuando les da el sol con rojos y amarillos de incendio Ignacio Abel se acuerda de pronto de la cara de Manuel Azaña, no el día reciente en que se despidió de él, sino una tarde de hace tiempo, no tanto como en las perspectivas engañosas de la memoria, hace no más de cuatro años. Una tarde fría, en noviembre, nublada, la Sierra sumergida en una niebla entre gris y azul de lluvia cercana. Azaña era entonces presidente del consejo, y había venido casi de improviso a visitar las obras, probablemente convencido por Negrín, que lo trajo en su propio automóvil. Él los estaba esperando, junto al director de la Ciudad Universitaria, el arquitecto López Otero, que había sido amigo de Alfonso XIII y no tenía muchas simpatías por la República y menos por el primer ministro. «No se vaya usted esta tarde, Abel», le había pedido, «que tenemos gran visita oficial». Pero la visita oficial, a la que recibieron al pie del pabellón provisional de la dirección de obras, llegó con mucho retraso y reducida a un pequeño automóvil de color amarillo que se detuvo con un frenazo sin que al principio saliera nadie, quizás porque los dos pasajeros, demasiado corpulentos para el tamaño escaso del vehículo, no acertaban a levantarse de los asientos. Salió primero Negrín, por el lado del conductor, y dio la vuelta rápidamente para abrir la portezuela del otro lado, sosteniéndola como un chófer, con el sombrero en la mano, mientras iba emergiendo del interior del coche, con torpeza y lentitud, el presidente del consejo, su cara habitualmente incolora enrojecida por el esfuerzo, envuelto en un abrigo aparatoso, tan pesado que no podía desprenderse sin ayuda del asiento demasiado hundido. Se incorporó sustentándose en la mano fuerte de Negrín, y cuando por fin estuvo en pie se peinó con los dedos el pelo escaso y desordenado antes de ponerse el sombrero, la dignidad ministerial recobrada poco a poco, estrechándoles brevemente la mano, o más bien adelantándola para que ellos la apretaran, tibia y carnosa, un poco húmeda, tan carnosa como los párpados o las mejillas, en las que había raras protuberancias y verrugas. Caminaron un rato entre desmontes y armazones de edificios, observados de lejos, en silencio y de soslayo, por algunos obreros rezagados que abandonaban los tajos. Mientras López Otero y Negrín daban explicaciones al primer ministro, accionaban los brazos para conjurar en el vacío las instalaciones completas que alguna vez se levantarían en aquella amplitud todavía casi despojada de perfiles reconocibles, Ignacio Abel, un poco apartado, observaba la expresión de Azaña, entre de aburrimiento y agravio, la mirada de los ojos acuosos que seguían sin mucho interés las indicaciones y luego se quedaba perdida, o se encontraba con la suya, buscando tal vez el alivio de alguien que no le hablaba y no parecía empeñado en convencerle de algo o en llamar su atención. Se quedó parado, mirando a su alrededor, y los otros se detuvieron junto a él, muy cerca del socavón con los cimientos de lo que iba a ser la Facultad de Filosofía y Letras. «Pero qué han hecho ustedes con todos los pinares que había por aquí. Media España es un desierto. ¿Por qué han tenido ustedes que construir su Ciudad Universitaria precisamente donde había un bosque?» El arquitecto López Otero se aclaró la garganta y tragó saliva antes de hablar. «Recordará su excelencia que fue su majestad don Alfonso XIII quien cedió gratuitamente esta finca que pertenecía a la Corona.» Ignacio Abel notó la tensión en Negrín, la vibración en la poderosa mandíbula apretada. Bajo los párpados que le velaban a medias los ojos Azaña tal vez calibraba la inconveniencia de las palabras de López Otero, la posible falta de respeto. ¿Era necesario que dijera «su majestad», y no «Alfonso XIII», sin el «don» ceremonioso, o simplemente «el rey», o «el ex rey»? «Tendremos un campus como los de las universidades americanas, don Manuel. La gente vendrá a pasearse como se paseaba antes por los pinares de la Moncloa. Habrá arboledas mucho mejores.» Azaña tenía una manera de mirar fijo mientras escuchaba y al mismo tiempo permanecer ajeno, como si sólo viera vagamente a su interlocutor. «Insisto en mi observación, don Juan, y créame que tengo tanto empeño como usted en que se termine la Ciudad Universitaria. Que empezara como un capricho de Alfonso XIII, de su majestad, como le llama el señor López Otero, no le quita mérito. ¿Pero qué falta hacía talar los mejores árboles de Madrid para plantar otros? A lo mejor es sólo egoísmo por mi parte. Por muy rápido que crezcan yo ya no los veré.»
Qué difícil el primer paso en la concepción de lo que todavía no existe: el primer trazo de un boceto que podría contener en germen la obra final, un ángulo o una sola línea que engendrará el dibujo completo, no obedeciendo un propósito exterior a ella, sino guiada por un impulso de crecimiento orgánico. Donde no hay nada tiene que haber algo. De una hoja en blanco ha de surgir la forma primera de una biblioteca. De un foso excavado hace tiempo en la ladera de una colina y velozmente cubierto por una vegetación que sustituye a la que fue arrancada o talada se levantarán muros, escalinatas, balaustradas, ventanas. La forma esbozada en el cuaderno se distinguirá entre las arboledas y podrá ser vista desde uno de esos veleros de recreo o una de las barcazas de proa roma y casco oxidado que pasan por el río. Ignacio Abel tiene el cuaderno abierto sobre las rodillas y el lápiz en la mano pero no ha dibujado nada todavía. Se ha sentado en el tronco parcialmente hueco de un árbol caído tal vez hace muchos años, con las raíces al aire, con la superficie horadada por galerías de insectos que en algunas zonas han reducido la madera a un polvo suave. Oye chasquidos cercanos, ruidos de animales que no llega a ver, aleteos de pájaros sobre su cabeza, que provocan breves remolinos de hojas caídas. No parece que esa zona del bosque haya sido limpiada en mucho tiempo. Fragmentos de troncos, ramas secas pisadas, láminas de cortezas, se mezclan en el suelo con el tapiz de las hojas que se han ido acumulando a lo largo de los otoños, las más antiguas del color de la tierra, ya en parte confundidas con ella, desmenuzadas por el trabajo de los insectos que se ven moverse en cuanto se fija un poco la mirada, las más recientes yuxtaponiendo sus formas y sus colores como piezas desordenadas de un mosaico, con nervaduras y simetrías diversas que él quisiera descifrar dibujándolas en el cuaderno, o ni siquiera eso, recogiéndolas y dejándolas prensadas entre sus páginas. De la dirección del río viene el fragor amortiguado de un tren, el sonido como de sirena de niebla que esta noche pasada ha escuchado en sueños. Los troncos volcados, carcomidos de insectos, cubiertos de líquenes o de plantas trepadoras, le traen el recuerdo de los solares de ruinas en el Foro de Roma: las columnas rotas, el mármol de los capiteles tan erosionado y poroso que ya es puro escombro, anegado por la hierba y los jaramagos, con una blancura calcárea de osamentas animales. Comprende que los bocetos que ha hecho hasta ahora no le servirán de nada. El edificio no puede haber existido de antemano en su imaginación de arquitecto, con aquella perfección como de diamante que había admirado casi dolorosamente cuando vio en Barcelona el pabellón de Mies Van der Rohe: admirado con la envidia hacia algo que uno sabe que no sería capaz de lograr, con la sospecha amarga de ser mediocre, limitado, provincial. Cómo sería un prisma de acero y cristal surgiendo de pronto ante la mirada de quien ascendiera por el camino entre los árboles, brillando como un faro iluminado en la distancia, cuando se hiciera de noche, desde los otros edificios del campus. La inminencia del trabajo le produce a la vez excitación y abatimiento; pereza, casi pánico, el vértigo de un vacío al que no está seguro de que sepa hacer frente. Una ardilla de formas redondeadas y pelambre lustrosa se ha acercado a él con un sigilo de breves movimientos sucesivos y ha recogido una bellota que examina a conciencia sosteniéndola entre las uñas de sus patas delanteras. No se mueve, para no espantarla, y la ardilla le da la espalda rozándole uno de los zapatos con su cola tan suave y abultada como una brocha de afeitar, y se aleja a saltos silenciosos, despojada de peso, dejando un rumor en las hojas casi tan tenue como el de la brisa húmeda que ha empezado a estremecerlas. Estaba tan ensimismado que no se ha dado cuenta de que alguien venía. Se ha nublado y el aire es ahora más fresco, y las hojas descienden en ráfagas más numerosas. Una gota redonda humedece el centro de la hoja del cuaderno en el que no ha dibujado nada todavía. Levanta la cabeza y Philip Van Doren lo mira sonriendo, con los brazos cruzados, recostado en un árbol.