Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
Demasiado formal: el traje tan bien cortado por un sastre moderno de Madrid aquí, en Burton College, es de pronto un poco rancio, casi anticuado, por comparación con la ropa deportiva de los estudiantes, de las franelas y las chaquetas a cuadros de los profesores, que afectan un aire de hacendados rurales ingleses, en concordancia con el vago mimetismo medieval de la arquitectura. Por eso es tan fácil distinguir a Ignacio Abel, cuando ha salido del Faculty Club y camina por un sendero en el rectángulo central del campus, más formal y más lento que los otros, también más desocupado, con las manos en los bolsillos, con una excesiva palidez española, recreándose en el sol de la primera hora de la tarde, sin gabardina, sin una maleta en la mano, cruzándose con grupos de hombres y mujeres muy jóvenes que llevan libros y carpetas y se apresuran camino délas clases o de la biblioteca, ese edificio pseudogótico en el que ya no caben los libros y en el que la humedad los llena de moho que será abandonado en cuanto esté construida la nueva biblioteca, la que por ahora sólo existe como una conjetura en su imaginación y en los bocetos de un cuaderno que ahora lleva en el bolsillo. Observar cuerpos elásticos y caras de salud que no parecen haber sido rozadas nunca por la sombra del miedo ni desfiguradas por la crueldad o la ira. Las muchachas con vestidos ligeros en la mañana cálida de octubre, con zapatos bajos y calcetines blancos, los estudiantes con jerseys de colores vivos, casi todos con las cabezas descubiertas, moviéndose los unos mezclados con los otros con una camaradería sin apariencia de esfuerzo. La calidad de los dientes facilita la risa: se acuerda del dictamen de Negrín cuando observaba en Madrid las caras de la gente con sus ojos de médico, los signos tristes de la malnutrición y la falta de higiene. ¡Leche pasteurizada y aceite de hígado de bacalao iban a ser los remedios del atraso de España, calcio abundante para las dentaduras enfermas! Tiene tiempo, hasta las seis no irán a recogerlo para la cena que da en su honor el presidente del
college.
Las horas parecen dilatarse con una amplitud fecunda desde que terminó de arreglarse esta mañana y aún le sobraba tiempo para desayunar y hasta para escribir alguna carta, para examinar la soledad resonante de la casa de invitados. En las paredes de los corredores había retratos al óleo de personajes con casacas coloniales o levitas del siglo pasado, paisajes de las orillas del Hudson, con las montañas azules al fondo y las colinas cubiertas por bosques otoñales, acuarelas con proyectos de edificios universitarios. En un cuadro de ejecución tosca y detalles muy vividos un rótulo con la inscripción «Burton College, 1823» flotaba sobre una vista de un torreón de aire gótico levantado en un claro, con una minuciosidad de manuscrito iluminado medieval. Como un intruso o un fantasma bajó por la escalinata de peldaños de roble que daba al vestíbulo. En la claridad del día todo era diferente a lo que había visto la tarde anterior. Cruzó una gran biblioteca la mitad de cuyos estantes estaban vacíos, con un piano de cola en el centro y sillas de tijera apiladas contra una pared. Cruzó un salón que daba a un jardín, con una chimenea en la que crepitaba un fuego de leña olorosa, con hondos sillones de cuero junto a los que colgaban bastidores con periódicos. Parecía que alguien servicial e invisible hubiera estado esperando su despertar. Escuchó sonidos de platos y cubiertos. Al final de la larga mesa de un comedor había un servicio de desayuno. Una mujer negra y fornida le dio jovialmente los buenos días y le hizo varias preguntas sucesivas que él sólo poco a poco comprendió, descifrando los sonidos evidentes con un cierto retraso, con una falta de sincronía de varios segundos. Asintió a todo: quería café, quería azúcar y leche, quería zumo de naranja, quería mantequilla y mermelada y pan de centeno. La mujer era al mismo tiempo majestuosa y servicial: le dijo cosas que a él se le volvían indescifrables cuando creía estar a punto de comprenderlas y lo observó con paciencia indulgente mientras él intentaba explicarle algo y de pronto no le salía una palabra trivial, y se escuchaba torpe y lento, la boca abierta sin que ningún sonido brotara de ella. La mujer llevaba un traje de calle bajo el mandil y un sombrero con adornos brillantes y baratos de flores. Le llamaba unas veces
your excellence
y otras
your honor
y debía de pensar que era algún mandatario o algún noble europeo exiliado de alguna revolución y necesitado de mucho alimento. Lo miraba comer respetuosa y complaciente, le sirvió más leche y más café y rebanadas de pan oscuro y esponjoso y le indicó por gestos que se untara más mantequilla, que probara cada uno de los botes de mermelada dispuestos sobre la mesa. Recogió rápidamente las cosas del desayuno y le dijo con aspavientos y gestos de las manos que no se preocupara de nada, que ella volvería más tarde para arreglar la casa. Ponía expresión de pena mirándolo comer y dijo algo sobre la guerra y la falta de alimentos y luego sobre su marido o su hijo que había luchado en la guerra de Europa y vuelto de ella enfermo a causa del gas, pero Ignacio Abel no estaba seguro y se limitó a sonreír y a mover afirmativamente la cabeza. Había algo sólido y rotundo en las cosas, lo mismo en la construcción de la casa que en el grosor de las rebanadas de pan, en la rica densidad de la leche y la loza pesada del tazón, una especie de robusta cordialidad que estaba también en la presencia de la mujer y en el tamaño de sus manos con las uñas rosadas y las palmas muy blancas.
Al quedarse solo de nuevo se le multiplicaron las dimensiones y el silencio de la casa. En la presencia de las cosas, en la agudeza de sus percepciones, había un punto borroso de irrealidad. Confortado por el desayuno cruzó de nuevo espacios que parecían concebidos para que sólo él los habitara, ajenos a su vida y sin embargo tan inmediatamente hospitalarios como si hubiera vivido en ellos mucho tiempo y ahora regresara, esta mañana, encontrando las habitaciones inundadas de sol, el fuego encendido, los periódicos del día en los bastidores junto a los sillones de cuero rozado. Abrió uno, con el miedo de tantas veces, con el ansia y la repulsión simultánea de encontrar noticias sobre España. Era un
New York Times
de dos semanas atrás, y al comprobar la fecha estuvo a punto de dejarlo, pero la impaciencia lo atraía hacia sus anchas páginas con la letra diminuta, con una anticipación de desagrado, aunque lo que pudiera encontrar ya no tendría importancia, habría caído en el anacronismo inmediato. Y allí estaba, en una página interior, el malefìcio eterno de la palabrería y la crueldad taurinas: DEATH IN THE AFTERNOON— AND AT DAWN. Sólo vio esas palabras y ya supo que se referían a España. No podían faltar, la muerte ni la tarde, como si la crónica fuera de una corrida y no de una guerra, y tampoco podía faltar el sol, la claridad candente exagerando los colores de la fiesta nacional para gozo del turismo, DEATH UNDER THE SPAN1SH SUN MURDER STALKS BEHIND THE FIGHTING LINES-BOTH SIDES RUTHLESS IN SPAIN. Los dos lados iguales para ellos en su exotismo y en su gusto por la sangre,
Elimination of Enemies by Execution is the Rule.
Quién habría leído el periódico hace dos semanas, quién, recostado en el sillón de anchos brazos rozados, de cuero tan noble como los troncos que arderían en la chimenea o como la repisa de mármol, se habría interesado por esas noticias sobre ejecuciones en paisajes desérticos castigados por el sol mientras en el ventanal que da al jardín habría una brisa suave de principios de otoño que removería no sólo el rumor de las hojas sino también los olores de la tierra fertilizada por la lluvia, el suelo grumoso y rico por las hojas acumuladas a lo largo de otoños solemnes. Cómo era el país en guerra que uno imaginaba leyendo el periódico después de haber desayunado: remoto, sanguinario, predestinado al infortunio, provocando si acaso una virtuosa simpatía que no cuesta nada y fortalece la sensación confortable de estar a salvo, protegido por la distancia y por la civilización que le permite a uno dar por supuestos los placeres de la mañana, el aseo después de una noche de sueño, la abundancia sacramental del desayuno en una habitación espaciosa, iluminada por la claridad limpia del día, el olor del café y el de la tinta del periódico, del pan tostado y la mantequilla fresca fundiéndose ligeramente sobre él. Así había leído él mismo las noticias sobre Abisinia no muchos meses antes, mirado en
Ahora
y en
Mundo Gráfico
las fotos de los etíopes indefensos con sus lanzas y sus túnicas tribales y las de los insolentes expedicionarios italianos, con su burda épica colonial copiada de malas películas de aventuras y sus eficaces aviones Fiat armados de ametralladoras y bombas incendiarias. Ahora los abisinios somos nosotros; nosotros mismos las víctimas de los eficientes invasores y los encargados de la parte más rudimentaria de la carnicería.
Murder stalks behind fighting Unes.
Dejó el periódico sin haber leído entera la crónica y salió de la casa, las aletas de la nariz dilatadas por el aire fresco, con una humedad de rocío, con un olor a tierra y a hojas caídas, a la resina y a la savia de los grandes cedros o abetos que limitaban el claro, las ramas como tejados sucesivos de pagodas, sus extremos oscilando suavemente en el aire. Los picotazos del pájaro carpintero resonaban con la misma poderosa nitidez que si fueran golpes o pasos bajo una bóveda, el tronco entero vibrando, la madera recia y fresca. El suelo forrado de hojas cedía mullido bajo sus pisadas y el rocío de la hierba le mojaba los zapatos y los bajos del pantalón. Hacia un lado el camino se perdía en el bosque. Hacia otro, desde el costado de la casa, herido ahora por los rayos del sol, se abría un paisaje ondulado de pastos y campos de cultivo, interrumpidos por vallas blancas y granjas, por altos graneros pintados de colores vivos. Hubiera querido seguir uno cualquiera de aquellos caminos. Pero tenía miedo de perderse o de que se hiciera tarde y volvió a la casa, no sólo por precaución, también porque se veía incongruente en su traje y sus zapatos de ciudad europea. Admiró atentamente desde fuera la forma del edificio, la sugestión de arraigo con que se posaba sobre la tierra, en el claro del bosque, midiéndose con la escala de los árboles, firme y cerrada sobre sí misma para resistir los inviernos y para no quedar anulada por la amplitud del paisaje y a la vez abierta a él, la balaustrada de la terraza sobre las columnas del pórtico, las amplias ventanas que daban a todos los puntos cardinales, al bosque y a los campos de cultivo y a la distancia en la que estaba el río y más allá de la cual se elevaba una línea de montañas azules. Volvió a la casa y a su habitación para limpiarse de nuevo los zapatos y la cama ya estaba hecha, el embozo recto, las almohadas mullidas con una consistencia ingrávida de plumón, el orden restablecido. Sentado ante la ventana, la espalda recta en la silla muy sólida, la mano apoyada en la mesa, en la carpeta de bocetos y acuarelas que había traído de Madrid, imaginó cartas para sus hijos y para Judith Biely, calculó con desgana la hora que sería en España, escuchó poco a poco acercarse el motor del automóvil de Stevens.
Estaba rojo, recién duchado, resplandeciente, como si le hubiera sacado brillo no sólo a la montura dorada y a los cristales de sus gafas sino también a sus ojos muy claros, a sus uñas pulidas, a su dentadura, a los zapatos de cuero crujiente que lo transportaban de un lado a otro cuando bajaba del coche casi a la misma velocidad que cuando iba conduciéndolo. Olía a colonia y a dentífrico de menta. Arrancó en cuanto Ignacio Abel se instaló a su lado, mirando el reloj, impaciente por aprovechar el tiempo, por completar cada una de las tareas que había planeado para esa mañana, casi todas ellas administrativas, saltando arbitrariamente del inglés a un español con tanto acento que se volvía ininteligible, gesticulando para mostrarle los lugares de mérito de los alrededores del campus, más desahogado esta mañana y más seguro de sí mismo porque no estaba sometido a la vigilancia intimidadora y fácilmente sarcàstica de Philip Van Doren. Había que parar en edificios de aire entre gótico y rural que albergaban insospechadas oficinas en las que hacía siempre un calor agobiante y en las que secretarias o mecanógrafas sonreían al estrechar la mano de Ignacio Abel y prestaban mucha atención para escuchar bien su nombre extranjero, mostrando con entonaciones agudas el entusiasmo que les producía conocerle, sobre todo cuando Stevens repetía sucesivamente ante cada una de ellas la lista de sus méritos, adoptando luego una mímica inversa de dolorida compasión cuando Stevens mencionaba la guerra en España y las dificultades que el profesor Abel había tenido que superar para salir del país: ojos muy abiertos, exclamaciones, suspiros. Había que rellenar impresos, mostrar documentos, contestar a preguntas, asentir moviendo mucho la cabeza aunque no se entendiera gran cosa, aunque las palabras se perdieran entre el ruido de las máquinas de escribir (se confundía, no entendía lo que le habían preguntado, no encontraba el pasaporte con el número de visado o el papel que había guardado en un bolsillo un momento antes, en otra oficina, en esta misma). Había que subir de nuevo al automóvil y que recorrer carreteras y desviarse por caminos que al principio provocaban en Ignacio Abel el desconcierto de travesías al azar por parajes siempre desconocidos y poco a poco cobraron la forma mucho más restringida de unos pocos itinerarios: prados, edificios góticos, zonas de bosque, senderos rurales, iglesias, pabellones de aulas o de dormitorios, campos de deportes, más oficinas de un aire tan caliente que se hacía irrespirable, de nuevo el aire fresco con olor a bosque y a césped, el automóvil arrancando con brusquedad y Stevens mirando el reloj, el laberinto de idas y venidas reduciéndose, tranquilizadoramente, a un solo escenario, o casi, el rectángulo irregular en torno al cual se organizaban los edificios principales del campus: otra Ciudad Universitaria, no medio en proyecto y dejada en suspenso y abandonada antes de haber llegado a existir, no erigida sobre una tabla rasa de campos desérticos y pinares abolidos, sino crecida poco a poco, al principio como asentamientos de pioneros en los claros de aquellos bosques inmemoriales, luego cobrando una forma entre azarosa y orgánica, con resonancias visuales de universidades inglesas, torres góticas, extensiones de césped y paredes de hiedra: y siempre —le parecía a Ignacio Abel, huésped recién llegado en la lentitud peculiar del tiempo, en la cualidad de retiro y de isla, convaleciente de incertidumbres y cataclismos españoles— con un sosiego que se correspondía con los ciclos solemnes del mundo, el tránsito de las estaciones y el curso del río tan cercano, la acumulación gradual y no los arrebatos tan súbitos como los desastres, la conciencia tranquila de una protección o de un privilegio cuyos signos él apreciaba en todas partes y a los que se sentía al mismo tiempo atraído y ajeno. En una de las paradas Stevens abrió a toda prisa una puerta y subió delante de él por una escalera de caracol y cruzó un corredor de techo bajo y nervaduras de piedra y abrió una puerta que daba a una habitación pequeña y confortable y le dijo, ante su incredulidad, que ese iba a ser su despacho. En otra varias personas le fueron presentadas y todas celebraron
how exciting it is finally having you here as part of our faculty
y un momento más tarde Stevens le tiró sin ceremonia de la manga y lo llevó escaleras abajo hacia una sala sin ventanas que era un estudio fotográfico. En los minutos escasos que quedaban antes de la siguiente tarea debía aprovechar para que le hicieran la foto de su tarjeta de identidad universitaria. El fotógrafo lo hizo sentarse en un taburete delante de un lienzo negro y lo zarandeó para que adoptara la posición adecuada, gastando bromas que Ignacio Abel no entendía pero que a él mismo le provocaban una hilaridad resonante, no compartida del todo con Stevens, que miraba de soslayo el reloj, porque un poco más tarde tenían que almorzar con un grupo de profesores del departamento en el Faculty Club, y antes de eso estaba previsto que visitaran el solar de la futura biblioteca. Era un deseo especial del señor Van Doren, le había llamado esa misma mañana para insistirle, que por ningún motivo el profesor Abef se quedara sin ver el lugar exacto y pudiera tomar sus primeras notas sobre el terreno. El fotógrafo tenía una cara albina y congestionada y sujetaba a Ignacio Abel por la barbilla para que se detuviera en el ángulo que él quería, y cuando ya iba a disparar le dijo que sonriera, primero en un tono afectuoso, casi fraternal, y luego lleno de impaciencia, como de decepción ante la cara que seguía tan seria, la cara española inhábil para la sonrisa abierta que él estaba exigiendo, y a la que al final renunció, aunque Stevens, a su lado, miraba a Abel como dándole ánimo, ofreciéndole el ejemplo de su propia sonrisa exagerada. En algún archivo de Burton College estará esa foto, la ficha de cartulina con el nombre mecanografiado, la tinta ya muy desvaída por el paso del tiempo y las esquinas gastadas o dobladas, la tentativa de sonrisa de un hombre demasiado serio que aquella mañana parecía mayor de su edad verdadera, su cara desconcertada, ansiosa, desconocida o chocante para él mismo si la hubiera podido ver en ese momento, los labios curvándose rígidamente en los extremos.