Hay dos tipos de fallos preocupantes en el modelo estándar. El primero estriba en que no sea completo. El quark
top
no se ha encontrado aún a principios de 1993. Uno de los neutrinos (el
tau
) no se ha detectado directamente, y muchos de los números que nos hacen falta se conocen de forma imprecisa. Por ejemplo, no sabemos si los neutrinos tienen alguna masa en reposo. Tenemos que saber cómo la violación de la simetría CP —el proceso que originó la materia— aparece, y, lo que es más importante, hemos de introducir un nuevo fenómeno, al que llamamos campo de Higgs, para preservar la coherencia matemática del modelo estándar. El segundo tipo de defecto es puramente estético. El modelo estándar es lo bastante complicado para que a muchos les parezca sólo una estación de paso hacia una visión más simple del mundo. La idea de Higgs, y su partícula asociada, el bosón de Higgs, cuenta en todos los problemas que acabamos de listar, y tanto, que hemos titulado el libro en su honor: la Partícula Divina.
Pensad en el neutrino.
—¿En cuál de ellos?
Bueno, no importa. Tomad el neutrino electrónico —el corriente, el neutrino de la primera generación— porque es el que tiene menos masa. (A no ser, claro, que las masas de todos ellos sean nulas.)
—Vale, el neutrino electrónico. No tiene carga eléctrica.
No tiene fuerza electromagnética o fuerte.
No tiene tamaño, no tiene extensión espacial. Su radio es cero. Puede que no tenga masa.
No hay nada que tenga tan pocas propiedades (excepción hecha de los decanos y de los políticos) cono el neutrino. Su presencia no es ni un suspiro.
De niños recitábamos:
Mosquito en el muro
¿No has pillado ni a uno maduro?
¿Ni a mamá? ¿Ni a papá?
Una pedorreta para ti, burro, más que burro.
Y ahora yo recito:
Pequeño neutrino del mundo
que a la velocidad de la luz echas humo
¿Sin carga, ni masa, ni una sola dimensión?
¡Qué vergüenza! Cara plantas a la buena ordenación.
Pero los neutrinos existen. Tienen una especie de localización: una trayectoria, que se encamina siempre en una sola dirección a una velocidad cercana (o igual) a la de la luz. El neutrino tiene un giro propio, un espín, pero si preguntáis qué es lo que gira, os descubriréis como unos que aún no se han limpiado de pensamientos precuánticos impuros. El espín es intrínseco al concepto de «partícula», y si la masa del neutrino es en efecto cero, su velocidad de la luz constante, sin desviaciones, y su espín se combinan para darle un nuevo atributo, cuyo nombre es quiralidad. Ésta ata para siempre la dirección del espín (su giro en el sentido de la agujas del reloj o al revés) a la dirección del movimiento. Puede tener una quiralidad «diestra», lo que quiere decir que avanza con el giro en el sentido de las agujas del reloj, o «zurda», avanzando con un giro en sentido contrario a las agujas del reloj. Detrás de esto se esconde una hermosa simetría. La teoría
gauge
prefiere que todas las partículas tengan masa nula y una simetría quiral universal. Otra vez esa palabra: simetría.
La simetría quiral es una de esas simetrías elegantes que describen el universo primitivo —un patrón que se repite y se repite y se repite como el papel pintado, pero sin que lo interrumpan pasillos, puertas o esquinas, indefinidamente—. No sorprende que a Él le pareciera aburrido y le ordenase al campo de Higgs que diese masas y rompiese la simetría quiral. ¿Por qué rompe la masa la simetría quiral? En cuanto una partícula tiene masa, viaja a velocidades menores que la de la luz. Entonces los observadores podríais ir más deprisa que la partícula. Y si lo hicieseis, la partícula, relativamente a vosotros, invertiría su dirección de movimiento pero no su espín, así que un objeto que para algunos observadores sería zurdo para otros sería diestro. Pero existen los neutrinos, supervivientes quizá de la guerra de la simetría quiral. El neutrino siempre es zurdo, el antineutrino siempre es diestro. Esta preferencia por una mano es una de las pocas propiedades que tiene el pobre tipejo.
¡Ah, sí!, los neutrinos tienen otra propiedad, la interacción débil. Los neutrinos salen de procesos débiles que tardan en suceder una eternidad (a veces microsegundos). Como hemos visto, pueden chocar con otra partícula. Esta colisión requiere un roce tan estrecho, una intimidad tan profunda, que es rarísima. Que un neutrino choque con dureza en una placa de acero de un par de centímetros de ancho es tan probable como tener la suerte de hallar una pequeña gema que flote al azar en la vastedad del océano Atlántico, es decir, es tan probable como encontrarla en una taza de agua del Atlántico tomada al azar. Y a pesar de toda su falta de propiedades, el neutrino tiene una enorme influencia en el curso de los acontecimientos. Por ejemplo, es la erupción de números enormes de neutrinos desde el núcleo de las estrellas lo que provoca que éstas estallen y se dispersen los elementos más pesados, recién preparados en la estrella condenada, por el espacio. Los residuos de las explosiones de ese tipo acaban por acumularse, y ello explica que en los planetas tengamos silicio, hierro y otras sustancias de provecho.
Hace poco se han venido efectuando extenuantes esfuerzos por detectar la masa del neutrino, si es que en efecto tiene alguna. Los tres neutrinos que forman parte de nuestro modelo estándar se encuentran entre los candidatos a ser lo que los astrónomos llaman la «materia oscura», un material que, dicen, impregna el universo y domina su evolución regida por la gravitación. Por ahora, todo lo que sabemos es que los neutrinos podrían tener una masa pequeña… o nula. Cero es un número tan especial que hasta la masa más insignificante, la millonésima de la de un electrón, por ejemplo, tendría una importancia teórica muy grande. Al ser parte del modelo estándar, los neutrinos y sus masas son uno de los aspectos de las preguntas por responder que aquél encierra.
Cuando un científico, de pura cepa británica, digamos, está muy, pero que muy enfadado con alguien y siente la necesidad de verter los insultos más rabiosos, le dirá en un susurro: «¡maldito aristotélico!». Esas son palabras bragadas, y un insulto más letal no cabe imaginarlo. Se le suele echar a Aristóteles la culpa (lo que seguramente no es razonable) de haber frenado el progreso de la física durante unos 2.000 años, hasta que Galileo tuvo el coraje y la seguridad suficientes para plantarle cara; avergonzó a los acólitos de Aristóteles ante las multitudes reunidas en la
Piazza del Duomo
, donde hoy en día la torre se inclina y la
piazza
se llena de vendedores de recuerdos y puestos de helados.
Hemos repasado la historia de las cosas que caen desde torres torcidas. Una pluma cae flotando, una bola de acero se precipita abajo deprisa. Esto le parecía de ley a Aristóteles, que dijo: «Lo pesado cae deprisa, lo ligero despacio». Por lo tanto, decía Ari, el reposo es «natural y preferido; el movimiento, en cambio, requiere una fuerza motriz que lo mantenga como tal movimiento». Está clarísimo, la experiencia cotidiana lo confirma y sin embargo… es erróneo. Galileo guardó su desprecio, no para Aristóteles, sino para las generaciones de filósofos que rindieron culto en el templo de Aristóteles y aceptaron sus opiniones sin ponerlas en duda.
Galileo vio que en las leyes del movimiento reinaría una profunda simplicidad con tal de que se eliminasen los factores que las complicaban, como la resistencia del aire y la fricción, que son de todas, todas, parte del mundo real pero que ocultan la simplicidad. Galileo veía las matemáticas —las parábolas, las ecuaciones cuadráticas— como la manera en que el mundo tiene que ser en realidad. Neil Armstrong, el primer astronauta que pisó la Luna, dejó caer una pluma y un martillo en la superficie lunar, donde no había aire, y enseñó a todos los espectadores del mundo el experimento de la torre. Sin resistencia, los dos objetos cayeron a la misma velocidad. Y, en efecto, una bola que ruede por una superficie horizontal lo haría para siempre si no hubiese fricción. Sobre una mesa muy pulida rueda mucho más lejos, y aún más lejos sobre una cama de aire o el hielo resbaladizo. Requiere cierta habilidad pensar abstractamente, imaginar el movimiento sin aire, sin fricción de rodadura, pero cuando uno lo logra, la recompensa es un conocimiento más profundo de las leyes del movimiento, del espacio y del tiempo.
Desde esta historia entrañable, hemos ido sabiendo más acerca de la simplicidad oculta. El estilo de la naturaleza es ocultar la simetría, la simplicidad y la belleza que se pueden describir por medio de las matemáticas abstractas. Lo que vemos ahora, en lugar de la resistencia al aire y la fricción de Galileo (y las obstrucciones políticas equivalentes), es nuestro modelo estándar. Para seguirlo hasta los años noventa, hemos de volver a los mensajeros pesados que llevan la interacción débil.
La década de 1980 empieza con una gran autocomplacencia teórica. Ahí está el modelo estándar, el resumen, en su forma original, de trescientos años de física de partículas, retando a los experimentadores a que «rellenen los huecos». Los
W
+
,
W
−
y el
Z°
no se han observado todavía, ni el quark
top
. El neutrino
tau
requiere un experimento de tres neutrinos, y se han propuesto experimentos así, pero los arreglos necesarios son complicados, con una probabilidad de éxito pequeña. No se han aprobado. Los experimentos sobre el leptón
tau
cargado indican con fuerza que el neutrino
tau
tiene que existir.
El quark
top
es el objeto de la investigación de todas las máquinas, lo mismo de los colisionadores de electrones y positrones que de las máquinas de protones. Una máquina flamante, Tristán, se está construyendo en Japón (Tristán: ¿qué conexión profunda hay entre la cultura japonesa y la mitología teutónica?). Es una máquina de
e
+
e
−
que puede producir el
top
y el anti
top
,
t
t
, si la masa del quark
top
no es de más de 35 GeV, o siete veces más pesado que su primo, el
bottom
, de diferente sabor y que sólo pesa 5 GeV. El experimento y las esperanzas de Tristán, al menos hasta ahora, se han visto frustrados. El
top
es pesado.
En la búsqueda del W fueron los europeos quienes pusieron toda la carne en el asador, determinados a mostrar al mundo que ya eran alguien en este negocio. Para hallar el W hacía falta una máquina con la suficiente energía para producirlo. ¿Cuánta energía hacía falta? Depende de lo pesado que sea el W. En respuesta a los insistentes y convincentes argumentos de Carlo Rubbia, el CERN emprendió en 1978 la construcción de un colisionador de protones y antiprotones basado en su máquina de protones de 400 GeV.
A finales de los años setenta, los teóricos calcularon que los W y el Z eran «cien veces más pesados que el protón». (La masa en reposo del protón, acordaos, está muy cerca de un oportuno 1 GeV.) Había tanta confianza en ese cálculo, que el CERN estuvo dispuesto a invertir cien millones de dólares o más en «algo que no fallase», un acelerador capaz de suministrar la energía suficiente en una colisión para hacer muchos W y Z, y unos detectores elaborados, caros, que observasen las colisiones. ¿De dónde les venía tan arrogante seguridad?
Había una euforia que nacía de la sensación de que el objetivo final, una teoría unificada, estaba al alcance de la mano. No un modelo del mundo de seis quarks y seis leptones y cuatro fuerzas, sino un modelo que quizá tendría sólo una clase de partículas y una gran —¡oh, qué grandiosa!— fuerza unificada. Sería, seguramente, la realización de la vieja idea griega, el objetivo a lo largo de todo el camino mientras pasábamos del agua al aire, a la tierra, al fuego y a los cuatro a la vez.
La unificación, la búsqueda de una teoría simple y que lo abarque todo, es el Santo Grial. Einstein, prontísimo, en 1901 (a los veintidós años), escribió acerca de las conexiones entre las fuerzas moleculares (eléctricas) y la gravedad. De 1925 hasta su muerte en 1955 persiguió en vano una fuerza unificada del electromagnetismo y la gravedad. Este esfuerzo enorme de uno de los mayores físicos de su época, o de cualquier otra, fracasó. Sabemos ahora que hay otras dos fuerzas, la débil y la fuerte. Sin esas fuerzas, los esfuerzos de Einstein en pos de la unificación estaban condenados. La segunda razón más importante del fracaso de Einstein era su divorcio del logro central de la física del siglo XX (al que él contribuyó decisivamente en su fase de formación), la teoría cuántica. No aceptó nunca esas ideas radicales y revolucionarias, que proporcionaron el marco para la unificación de todas las fuerzas. En los años sesenta, se habían formulado tres de las cuatro fuerzas en la forma de una teoría cuántica de campos, y se la había refinado hasta un punto que clamaba por la «unificación».
Todos los teóricos profundos la persiguieron. Me acuerdo de un seminario en Columbia, a principios de los años cincuenta, cuando Heisenberg y Pauli presentaron su nueva teoría unificada de las partículas elementales. En la primera fila estaban Niels Bohr, I. I. Rabi, Charles Townes, T. D. Lee, Polykarp Kusch, Willis Lamb y James Rainwater, el contingente de laureados presentes y futuros. Los posdoctorados, los que habían tenido un contacto que les invitase, violaban todas las normas contra incendios. Los estudiantes graduados colgaban de ganchos especiales clavados en las vigas del techo. Estaba abarrotado. La teoría me superaba, pero que no la entendiese no quiere decir que fuese incorrecta. La puntilla final de Pauli fue un reconocimiento. «Ya, es una locura de teoría.» El comentario de Bohr desde el público, que todos recuerdan, fue algo del estilo de: «El problema de esta teoría es que no es lo suficientemente loca». La teoría se esfumó como tantos otros intentos valientes; Bohr tuvo, una vez más, razón.
Una teoría de las fuerzas que se tenga en pie tiene que cumplir dos criterios: debe ser una teoría cuántica de campos que incorpore la teoría de la relatividad especial y una simetría
gauge
. Esta última característica y, por lo que sabemos, sólo ella, garantiza que la teoría sea coherente matemáticamente, renormalizable. Pero hay mucho más; ese asunto de la simetría
gauge
tiene un hondo atractivo estético. Curiosamente, la idea procede de una fuerza que no se ha formulado aún como teoría cuántica de campos: la gravedad. La gravedad de Einstein (en contraposición a la de Newton) sale del deseo de conseguir que las leyes de la física sean las mismas para todos los observadores, tanto los que estén en reposo como los que se encuentren en sistemas acelerados y en presencia de campos gravitatorios, como pasa en la superficie de la Tierra, que rota a 1.500 kilómetros por hora. En un laboratorio rotativo como este, aparecen fuerzas que hacen que los experimentos salgan de forma muy diferente a como habrían salido en un laboratorio que se moviera de una manera constante —no acelerada—. Einstein anduvo tras leyes que tuviesen el mismo aspecto para
todos
los observadores. Este requisito de «invariancia» que Einstein le impuso a la naturaleza en su teoría de la relatividad general (1915) implicaba lógicamente la existencia de la fuerza gravitatoria. ¡Lo digo tan deprisa, pero he tenido que trabajar tanto para entenderlo! La teoría de la relatividad contiene una simetría incorporada que implica la existencia de una fuerza de la naturaleza; en este caso, la gravitación.