La noticia del avance de la procesión se adelantaba a ésta y en sus oscuros tabucos los compradores de perlas estaban ya rígidos y en actitud de alerta.
Sacaron papeles para poder simular actividad a la llegada de Kino y guardaron las perlas en los cajones, porque no es buena cosa dejar ver una perla inferior junto a una belleza. Ya estaban ellos enterados de la magnificencia de la perla de Kino. Las tiendas de estos especuladores estaban todas en una misma callejuela, con sus ventanas enrejadas y con celosías de madera para que sólo entrara un poquito de luz exterior.
En una de ellas esperaba sentado un hombre corpulento. Su fisonomía era paternal y bondadosa y en sus ojos brillaban los más amistosos sentimientos. Era un repartidor de «buenos días», un ceremonioso estrechador de manos, un hombre divertido que siempre tenía un chiste a punto sin que ello le impidiera llegar en un instante a la tristeza más honda al recordar el fallecimiento de la tía del interlocutor, con ojos enternecedoramente húmedos. Aquella mañana había colocado en su mesa un jarrón con una flor, un hibisco escarlata, junto a la bandejita negra de terciopelo. Se había afeitado hasta no dejar más que la mancha azulada de la barba sobre el cutis, sus manos estaban limpias y sus uñas recortadas.
Tenía abierta la puerta y tarareaba una cancioncilla mientras con los dedos de la mano derecha hacía desaparecer y aparecer de nuevo una moneda, con hábil truco de prestidigitador. Pero no miraba sus rápidos dedos; la acción era mecánica, precisa, mientras el hombre canturreaba y miraba la puerta abierta. Oyó el rumor de muchos pasos aproximándose y sus dedos aumentaron la velocidad del juego, y cuando la figura de Kino llenó el umbral, la moneda desapareció con un destello final.
—Buenos días, amigo mío —exclamó el enorme individuo—. ¿En qué puedo ayudarte?
Kino se esforzaba por adaptar su vista a la oscuridad de la estancia, cegado como estaba por el resplandor exterior. Los ojos del especulador tenían ahora una mirada firme y cruel como la de un halcón, mientras el resto de su rostro sonreía con toda cordialidad. Y disimuladamente, bajo la tapa de la mesa, su mano derecha seguía haciendo el juego de prestidigitación.
—Tengo una perla —declaró Kino, y Juan Tomás apoyó sus palabras con un gruñido. Los vecinos se agolpaban en la puerta y unos cuantos niños habíanse encaramado en la verja de la ventana.
—Una perla —repitió el mercader—. Hay veces que un hombre me trae una docena. Bien, veamos tu perla. La valoraremos y se te dará el mejor precio posible. —Sus dedos movían la moneda a velocidad vertiginosa.
Kino actuaba por instinto del modo más teatral posible. Sacó lentamente la carterita de cuero, tomó de ella el trozo de gamuza y dejó que la gran perla rodase sobre el negro terciopelo, e inmediatamente miró el rostro que tenía ante sí. Pero allí no había signo ni movimiento alguno, el rostro no cambió, mas la mano que jugueteaba oculta perdió su precisión, la moneda tropezó con un dedo y cayó sin ruido sobre el regazo del hombre. La mano se crispó bajo el borde de la mesa, y cuando salió de su escondite, el índice acarició tembloroso la gran perla. Luego, con la ayuda del pulgar, la levantó hasta los ojos haciéndola centellear en el aire.
Kino contenía la respiración, y también sus vecinos, toda la multitud hacia comentarios en voz baja.
—Está observándola… todavía no se ha hablado del precio.
La mano del traficante había adquirido de pronto vigorosa personalidad.
Sopesaba la gran perla, la dejaba caer sobre la bandejita y el índice la oprimía con fuerza y parecía insultarla mientras que por el rostro del mercader vagaba una triste y desdeñosa sonrisa.
—Lo siento, amigo mío —habló por fin, elevando los hombros para indicar que de la desgracia no era él responsable.
—Es una perla de gran valor —dijo Kino.
Los dedos del traficante siguieron jugando con la perla haciéndola correr sobre el terciopelo y rebotar en los bordes de la bandeja.
—Esta perla es demasiado grande —explicó—. ¿Quién va a querer comprarla?
»No hay mercado para cosas así. No pasa de ser una curiosidad. Lo siento; creías que era algo de valor, pero ya ves que sólo es una curiosidad.
Kino estaba perplejo y aturdido.
—Es la Perla del Mundo —protestó—. Nadie ha visto nunca otra igual.
—Sufres un error —insistió el otro—. Es grande y fea. Como curiosidad puede tener interés; acaso un museo la exhibirá junto a una colección de fósiles marinos. Yo sólo podría darte mil pesos.
El rostro de Kino se ensombreció y se hizo amenazador.
—Vale cincuenta mil —contestó— y usted lo sabe. Lo que quiere es estafarme.
Se oyó un fuerte murmullo entre la multitud al circular por ella el precio ofrecido, y el traficante sintió un poco de miedo.
—No me culpéis a mí —suplicó—. No soy más que un tasador. Preguntad a los otros. Id a sus oficinas y enseñadles la perla… o mejor, hacedles venir aquí, para que veáis que no os engaño. Muchacho —llamó, y cuando su criado apareció en la puerta de la trastienda, le ordenó—: Ve a casa de tal, de tal otro, y de tal otro. Diles que se pasen por aquí y no les expliques el motivo. Solamente que me gustaría verlos. —Su mano derecha volvió a desaparecer bajo la mesa con otra moneda que empezó a saltar de nudillo en nudillo con vertiginosa rapidez.
Los amigos de Kino hablaban con volubilidad. Habían temido que sucediera una cosa así. La perla era grande pero tenía un extraño tinte, que desde el principio les había inquietado. Y, después de todo, mil pesos no eran nada despreciable. Eran una riqueza relativa para un hombre que no poseía nada.
Supongamos que Kino los aceptara; al fin y al cabo el día antes estaba en la miseria.
Pero Kino había endurecido su espíritu y sus pensamientos. Sentía el roce del destino, se creía rodeado de un círculo de lobos famélicos, oía el vuelo lúgubre de voraces buitres sobre su cabeza. Sentía el hielo maligno en torno suyo y se sentía inerme, indefenso. En sus oídos rugía la música del mal, y sobre el terciopelo centelleaba la perla, de la que el tasador no podía apartar los ojos.
Los curiosos agolpados en la entrada se apartaron para dejar pasar a los tres compradores de perlas. Se había hecho el silencio, pues nadie quería perderse una palabra, un gesto o una expresión. Kino callaba y observaba.
Sintiendo una leve presión en su espalda, se volvió para encontrarse con los ojos de Juana, que le devolvieron las fuerzas.
Los recién llegados no se miraban uno al otro ni tampoco a la perla. El dueño del local habló así:
—He fijado un precio a esta perla y el dueño no lo halla justo. Voy a pedirles que la examinen y hagan una oferta. Fíjate —indicó a Kino— que no he mencionado cuál era el precio.
El primero de los convocados, seco y estirado, pareció ver la perla por primera vez en aquel instante. La cogió, la hizo girar entre índice y pulgar y la arrojó con desprecio sobre la bandeja.
—No me incluyáis en la discusión —exclamó—. No voy a hacer oferta alguna. Me niego. Esto no es una perla; es una monstruosidad —y sus labios se curvaron desdeñosamente.
El segundo, un hombrecillo de tímidos modales y voz muy aguda la tomó a su vez y la examinó con gran cuidado. Sacó una lupa de su bolsillo y se valió de ella para estudiar la perla. Empezó a reír suavemente.
—Hay perlas falsas mejores que ésta —declaró— Conozco bien estas cosas.
Es blanda y yesosa, perderá el colorido y desaparecerá dentro de pocos meses. Mira… —ofreció la lupa a Kino indicándole cómo había de usarla, y Kino, que nunca había visto con aumento la superficie de una perla, quedó perplejo ante el aspecto extrañamente rugoso de aquélla.
El tercero la arrebató de manos del pescador.
—A uno de mis clientes le gustan estas cosas —le dijo—. Te ofrezco quinientos pesos y tal vez pueda vendérsela por seiscientos.
Kino volvió a apoderarse de la perla, la envolvió en la gamuza y la guardó en su pecho.
Entonces intervino el hombre sentado detrás de la mesa.
—Soy un loco, bien lo sé, pero mantengo mi primera oferta. Sigo ofreciendo mil pesos. ¿Qué haces? —preguntó al ver a Kino guardarse la perla.
—Esto es una estafa —gritó Kino con fuerza—. Mi perla no se vende aquí. Voy a tener que ir a la capital.
Los compradores se miraron unos a otros. Se dieron cuenta de que habían ido demasiado lejos; sabían que se les reñiría severamente por su fracaso, y en un esfuerzo el que había pujado más alto propuso:
—Podría llegar hasta mil quinientos.
Pero Kino se abría paso entre la multitud. Las voces llegaban a él muy debilitadas, pues la sangre rabiosa le ensordecía. Se alejó a grandes zancadas, y Juana lo siguió, corriendo.
Al caer la noche los vecinos en sus chozas comentaban entre bocado y bocado el gran tema de aquella mañana. No tenían certeza de nada; les parecía una perla maravillosa, pero en realidad nunca las habían visto de aquella especie, y sin duda los traficantes sabrían más de perlas que ellos.
—Y es muy significativo —repetían— que los compradores no discutieron entre sí.
—Todos sabían que la perla no valía nada.
—Pero, ¿y si lo hubiesen preparado de antemano?
—Si es así, toda nuestra vida hemos estado siendo estafados.
—Acaso —argüía uno—, acaso habría sido mejor que Kino hubiese aceptado los mil quinientos pesos. Era mucho dinero, más del que había visto nunca. Puede que Kino fuese un loco. Supongamos que se fuera de veras a la capital y no encontrase comprador para su perla. No sobreviviría a una cosa así.
—Y ahora —decían los temerosos—, ahora que los había desafiado, los especuladores ya no querrían tratar con él. Podría ser que Kino se hubiera cortado la retirada con su actitud.
Otros oponían que Kino era un valiente y que tenía razón. De su valentía todos podían sacar provecho. Estos estaban orgullosos de Kino.
En su casa Kino yacía sobre su jergón, meditando. Había enterrado la perla bajo una piedra del fogón y ahora miraba los dibujos de la tela del colchón hasta que sus arrabescos le mareaban. Había perdido un mundo para no ganar ninguno, y tenía miedo. Jamás en toda su vida se había alejado de su hogar. Le atemorizaba el monstruo desconocido que llamaban «la capital».
Se asentaba sobre el agua y entre montañas, a más de mil millas de allí, cada una de las cuales parecía una amenaza. Pero Kino había perdido su mundo y tenía que trepar hasta otro nuevo. Su sueño del futuro seguía siendo real e indestructible, había dicho «iré» y esto hacía también realidad la partida. Decidir marcharse y decirlo era como estar a medio camino.
Juana le vio enterrar la perla y estuvo observándole mientras lavaba a Coyotito y preparaba las tortas.
Entró Juan Tomás y se sentó junto a Kino, guardando silencio hasta que por fin Kino preguntó:
—¿Qué otra cosa podía hacer? Son unos estafadores.
Juan Tomás asintió con gravedad. Era el mayor y de él se aconsejaba siempre Kino.
—Es difícil dar consejo —habló—. Sabemos que nos vienen estafando desde la cuna. Pero vamos viviendo. Has desafiado no sólo a los compradores de perlas, sino a la organización entera de nuestra vida, y temo por ti.
—¿Qué he de temer sino el hambre? —preguntó Kino.
Juan Tomás no parecía conforme.
—Eso hemos de temerlo todos. Pero, supongamos que no te equivocas, supongamos que tu perla es de gran valor… ¿crees que ya está todo resuelto?
—¿Qué quieres decir?
—No lo sé —repuso Juan Tomás—, pero temo por ti. Pones los pies en terreno desconocido y no tienes idea del camino a seguir.
—Quiero irme. Irme muy pronto —insistió Kino.
—Sí. —Juan Tomás estaba de acuerdo—. Debes hacerlo, pero me pregunto si en la capital hallarás alguna diferencia. Aquí tienes amigos y me tienes a mí, tu hermano. Allí nadie.
—¿Qué puedo hacer? —gimió Kino—. Aquí no encuentro más que injusticia. Mi hijo debe tener una oportunidad, y no quiero que la destruyan. Mis amigos me ayudarán.
—Mientras no se ven con ello en peligro o incomodidad —corrigió Juan Tomás. Y se levantó diciendo-: Ve con Dios.
Kino repitió:
—Ve con Dios —y no levantó la voz al decirlo, pues las palabras aquellas le habían estremecido.
Mucho después de que Juan Tomás se hubiese marchado, Kino seguía meditabundo. Le invadía el letargo gris de la desesperanza. Veía todos los caminos cerrados y en su cabeza sonaba la música enemiga. Sus sentidos hervían, pero su cerebro se hacía copartícipe de la vida externa a él, don particular de su raza. Así, oía todos los rumores de la noche, las quejas soñolientas de los pájaros, la agonía pasional de los gatos, el avance y retroceso de las olas sobre la playa y el susurro del viento. A su olfato llegaba el punzante olor de los residuos vegetales abandonados por la marea. Ante sus ojos tenía incesantemente el dibujo del colchón recogiendo la luz de un leño que chisporroteaba.
Juana lo miraba preocupada, pero sabiendo que le ayudaría más guardando silencio y permaneciendo cerca de él. Y aunque ella también oía la Canción del Mal, luchaba contra ella canturreando la melodía familiar, tranquilizadora, cálida y poética. Tenía a Coyotito en los brazos y a él le cantaba para ahuyentar el mal, y su voz casi derrotaba la amenaza del negro espíritu.
Kino no se movía ni pedía la cena. Ella sabía que cuando la quisiera la pedirla. Sus ojos eran los de un poseso, y seguía con atención el vuelo en torno a la casa de una amenaza casi materializada, el furtivo arrastrarse de algo que acechaba su salida al exterior en tinieblas, algo sombrío y terrorífico pero que le llamaba, amenazándolo y desafiándolo. Su mano derecha buscó bajo su camisa el cuchillo; sus ojos estaban abiertos; se puso en pie y fue hasta la puerta.
Juana quería detenerlo; levantó una mano y la boca se le abrió en mudo grito de terror. Largamente miró Kino la oscuridad antes de perderse en ella. Juana oyó el arrastrarse de sus pies, el rumor de la lucha, los sordos golpes. Permaneció helada de terror y al cabo sus labios se entreabrieron como los de un gato, descubriendo su dentadura. Dejó a Coyotito en el suelo, tomó una gran piedra del fogón y salió corriendo, pero ya era tarde.
Kino estaba en el suelo, tratando de incorporarse, y no se veía a nadie próximo a él. Sólo se oía el rumor del agua y el silbido del viento. Pero el mal se hallaba allí mismo, escondido entre las matas del cercado, a la sombra de la casa, entre los pliegues del aire nocturno.