—Al Norte —contestó Kino—. He oído decir que hacia el Norte hay ciudades.
—Evita la costa —le advirtió Juan Tomás—. Van organizar una patrulla para registrar las playas, los de la ciudad te deben andar buscando. ¿Tienes aún la perla?
—La tengo —reveló Kino— y la conservaré. Podría regalarla, pero ahora se ha convertido en mi vida y mi desventura y tengo que guardarla conmigo. —Sus ojos estaban llenos de cruel amargura.
Coyotito empezó a emitir gorjeos y Juana le susurró al oído palabras mágicas para que callase.
—El viento te ayuda —dijo Juan Tomás—. Borrará todas las huellas.
Partieron en silencio antes de que surgiese la luna. Juana llevaba a Coyotito colgado de la espalda en un pliegue de chal, y el niño dormía apoyado en uno de sus hombros.
Juan Tomás abrazó a su hermano dos veces lo besó en ambas mejillas.
—Ve con Dios —le dijo con voz triste—. ¿No quieres librarte de la perla?
—Esta perla es ya mi alma —protestó Kino— Si me desprendo de ella perderé mi alma. Ve también con Dios.
El viento soplaba con furia, arrojándoles al rostro ramitas, arena y grava. Juana y Kino se envolvieron mejor en sus ropas y echaron a andar mundo adelante. El cielo había quedado limpio y terso y la luz de las estrellas era fría y lechosa. Los dos andaban con grandes precauciones, evitando el centro de la ciudad, donde algún vagabundo dormido en un portal podía verlos pasar. La ciudad se encerraba en sí misma durante la noche y todo el que se moviera en la oscuridad era descubierto al instante. Kino rodeó la periferia de la ciudad y torció hacia el Norte, guiado por las estrellas, y encontró el camino arenoso que atravesando campos yermos llevaba hasta Loreto, donde la milagrosa Virgen María tenía su sede.
Kino sentía en las piernas el golpe de la arena volandera y se alegraba por la seguridad de que no dejarían huellas. La luz de las estrellas le ayudaba a no perder el camino, y oía tras él los pasos apresurados de Juana.
Algo ancestral revivía en su pulso. Por debajo del miedo a los espíritus malignos de la noche sentía hervir un extraño sentimiento de alegría; algo animal salía a la vida en su interior haciéndole cauteloso, furtivo y amenazador; revivía en él una antigua característica de su pueblo. El viento soplaba a sus espaldas y la familia proseguía su marcha lenta, hora tras hora, sin tropezarse con nadie ni aun de lejos. Por fin, a su derecha se elevó la luna y con ella cesó el viento, quedando inmóvil y desamparado el páramo.
Ahora veían claramente el camino, herido profundamente por huellas de carros. Sin la ayuda del viento sus pisadas se harían visibles, pero ya se hallaban a considerable distancia de la ciudad y tal vez pasaran inadvertidas. Kino andaba sobre una de las huellas de ruedas, y Juana lo imitaba. Cuando, por la mañana, un carro se dirigiese a la ciudad borraría toda señal de su paso.
Anduvieron toda la noche sin disminuir la marcha. Coyotito se despertó una vez y Juana hubo de pasarlo a sus brazos y acunarlo hasta que volvió a dormirse. Los genios malos de la noche danzaban en torno suyo. Los coyotes aullaban y reían en las espesuras y los mochuelos silbaban y gritaban desde los árboles. En una ocasión pasó a lo lejos una bestia grande pisoteando la maleza. Kino empuñó el gran cuchillo y al hacerlo le pareció sentirse a salvo de todo.
La música de la perla triunfaba en su mente, bajo ella la tranquila melodía de la familia, ambas a compás con sus pasos sobre el polvo. Al llegar la aurora, Kino miró a un lado y otro en busca de refugio para el día. Lo halló en una plazoleta natural que debió haber sido refugio de ciervos, completamente escondida tras una espesa arboleda.
Cuando Juana se sentó y se dispuso a amamantar a su hijo, Kino volvió al sendero. Desgajó una rama y con ella barrió las huellas de sus sandalias, en el punto en que habían abandonado el camino. A los primeros rayos del sol oyó aproximarse un carro, se escondió en la cuneta y lo vio pasar, arrastrado por cansinos bueyes. Cuando se hubo perdido de vista volvió a salir y se cercioró de que sus huellas habían quedado aplastadas. Borró las que acababa de hacer y regresó junto a Juana.
Esta le entregó las tortas que Apolonia les había preparado y poco después se quedó dormida. Kino se sentó en el suelo y se puso a mirar los ordenados viajes de las hormigas. Marchaban en columna y con el pie les interrumpió el paso; entonces ellas treparon sobre el pie y prosiguieron su camino.
El sol se levanta abrasador. Echábase de menos la proximidad del Golfo porque el aire era tan seco que los matorrales crujían por efecto del calor y desprendían un fuerte olor resinoso. Cuando Juana despertó, el día estaba muy avanzado.
—Hay que tener mucho cuidado con aquel árbol que ves allí —le explicó su marido—. No se puede tocar porque si luego te llevas la mano a los ojos quedas ciego. También hay que precaverse del árbol que sangra. Es aquél de más allá. Si lo cortas se pone a sangrar y trae mala suerte.
Ella asentía a todo sonriendo, pues ya lo sabia de tiempo atrás.
—¿Nos seguirán? —fue lo que preguntó—. ¿Crees que procurarán dar con nosotros?
—Lo intentarán —contestó Kino—. El que nos encuentre tendrá la perla. Ya lo creo que lo intentarán.
Juana aventuró:
—Podría ser que los traficantes tuvieran razón y la perla no valga nada.
Quién sabe si todo no ha sido más que una ilusión.
Kino rebuscó entre sus ropas y extrajo la perla. Dejó que el sol jugueteara con ella hasta que le dolieron los ojos de mirarla.
—No —rechazó—, no habrían tratado de robarla si no tuviera valor.
—¿Sabes quién te atacó? ¿Los traficantes?
—No lo sé; no pude verlos.
Clavó la mirada en la perla para recordar sus primeras visiones.
—Cuando por fin la venda, tendré un rifle —dijo en voz alta, y miró la reluciente esferilla en busca de su rifle, pero no vio más que un cuerpo tendido en el suelo y manando sangre de una herida en la garganta.
Entonces dijo rápidamente: —Nos casaremos en la iglesia —y en la perla vio a Juana con la huella de su mano en el rostro arrastrándose por la playa—. Nuestro hijo aprenderá a leer —exclamó con frenesí, y en la perla surgió el rostro infantil hinchado y febril por efecto de la extraña medicina.
Kino volvió a guardar la perla, porque su música se había hecho siniestra y tenía extraño parentesco con la música del mal.
Los rayos del sol les obligaron a buscar la sombra de los árboles, ahuyentando a unos pajarillos grises. Kino se cubrió la cabeza con la manta y se quedó dormido.
Juana no podía imitarle. Estaba sentada con la inmovilidad de una roca; tenía la boca hinchada por efecto del puñetazo de Kino, y las moscas revoloteaban sobre ella. Parecía un centinela, y cuando Coyotito se despertó lo sentó en el suelo frente a ella y estuvo mirando cómo agitaba brazos y piernas, sonriendo y haciéndola sonreír. Con una ramita que cogió del suelo le hizo cosquillas, y luego le dio a beber agua del odre que llevaban.
Kino se agitó en sueños, gritando con voz gutural, mientras su mano se movía en un simulacro de lucha. De pronto lanzó un gemido y se incorporó con los ojos muy abiertos. Trató de escuchar algo pero sólo oyó el crepitar de los vegetales y el viento silbando en la lejanía.
—¿Qué pasa? —interrogó Juana.
—Cállate —ordenó él.
—Soñabas.
—Puede ser. —Pero estaba inquieto, y dejó de masticar la torta que ella le había dado, para escuchar otra vez. Estaba nervioso, intranquilo, no dejaba de mirar por encima de su hombro; desenvainaba el gran cuchillo y probaba su filo. Cuando Coyotito balbució algo, Kino ordenó—: Hazlo callar.
—Pero ¿qué ocurre? —insistió Juana.
—No lo sé.
Volvió a escuchar, con los ojos luminosos cual los de un animal en acecho.
Se puso en pie silenciosamente y, doblado por la cintura, echó a andar por entre los matorrales hacia el camino. No puso los pies en éste; se tumbó a la sombra de una encina y oteó el camino hacia la dirección por donde había venido.
Entonces los vio avanzar. Se le puso rígido todo el cuerpo y la cabeza se ocultó instintivamente tras unas ramas caídas. A lo lejos veía tres figuras, dos a pie y otra a caballo. Sabía quiénes eran, y el terror se adueñó de su espíritu. Desde tan lejos veía moverse lentamente a los de a pie, encorvados sobre el suelo. De vez en cuando uno se detenía y llamaba al otro. Eran los ojeadores, los tramperos, capaces de seguir la pista de una cabra montés en las rocosas montañas. Eran sagaces como perros. Sin duda, él o Juana se habían salido un momento de la huella del carro y aquellos cazadores acababan de descubrirlo. Tras ellos, a caballo, iba un hombre envuelto en una manta; sobre la silla un rifle brillaba al sol.
Kino estaba tan quieto como las ramas del árbol. Apenas respiraba, y sus ojos se dirigían al lugar donde había barrido el rastro. Hasta las huellas barridas podían tener significado para aquellos ojeadores. Los conocía bien; en un país donde había poquísima caza se las arreglaban para vivir cazando, y ahora la presa era él. Leían en el suelo como en un libro y el jinete esperaba pacientemente.
Los ojeadores lanzaron algunas exclamaciones como perros de caza excitados por el olor de liebre. Kino empuñó el cuchillo y se preparó para la acción. Sabía lo que tenía que hacer. Si los tramperos descubrían las huellas borradas tendría que saltar hacia el jinete, matarlo en un instante y apoderarse del rifle. Era la única oportunidad para él. Y a medida que los tres se acercaban por el sendero, Kino cavó unos pequeños pozos con las puntas de sus sandalias para poder saltar sin peligro de que los pies le resbalaran. Su campo visual, por debajo de la rama caída, era muy escaso.
Juana, desde su escondite, oyó el rumor de los cascos del caballo, y como Coyotito empezara a parlotear, lo tomó en brazos con presteza, lo escondió bajo su chal y le dio el pecho, con lo que se calló. Cuando los tramperos estuvieron cerca, Kino sólo veía sus piernas y las patas del caballo. Veía los pies oscuros y descalzos de los hombres y sus destrozados pantalones blancos, y oía el crujir del cuero de la silla y el tintineo de las espuelas. Los ojeadores se detuvieron en el lugar barrido y lo estudiaron, mientras el jinete se detenía.
El caballo sacudía la cabeza y mordía el bocado, que sonaba contra sus dientes. Luego dio un relincho. Al momento se volvieron los cazadores a mirarlo y observar la posición de sus orejas.
Kino no respiraba y su espalda estaba arqueada bajo una terrible tensión muscular; el sudor bañaba su labio superior. Durante interminables minutos estuvieron agachados los tramperos, y luego prosiguieron la marcha mirando al suelo, seguidos por el hombre a caballo. Kino sabía que no tardarían en volver. Describirían círculos, se detendrían, buscarían sin parar y al cabo de cierto tiempo estarían allí de nuevo.
Retrocedió con sigilo, pero no se tomó la molestia de borrar sus huellas. No podría; había demasiadas ramitas rotas, hierbas aplastadas, piedras cambiadas de lugar. Kino estaba dominado por el pánico, el pánico de la huida. Sabía que los ojeadores darían con él y no había más escapatoria que la huida. Corrió hasta el escondrijo de Juana, que lo miró interrogante.
—Tramperos —explicó—. ¡Vamos!
Una honda desesperación se adueñaba de él. Se le ensombreció el rostro y los ojos se le enturbiaron de tristeza.
—Tal vez fuera mejor entregarse.
Al momento se había puesto Juana de pie y había cogido su brazo.
—Tienes la perla —le recordó con voz aguda—. ¿Crees que te permitirían volver vivo para que fueras diciendo que te la habían robado?
Su mano fue temblorosa hacia el lugar en que la guardaba.
—Acabarán por encontrarnos —aseguró.
—Vamos —ordenó ella—. ¡Vamos! —Y como él no respondiese, siguió—: ¿Crees que a mí me iban a perdonar la vida? ¿Crees que se la iban a perdonar a nuestro hijo?
Al fin penetraron sus argumentos en su cerebro aturdido; sus labios dieron paso a un rugido de rabia y sus ojos recobraron su primitiva fiereza.
—Vamos —repitió—. Iremos a las montañas. Puede que en las montañas les hagamos perder la pista.
Recogió presuroso los odres y paquetes que constituían todos sus bienes.
En la mano izquierda llevaba un paquete, pero su derecha no empuñaba más que el largo cuchillo, con el que iba cortando los arbustos para abrir paso a Juana. Se dirigían apresurados al oeste, en busca de las altas montañas pétreas. Kino no intentaba disimular los vestigios de su paso, y al avanzar removía piedras, levantaba polvo, derribaba plantas y arrancaba hojas y brotes. El sol caía de plano sobre la campiña, y toda la vegetación protestaba con crujidos. Pero allí delante estaban las desnudas montañas de granito, erosionadas, monolíticas en el cielo azul. Kino casi corría hacia aquellas tierras altas, como hacen los animales al saberse perseguidos.
Era una tierra sin agua, cubierta de cactus y de maleza, fuertemente arraigados en un terreno de grandes piedras pulverizadas. Entre ellas crecía un poco de hierbecilla gris y seca, siempre sedienta y siempre moribunda.
Las lagartijas miraban pasar a la fugitiva familia y movían la cabeza. De vez en cuando una liebre, asustada, corría a esconderse detrás de la roca más próxima. El desértico paisaje se empapaba de sol, mientras las cercanas montañas parecían frescas y acogedoras.
Kino casi volaba, porque sabía lo que iba a ocurrir. En cuanto los ojeadores llevasen un rato siguiendo el camino se darían cuenta de que habían perdido la pista, y volverían sobre sus pasos, ojo avizor, hasta encontrar el lugar en que Kino y Juana habían descansado. Desde allí ya no tendrían dificultad en seguirlos: tantas piedras, hojas caídas y tallos cortados serían para ellos claro mensaje. Kino se los imaginaba siguiendo las huellas, haciendo excitados comentarios, y tras ellos, hosco y aparentemente desinteresado, el jinete con su rifle. Su trabajo vendría después, al encargarse de que no pudieran regresar. La música del mal palpitaba ahora dentro del cráneo de Kino, confundiéndose con el zumbido del calor en sus sienes y los silbidos de las culebras. El palpitar acelerado de su corazón daba ritmo a la melodía secreta y venenosa.
El camino empezaba a ascender, y al hacerlo las rocas eran cada vez mayores. Kino había logrado ya buena ventaja sobre sus perseguidores, y se tomó un descanso. Trepó sobre un repecho y oteó el soleado panorama, sin ver a sus enemigos, ni siquiera la figura más alta del jinete. Juana se dejó caer a la sombra del parapeto. Llevó la botella de agua a los labios de Coyotito y su seca lengüecita sorbió con avidez. Ella miró hacia Kino cuando lo vio volver a su lado y, al darse cuenta que le miraba las piernas, heridas por múltiples cortes de los espinos y aristas de las rocas, las ocultó rápidamente bajo la falda.