»—La condesa es una mujer como todas las que no podemos lograr —arguyó Rastignac.
»—¡Estoy loco! —exclamé—. Siento que la ansia invade por momentos mi cerebro. Mis ideas son manera de fantasmas— danzan ante mí, sin que me sea posible aprehenderlas. Prefiero la muerte a esta vida; por eso busco escrupulosamente el medio más apropiado de poner término a la lucha. Ya no se trata dela Fedora viviente, de la Fedora del arrabal de San Honorato, sino de mi Fedora, de la que está aquí —dije, llevándome la mano a la frente—. ¿Qué te parece el opio?
»—Hace padecer mucho —contestó Rastignac.
»—¿Y la asfixia?
»—¡Eso es muy plebeyo!
»—¿Y el Sena?
»—Están muy sucias las redes de la Morgue.
»—¿Y un pistoletazo?
»—Si yerras el tiro, quedarás desfigurado. ¡Óyeme! —repuso Rastignac—. Yo, como todos los jóvenes, he pensado en el suicidio. ¿Quién de nosotros, o los treinta años, no ha estado a punto de matarse dos o tres veces? Pues bien; el mejor procedimiento, a mi juicio, es consumir la existencia en el placer. Entrégate a la disolución, y tu pasión o tú pereceréis en ella. La intemperancia, chico, es la reina de las muertes. ¡Cómo que conduce a la apoplejía fulminante, y la apoplejía es un disparo que no falla! Las orgías nos prodigan todos los goces físicos, viniendo a ser una especie de opio administrado en pequeñas dosis. La francachela, con sus excesos, constituye un reto mortal al vino. ¿Y no es más agradable y delicado sumergirse en un tonel de malvasía, como el duque de Clarence, que en las cenagosas aguas del Sena? Las nobles caídas bajo la mesa del festín, ¿qué significan sino una lenta y periódica asfixia? Si una patrulla nos recoge en la vía pública y nos tiende sobre los duros camastros dela prevención, ¿no disfrutamos allí, durante nuestra permanencia, las delicias de la Morgue, salvo la tumefacción, turgencia y coloración del vientre, y con la ventaja del conocimiento dela crisis? ¡Desengáñate! ¡Este suicidio paulatino, difiere absolutamente del fin de un tendero quebrado! Los negociantes han deshonrado al río, desde que se arrojan al agua para enternecer a sus acreedores. En tu lugar, procuraría morir con distinción. Si quieres crear un nuevo género de muerte, bregando así contra la vida, te secundo. Me aburro, estoy contrariado. La alsaciana cuya mano se me había prometido, tiene seis dedos en el pie izquierdo, y yo no puedo vivir con una mujer que tiene seis dedos: se sabría, y me pondría en ridículo. Además, tan sólo posee diez y ocho mil francos de renta, es decir, que su fortuna disminuye y sus dedos aumentan. ¡Al diablo! Llevando una vida desordenada, quizá tropecemos casualmente con la felicidad.
»Rastinac me arrastró. Su proyecto brindaba con tentadoras seducciones, reavivaba numerosas esperanzas, tenía, en fin, un acentuado matiz poético, para no agradar a un poeta.
»—¿Y el dinero? —le pregunté.
»—¿No cuentas con cuatrocientos cincuenta francos?
»—Sí; pero debo al sastre y a la patrona.
»—¿Pero pagas al sastre? ¡Chico! ¡Nunca serás nada, ni siquiera ministro!
»—¿Y qué podemos hacer con veinte luises?
»—Ir a jugar.
»Yo me estremecí.
»—¡Calla! —repuso Rastignac, al observar mis remilgos—. ¿Intentas lanzarte a lo que yo califico de «sistema disipacional», y te asusta un tapete verde?
»—No es eso —le contesté—. Es que prometí a mi padre, al morir, que jamás pondría los pies en una casa de juego. Y no sólo quiero cumplir esta promesa, tan sagrada para mí, sino que siento un horror invencible al pasar por delante de un garito. Llévate mis cien escudos y ve solo. Mientras tú arriesgas nuestra fortuna, yo iré a poner en orden mis asuntos y volveré a esperarte a tu casa.
»Ahí tienes, amigo mío, las causas de mi perdición. Basta con que un joven dé con una mujer que no le ame, o que le ame con exceso, para quebrantar toda su existencia. La dicha devora nuestras energías, como la desgracia extingue nuestras virtudes. De regreso en mi alojamiento, contemplé largo rato la buhardilla en que había llevado la metódica y morigerada vida del hombre laborioso, una vida que quizá hubiera sido larga y honrosa, y que nunca debía abandonar por la vertiginosa y apasionada que me arrastraba a un abismo. Paulina me sorprendió en actitud melancólica.
»—¿Qué tiene usted? —me preguntó.
»Yo me levanté pausadamente y conté la cantidad que adeudaba a su madre, agregando el importe de un semestre de alquiler.
»La muchacha me miró fijamente, con una especie de terror.
»—Dejo a ustedes, Paulina.
»—Me lo figuraba —contestó ella.
»—A pesar de ello, hija mía, no renuncio a volver por aquí. Resérvenme ustedes mi celda durante medio año. Si no he vuelto hacia el quince de noviembre, será usted mi heredera. Este manuscrito sellado —continué, mostrándole un legajo de papeles— es el original de mi obra magna sobre «La Voluntad», que depositará usted en la Real Biblioteca. Respecto a lo demás, dispondrá de ello como guste.
»Paulina me dirigió miradas que me acongojaban; estaba allí como una conciencia viviente.
»—Se acabaron mis lecciones —dijo, señalándome el piano.
»Yo no contesté.
»—¿Me escribirá usted? —preguntó.
»—¡Adiós, Paulina! —me limité a responder.
»Y atrayéndola suavemente hacia mí, acerqué a mis labios su frente virginal, pura como la nieve que no ha tocado tierra, y estampé en ella un ósculo fraternal, un beso de anciano. Ella escapó presurosamente. No quise ver a su madre. Coloqué mi llave en el sitio acostumbrado, y partí.
»Al desembocar de la calle de Cluny, percibí tras de mí el paso precipitado de una mujer. Era Paulina.
»—Había bordado este bolsillo para usted —me dijo—. Espero que lo aceptará.
»A la luz del farol inmediato, creí ver una lágrima en los ojos de la muchacha y suspiré. Luego, como impulsados ambos por el mismo pensamiento, nos separamos apresuradamente, como quien huye de la peste. La nueva vida de disipación a que iba a consagrarme, apareció ante mi vista singularmente reflejada en el aposento en que aguardé, con olímpica indiferencia, el regreso de Rastignac.
»En el centro de la chimenea se destacaba un reloj rematado por una Venus agazapada en su concha, que tenía entre sus brazos un cigarro a medio apurar. Diseminados por todas partes, se veían muebles elegantes, presentes del amor. Unas botas viejas reposaban sobre un voluptuoso diván. El cómodo sillón de muelles en que me arrellané, lucía cicatrices, como un soldado veterano, ofrecía a las miradas sus brazos desgarrados, y ostentaba, incrustada en el respaldo, la grasa de las pomadas, de los cosméticos y aceites que habían perfumado las cabezas de todos los amigos. La opulencia y la miseria se acoplaban con la mayor naturalidad en la cama, en las paredes, en todas partes. El visitante hubiérase creído en un palacio napolitano, invadido por la chusma. Era la casa de un jugador o de un calavera, cuyo boato es puramente personal que vive de sensaciones, sin preocuparse para nada de las incoherencias.
»Pero el cuadro no carecía de poesía. La vida se mostraba con sus oropeles y con sus harapos, brusca, incompleta, como lo es en realidad, pero animada, fantástica, como en un alto, en el que el merodeador se ha despachado a su gusto. Un tomo de Byron, al que faltaban varias hojas, se había utilizado para pegar fuego a los hierbajos amontonados en el hogar de aquel joven, que arriesgaba mil francos a un envite y no tenía leña para calentarse, que paseaba en carruaje, sin poseer una camisa presentable. Al día siguiente, una condesa, una actriz o los azares de una partida, le proporcionaban un ajuar regio. Sobre la mesilla, rodaba la bujía sin palmatoria; de las paredes pendían retratos femeninos desprovistos de marco, que debieron ser materia de pignoración.
»¿Cómo había de renunciar un muchacho, ávido de emociones, por temperamento, a los atractivos de una vida tan rica en contrastes y que le deparaba los placeres de la guerra en tiempo de paz? Ya estaba medio amodorrado cuando Rastignac abrió la puerta de un violento puntapié, exclamando:
»—¡Victoria! ¡Ya podemos morir a gusto!
»Y me mostró su sombrero lleno de oro, que vació sobre la mesa. A su vista, comenzamos a danzar en torno del mueble, como caníbales a punto de devorar su presa, aullando, pataleando, brincando, asestándonos puñetazos capaces de matar a un rinoceronte y cantando ante la perspectiva de todos los placeres del mundo, contenidos para nosotros en aquel sombrero.
»—¡Veintisiete mil francos! —dijo Rastignac, añadiendo algunos billetes de Banco al montón de oro—. A otros, les bastaría este dinero para vivir, ¿nos bastará a nosotros para morir? ¡Sí! ¡Expiraremos en un baño de oro! ¡Hurra!
»Y reanudamos nuestras cabriolas. Repartimos el caudal como herederos, moneda por moneda, de mayor a menor, y rebosando de júbilo cada vez que repetíamos:
»—Para ti.
»—Para mí.
»—Esta noche no se duerme —dispuso Rastignac—. ¡José! ¡Trae ponche!
»Y lanzó unas monedas a su fiel doméstico.
»—Ya tienes tu parte —me dijo después—. Entiérrate, si puedes.
»Al día siguiente, adquirí muebles, alquilé el piso en que me conociste, en la calle Taitbout, y encargué al mejor tapicero que lo decorara. Tuve caballos. Me lancé en un torbellino de placeres, frívolos y reales a la vez. Jugaba, ganando y perdiendo alternativamente sumas enormes, pero en los bailes, entre amigos, nunca en las casas de juego, contra las cuales conservaba mi santa y primitiva aversión. Insensiblemente, fui haciéndome amigos, debiendo su afecto a querellas, o a esa confiada facilidad con que nos revelamos nuestros secretos, envileciéndonos de consuno.
»¿Acaso hay algo que ligue más que el vicio? Aventuré algunas composiciones literarias, que me valieron plácemes. Los grandes hombres de la literatura mercantil, no viendo en mí un rival temible, me alabaron, menos indudablemente por mi mérito personal que por rebajar el de sus colegas. Me convertí en un «tronera», valiéndome de la expresión pintoresca consagrada por vuestro léxico de orgía. Cifraba mi amor propio en achicar a los más alegres camaradas con mi autoridad y mis inventivas. Me presentaba siempre atildado y boyante. Pasaba por ingenioso. Nada revelaba en mí la espantosa existencia que hace de un hombre un embudo, un aparato destilador, un caballo de lujo.
»Poco tardó en aparecérseme el libertinaje en toda la majestad de su horror, y la comprendí. Realmente, los hombres cuerdos y ordenados que rotulan botellas para sus herederos, apenas pueden concebir la teoría de tan holgada vida, ni su estado normal. ¿Cómo inculcar su poesía en el ánimo de rústicos provincianos, para quienes el opio y el té, tan pródigos en delicias, no son aún más que dos medicamentos? En París mismo, en esta capital del pensamiento, ¿no existen sibaritas incompletos? Incapaces de soportar el exceso de placer, ¿no se retiran fatigados de una orgía, a semejanza de lo que ocurre a esos pacíficos ciudadanos que después de haber oído una nueva ópera de Rossini abominan de la música? No renuncian a esa vida, imitando al hombre sobrio que se resiste a comer algún manjar delicado, porque se le indigestó la primera vez que lo probó. ¡No cabe duda! El libertinaje es un arte, como la poesía, que requiere almas esforzadas. Para incautarse de los misterios, para saborear las bellezas, el hombre debe, en cierto modo, profundizar en su estudio. Como en todas las ciencias, los comienzos son repulsivos, espinosos. Son inmensos los obstáculos que rodean a los placeres del hombre, no en los goces de detalle, sino en los sistemas que erigen en hábito sus más raras sensaciones, las resumen, las fertilizan, creándole una vida dramática en su vida, exigiendo una exorbitante, una pronta disipación de sus fuerzas.
»La guerra, la política, las artes, son corrupciones puestas tan lejos del alcance humano, tan profundas como el libertinaje, y todas son de difícil acceso.
»Pero tan luego como el hombre ha logrado asaltar esos grandes misterios, ¿no se desarrolla en un nuevo ambiente? Los generales, los ministros, los artistas, se inclinan todos, más o menos, a la disolución, por la necesidad de oponer violentas distracciones a su existencia, tan marcadamente fuera de la vida común.
»Bien mirado, la guerra es el libertinaje de la sangre, como la política es el de los intereses. Todos los excesos son hermanos. Esas monstruosidades sociales tienen el poder de los abismos; nos atraen, como Santa Elena llamaba a Napoleón; producen vértigos, fascinan, y queremos ver el fondo, sin saber por qué.
»Quizá exista en esos precipicios la idea de lo infinito; quizás encierren extraordinarios halagos para el hombre; en todo caso, ¿no le interesa por igual? Para contrastarlo con el paraíso de sus horas de labor, con las delicias de la concepción, el artista, fatigado, pide, ya como Dios el reposo del domingo, ya como el diablo las voluptuosidades del infierno, a fin de oponer el trabajo de sus sentidos al trabajo de sus facultades. A lord Byron no podía distraerle el gárrulo boston, encanto de cualquier modesto rentista; poeta, propuso a Mahmud jugarse Grecia.
»En la guerra, ¿no se convierte el hombre en ángel exterminador, en una especie de verdugo, pero gigantesco? ¿No precisan extraordinarios encantamientos para hacernos aceptar esos atroces dolores, enemigos de nuestra débil envoltura, que rodean las pasiones como un valladar espinoso? Si el fumador se revuelca convulsivamente, sufriendo una especie de agonía, después de abusar del tabaco, ¿no asiste, en cambio, a deliciosas fiestas en regiones desconocidas? ¿No se reanuda incesantemente la guerra en Europa, sin tomarse el tiempo necesario para enjugarse los pies, impregnados en sangre hasta el tobillo? ¿Será que el hombre en masa tiene su embriaguez, como la naturaleza tiene sus accesos de amor?
»Para el hombre en particular, para el Mirabeau que vegeta bajo un reinado apacible y sueña con tempestades, el libertinaje lo comprende todo; es una perpetua contienda, o, mejor dicho, un duelo con un poder desconocido, con un monstruo. Al principio, el monstruo causa pavor; hay que dominarle, a costa de penalidades inauditas. ¿La naturaleza nos ha dotado de un estómago reducido y perezoso? ¡Pues se le doma, se le ensancha, se le enseña a resistir el vino; se domestica a la embriaguez, se pasan las noches en claro, se forma, en fin, un temperamento a prueba de bomba, y nos creamos a nosotros mismos por segunda vez, como para competir con Dios!
»Cuando el hombre se ha metamorfoseado así, cuando el neófito, ya veterano, ha amoldado su cuerpo a los ataques y sus piernas a la resistencia, sin pertenecer aún al monstruo, pero sin saber quién domina, forcejean y ruedan, ambos, ya vencedores, ya vencidos en una esfera en la que todo es maravilloso donde se adormecen los dolores del alma, donde reviven solamente los fantasmas de ideas. Llega un momento en el que se impone la terrible lucha.